miércoles, 21 de abril de 2021

La mujer de un tombo

 La mujer de un tombo


Carolina es la mujer de un Mayor de la Policía que no tiene remordimiento alguno a la hora de faltar al sexto de los mandamientos de Dios: No cometerás adulterio. Es más, Carolina es una adultera consagrada, y yo he tenido la maravillosa oportunidad de ser su juguete sexual de turno.

Su apetito es voraz, insaciable. Hoy son pocos los muchachitos del barrio que no conocen las delicias de las que es capaz esta mujer. Lleva engañando al Mayor Espitia durante una década aproximadamente, y es una auténtica maestra del sigilo, la reserva y la traición. Es obvio que él todavía no lo sabe, a pesar de que lleva años y años siendo el cornudo del barrio, pues de saberlo es muy probable que hubiera buscado a cada uno de los amantes de su querida Carolina para hacer justicia por mano propia, al igual que habría sido muy probable que hubiera “ajuiciado” a su mujer a golpes o incluso a bala, pues en sus maneras se nota que ese es su proceder.

A Carolina la conocí en una peluquería que funcionaba en el barrio. Yo viví toda mi vida en este lugar, por lo que era un cliente habitual de aquella peluquería, es más, solo a doña Sandra era capaz de confiarle algo tan sagrado como la manipulación y el corte de mi pelo.

Esa tarde, la que conocí a Carolina, ella estaba siendo atendida mientras que yo esperaba en aquel recordado sofá negro, de cuero, en el que muchos nos sentamos alguna vez a ojear revistas viejas mientras esperábamos el turno.

Carolina le contaba a Sandra de sus andanzas extramatrimoniales. Lo hacía con total desparpajo, incluso con algo de orgullo por aquello de ser toda una maestra del ocultamiento. Se reía, se señalaba el culo o sus pechos, mientras Sandra apenas asentía con la cabeza mientras movía el cepillo y el secador de pelo.

Yo pude escuchar solo una parte de la conversación, en la que la aventurera mujercita le admitía a la estilista su predilección por los hombres jóvenes, pero el ruido del secador me hizo imposible de captar algunos apartes de aquella confesión. Claro que lo realmente valioso no fue solo escuchar esta charla, sino el hecho de haber coqueteado con ella por primera vez.

Nos veíamos a través del espejo, y a pesar de que no nos conocíamos de nada, de que no nos habíamos visto nunca, de que no habíamos siquiera cruzado palabra alguna; no importó nada de eso, pues lo que primó fue la intención mutua de coquetear, de hacer saber el deseo que profesaba el uno al otro.

En esos tiempos Carolina no tenía todavía consolidado ese expediente amatorio por el que hoy la conocemos en el barrio, estaba recién llegada. Ella apenas se había dado el lujo de cometer uno o un par de sus adulterios, aunque deseos no le faltaban por hacer crecer el listado de queridos.

Y fue así que logré mi oportunidad, con tan solo 18 añitos me di el gusto de probar las delicias de aquella mujer orgullo y trofeo de aquel Mayor.

Se notaba que Carolina era de aquellas mujeres a las que la cabeza no les sirvió para el estudio, para formarse y para prosperar por si misma, sino que encontró como alternativa para su sustento aquello de abrirle las piernas a uno de esos seres de formación castrense, cuyo imaginario es el de ser el del hombre de la casa que es capaz de mantener contenta a su mujercita, mientras ella le sirve de trofeo en eventos sociales, a la vez que gasta y gasta.

Carolina tendría unos 27 años para ese entonces. No trabajaba y dedicaba su vida a las labores del hogar y al cotorreo por el barrio.

Yo, por el contrario, soñaba con estudiar ingeniería mecatrónica, pero mi familia carecía de los recursos para pagar mis estudios en aquel saber, así que tuve que conseguir un trabajo que me permitiese darme la oportunidad de formarme. Conseguí uno como ayudante de uno de los comerciantes del barrio. Tendría que estar pendiente del abastecimiento del local, de cerrar caja y entregar cuentas a diario, de cargar y ordenar cajas y productos que constantemente llegaban al comercio, y por supuesto, tenía la tarea de atender a la clientela, que de hecho era la labor principal.

Este trabajo no solo me iba a dar la oportunidad de ahorrar unos pesos para luego pagarme los primeros semestres de la carrera, sino que también me brindaría la oportunidad de socializar con la gente del barrio, incluida Carolina.

