La Profe Luciana
Capítulo XXI: Un baile de Luciana
Era
inevitable e irreparable. Esa sensación de oquedad, de orfandad, esa congoja
que me generaba su ausencia era algo hasta ahora imposible de asimilar para mí.
No me interesaba encontrar el amor de cualquiera, solo me valía el de Luciana.
Añoraba
sus sonrisas, sus caricias, sus susurros, sus besos; sentir la suavidad de sus
mejillas, ver la intensidad de su mirada al despertar. Me hacía falta todo de
ella, incluidas las discusiones, pero para ese entonces ya asumía como pérdida
cualquier posibilidad de recuperarla.
Sin
esperanza alguna de revivir esa pasión que alguna vez ardió entre nosotros,
decidí escribirle una carta, no con la ilusión de recuperarla, sino más bien a
modo de despedida.
“Un baile de Luciana es más de lo que
merecería cualquier hombre promedio. Es una recompensa de los dioses encarnada
en el cuerpo de una musa. Luciana, tú, que me resignificaste el amor, luego me
lo arrebataste, y aun así te estoy agradecido.
Fue a partir de uno de tus bailes que me permití
conocer el gozo y la pasión, en gran medida el amor. Viéndote sacudir tus
carnes y liberar tu alma, pude conocer una faceta propia que tardé más de 30
años para entender que existía en mí.
Tu danza me liberó de la esclavitud de una vida
desaprovechada. Tu arte me animó a entenderte, así fueras una completa
desconocida para mí en ese entonces.
Es verdad que tu forma de bailar despertó mi lascivia,
pero centrarme solo en ello sería desconocer todo lo armonioso de tu ser. Fue a
través del baile que te miré a los ojos por primera vez, y fue así que descubrí
el deseo, el cariño y la pasión. Tu baile reavivó la antorcha de mi ser, y
luego ardimos juntos.
Un baile tuyo, mi siempre amada Luciana, es capaz de
hacer sonreír al más trastornado de los hombres en la más lúgubre de las noches.
Lo sé porque hoy que no te tengo, que no puedo verte libre y desatada, en uno
de tus siempre imponentes bailes, me siento como aquel sujeto alicaído y
derrotado que supiste rescatar con tu dulzura y tu sensualidad.
Jamás olvidaré como las notas musicales jugaban con
tus carnes, como aquel tubo se jactaba de sentir tu cuerpo, como dejabas
escapar tu alma en cada movimiento que dabas, como me atrapaste con solo una
demostración de tu talento. Te llenabas de luz, le salían alas a tu sonrisa, e
iluminabas la existencia de un alma parca como lo era entonces la mía.
Nunca te olvidaré danzar, traviesa, descarada, libre
pero especialmente feliz. Siempre recordaré que me diste el gusto de poner a
bailar mi alma junto a la tuya, porque eso fue lo que hicimos durante aquellos
licenciosos años: bailar.
Sé que te he perdido de cierta forma caprichosa, pero
si hoy me preguntas si estoy dispuesto a compartirte, volvería a decirte que
no.
No sé si leerás estas líneas, no sé si esto te
conmueva, no sé si guardas un bonito recuerdo de lo que vivimos. Lo que sí sé,
es que te he perdido para siempre, y aunque me duela, lo asumo, pues lo único
que hoy me interesa es que seas realmente feliz”.
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