Ella era una habitual cliente de la tienda. Iba prácticamente a diario para adquirir huevos, leche, pan o cualquier otro producto que hiciese falta en su hogar en el día a día. Yo disfrutaba con cada una de sus apariciones por la tienda, me daba el gusto de apreciarle ese culo regordete, esas caderas anchas, y especialmente esas piernas talladas por los mismísimos dioses.

Es que, sinceramente, sus piernas eran cosa sería. Eran largas, perfectamente torneadas, carnosas, macizas; apetecibles con cualquiera atuendo, pantalones ajustados u holgados, faldas, leggins, shorts; en fin, eran una eterna tentación.

Su culo igualmente era portentoso, ancho y de una linda y redonda forma. Lucía algo tembloroso cuando ella caminaba, atributo que por lo menos a mí me hacía perder la razón, y a eso ha de sumársele su generoso tamaño.

Sus caderas se correspondían con tan imponentes piernas y con tan deslumbrante trasero; eran verdaderamente macizas, de un ancho más que suficiente para acentuar su condición de fémina fértil.

En general su cuerpo estaba muy bien concebido, su piel trigueña, su cintura pequeñita y su abdomen plano y trabajado. Quizá sus senos eran su atributo corporal menos llamativo, pues eran pequeños y habitualmente pasaban desapercibidos por su forma de vestir.

Su rostro tampoco era de enmarcar. De hecho, su cara era un poco fea. Su nariz era considerablemente grande, con alguna irregularidad a la altura del tabique. Sus ojos eran negros, grandes y expresivos, realmente muy bellos. Sus labios a pesar de ser ciertamente carnosos, no lograban lucir llamativos. Claro que había un detalle en su rostro que lo hacía lucir mejor, o por lo menos que le entregaba esa característica de picardía que tanto buscamos los hombres. Carolina poseía un lunar en inmediaciones de sus labios.

Su cabello también era muy lindo, largo y muy negro. Lucia siempre limpio y peinado, y acentuaba lo oscuro de sus ojos.

Yo fui uno de sus primeros amantes en el barrio, pues la inevitable interacción cliente-tendero, sumado a mi constante coqueteo y su insaciable apetito carnal, me iban a garantizar ese placer de privilegiados.

La primera vez que copulamos ella se apareció por la tienda, compró un par de víveres y preguntó si nosotros hacíamos domicilios, a lo que Ramiro, el dueño, respondió que sí. Al día siguiente Carolina hizo su primer pedido: una bandeja de pechugas deshuesadas, un sobre de queso parmesano de 100 gramos y un frasco de cúrcuma en polvo.

Yo sabía que iba para su casa, no porque yo hubiese tomado el pedido y hubiese escuchado su voz, sino porque Ramiro me lo dijo. Me entusiasmé porque por fin iba a saber dónde vivía esta delicia de mujer.

Toqué el timbre. Ella se tardó un poco en abrir, pero he de admitir que la espera valió la pena. Carolina llevaba una bata (albornoz) al momento de abrir la puerta, prenda que además permitía apreciar sus piernas casi por completo. “Pasa, pasa y me ayudas a colocar las cosas”, dijo ella como si se tratara de un gran mercado.

A esa altura yo ya tenía claro que esta mujer tenía entre sus planes devorarme, y yo no tenía motivo alguno para oponerme. Aunque tenía que dejar que fuese ella quien se insinuara, pues por más sugerente que resultara la situación, podía equivocarme.

Su forma de llevar las cosas al punto deseado fue ciertamente pobre, carente de creatividad. “Antes de que te vayas asesórame con cuál de estos vestidos de baño luzco mejor para mi marido”, algo así dijo ella para retenerme unos minutos más allí y lograr su objetivo. Sinceramente habría sido más sencillo que me lo hubiera dicho, yo habría accedido de inmediato, pero quizá no se atrevía a ser tan directa.

Claro que yo no le di la oportunidad de mostrarme los dichosos vestidos. Cuando se puso el primero de estos, de dos piezas, ambas negras; me acerqué a ella en un instante que me dio la espalda, y le metí mano en su entrepierna. Ella dio un pequeño brinco, revelando su sorpresa por mi atrevida y directa respuesta. Y entendiendo que no hacía falta más indirectas o provocaciones, se dio vuelta y empezamos a besarnos.

Recuerdo muy bien esa sensación de ardor que emanaba de su entrepierna, incluso en aquellos instantes cuando todavía estaba resguardada bajo aquel bikini negro. Claro que yo no me concentré exclusivamente en su entrepierna, habría sido un completo desperdicio. Me tomé el tiempo necesario para acariciar sus piernas, para hacerla disfrutar con el paso de mis dedos, mis labios y mi lengua, lo cual no solo provocó su disfrute, sino también el mío.

Es que ahora que tenía aquellas piernas en mis manos, las sentía más carnosas de lo que aparentaban a simple vista, las concebía todavía más imponentes, mucho más majestuosas, delicadas y provocativas.

Ella permanecía allí en pie, recostada contra la pared, supervisando el recorrido de mis manos y de mi boca por sus piernas. No escatimó a la hora de suspirar y de jadear, es más, vociferar su gozo era una de las situaciones que más disfrutaba, le encantaba ser abiertamente calentorra.

Realmente me apasioné besando sus piernas, tanto así que me olvidé del resto de su ser, me concentré por completo en tan perfectas extremidades con las que había sido bendecida esta mujer.

Ella no se opuso, sino que complementó el paso de mis labios por sus piernas, con el inicio de sus tocamientos. Para el momento que me animé a correr hacia un costado la pieza inferior de su bikini, ese coño estaba en completo ardor.

Era una verdadera caldera, de la cual me animé a beber directamente tan delicioso néctar. Pero mi oportunidad de degustar esos fluidos de sabor sanguíneo y salado se vio interrumpida por el apuro de la adultera mujer. “Házmelo pronto, que mi marido viene a almorzar”.

Hasta ese entonces yo no sabía mucho de su marido, es más, no sabía nada aparte de que ella lo engañaba con chicos jóvenes. Pero esa mañana ella no solo me hizo saber que su esposo era policía, sino que era un celoso patológico, capaz de matar por salvar su honor.

Me puso algo nervioso esa revelación, pero sinceramente lo que más me generó fue morbo. Me entraron unas ganas incontenibles de follarla, ahora más que nunca.

Y fue así que me bajé el pantalón a toda máquina, sin perder el más mínimo segundo. Tomé mi miembro entre las manos y lo conduje para ingresar en aquella acalorada vagina.

Follamos allí de pie, recostados contra aquella pared blanca. Carolina no escatimó en gemidos y otras expresiones de disfrute, me hablaba al oído y me incitaba a follarla como me diera la gana.

Yo la tomaba por las nalgas para dirigir el azote de sus caderas contra las mías. Veía sus carnes temblorosas ante cada uno de las embestidas de mi cuerpo. Igualmente me daba el gusto de ver su fea carita llena de gestos de fruición.

Sus besos eran lentos, verdaderamente despaciosos, acompañados de una gran e inquietante actividad de su lengua. Sus senos se aplastaban contra mi pecho. A pesar de que estaban todavía reprimidos bajo su top, se sentían duros, con su pezón apuntando directamente hacia adelante.

Ella me preguntaba constantemente si me gustaba como lo estábamos haciendo, y yo estaba tan encarnizado penetrándola, que me limitaba a responderle asintiendo con la cabeza.

Yo por el contrario no me tomé la delicadeza de preguntarle por su disfrute, aunque realmente no hizo falta, pues no hay nada más sincero como la humedad de una vagina.

Fueron aproximadamente 15 minutos los que duramos allí, en pie, recostados contra aquella pared, amancebándonos obsesamente. Y cuando me sentí al borde del frenesí, retiré mi pene de su cuerpo para disparar mi esperma contra su abdomen.

Fue sublime, tanto para ella como para mí. Por lo que acordamos que esta no sería la última vez que nos compenetraríamos en uno solo. Seguimos viéndonos a escondidas para fornicar a placer, aunque poco a poco ella fue aumentando la baraja de compañeros de adulterio, por lo que yo terminé por convertirme en uno más de aquel largo listado.

Más temprano que tarde Carolina terminó encinta. La identidad del padre de aquel niño es toda una incógnita en el barrio. Muchos fuimos los que nos la cogimos, e igualmente varios fuimos los que nos dimos el gusto de arrojar nuestro material genético en su interior, aunque seguramente ella se tomó el trabajo de hacer pasar al niño como hijo del Mayor Espitia.

 



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