Folle con mi novia su madre sus hermanas
Capítulo VI: La esbelta lujuria
Una
vez que retorné a la playa me senté junto a Majo, y continué compartiendo risas
y anécdotas con la familia. Mi mente aún era posesa de la imagen de Karla
fornicando desenfrenada con el novio de Esperanza. Ahora me sentía de alguna
manera desilusionado, vacío, pues entendía que no había aprovechado mi
oportunidad para follarla como se debe.
“¿Te
pasa algo?”, preguntó mi bella Majo al verme absorto. Contesté negativamente y
traté de integrarme a la conversación, aunque posiblemente mi gesto no cambió,
pues la incredulidad y, en cierta medida, el arrepentimiento se apoderó de mí.
Camilo
llegó unos minutos después, con un gesto de dicha que no le cabía en su cara.
Le envidié. No podía creer la fortuna que había tenido este mocoso, pues le
había pegado su buena culeada a la mujer más provocativa de este grupo
familiar.
El
sol empezó a esconderse en el horizonte, y con el anochecer llegó el esperado
momento para Majo y para mí. Todos partieron a la cabaña, mientras que nosotros
nos negamos a ir, aduciendo querer compartir un rato en soledad en la playa.
Caminamos
a la orilla del mar, que a esa hora no solo se torna más agresivo, sino que
baja notoriamente su temperatura. Caminamos por un largo rato, hasta llegar a
un viejo muelle alejado de cualquier vestigio de civilización.
La
extensa caminata nos dio la oportunidad de fumar el porro con total
tranquilidad. Los dos quedamos ensimismados por un considerable puñado de
minutos. Yo pensaba en lo mucho que disfrutaba de caminar de la mano con mi
bella Majo por la playa, reflexionaba sobre lo que le quería a esa altura de la
relación. Para ese momento había logrado alejar esa sensación de vació que me
había quedado al ver a Karla penetrada por el puberto novio de Esperanza.
No
supe en qué pensaba Majo, ni se lo quise preguntar, pues la vi tan tranquila y
relajada, que quise disfrutar de su sosiego, contemplar sus bellos ojos verdes
en medio del sonido de las olas al romperse.
Claro
que ese estado idílico duró tanto como nuestro silencio, porque una vez lo
rompimos, lo que llegó fue una vorágine de deseo.
Es
que Majo no era solo un rostro bello, era una flaca que a mí me desquiciaba.
Sus muslitos de codorniz me enloquecían, me parecía tan vulnerable, tan
delicada; su abdomen plano y relativamente tonificado me obsesionaba, pero lo
que más me calentaba de ella era su actitud, tan entregada, tan puta, tan mía.
Nos
metimos bajo el muelle y empezamos a besarnos allí, en el suelo, revolcándonos
en la arena. La oscuridad era casi total, apenas resaltaban sus lindos ojos.
Pero, aun así, sin vernos, solo sintiendo nuestras carnes calientes y
sudorosas, palpándolas con nuestras manos, logramos evocar el desenfreno que
sentía el uno por el otro.
Claro
que estar completamente a oscuras en un lugar tan inhóspito terminó
ahuyentándonos de alguna manera, así que minutos después salimos de ese sitio y
de nuevo pudimos vernos a la cara, esta vez ayudados por la luz que emiten la
luna y las estrellas.
Me
arrodillé, como quien pretende hacer una propuesta, pero en vez de tomar su
mano, tomé su bikini y lo aparté a un lado. ¡Qué exquisita era esa vagina
estrecha!
Recuerdo
que cuando empezamos a salir y echamos nuestros primeros polvos, me costaba
mucho contenerme, pues el solo sentir los músculos de su vagina contrayéndose
sobre y contra mi pene, era motivo suficiente para encontrar el éxtasis. Fueron
coitos difíciles de sobrellevar para mí, pues tuve que contenerme en más de una
ocasión para no terminar antes de tiempo y desilusionar a Majo.
Fue
algo que fui entrenando, y prácticamente sin quererlo me convertí en un
verdadero campeón de la resistencia. Sentía para ese entonces que podía
aguantar fornicando tanto como quisiera. Bueno no, no tanto como yo quisiera,
había una combinación que inevitable me haría estallar de gozo. Sentir mi pene
abrazado por la vagina de Majo, más el sostenimiento de mi mirada en la suya,
más sus uñas clavándose y deslizándose por mi espalda, era una combinación
destinada a hacerme tocar el cielo con el glande.
Majo
se mantuvo de pie, sintiendo mi lengua pasearse tímidamente por su coño. Sus
suspiros aparecieron y fueron acompañando el sonido de las olas, Eran un
deleite esos profundos suspiros, pero estaban lejos de ser la expresión sonora
más diciente de Majo. No se comparaban a esos gemidos cortos de su ronca voz.
¡Cómo me gustaba hacer gozar a esta flaca y hacerla delirar!
Me
puse en pie, y con mi boca aún cubierta por sus fluidos, me atreví a besarla, a
sumergirme en un beso profundo, lento, de esos que tanto nos gustaban a los
dos. Beso que ambos acompañamos con el desenfreno de nuestras manos en cuerpo
ajeno. Ella era una adicta a palparme los pectorales y a sujetarme de los
testículos, mientras que yo me enviciaba agarrando su pequeño pero muy redondo
trasero.
Hoy
no tengo más a Majo a mi lado, y es algo de lo que me arrepiento y posiblemente
me siga arrepintiendo, pero no por lo mucho que pude amarla, que valga
mencionar fue bastante, sino por privarme de la posibilidad de poseer ese
cuerpo delgado y lujurioso por el resto de mis días.
Es
que el sexo con Majo no es como con cualquier otra. Y no lo digo solamente por
lo impúdica y buscona que era, o por lo mucho que disfrutaba siendo una puerca
en la cama, más bien lo digo por la sensación que generaba penetrar ese cuerpo
ícono del infrapeso. Hundir el miembro viril en una vagina como la de Majo
tiene la particularidad de sentirse como profanar un culo. Claro está, con la
salvedad de que su coño se humedece a más no poder, lo que facilita en cierta
medida la entrada. Por lo demás es igual, hay que ir poco a poco, como quien se
encuentra en un trabajo exploratorio; deleitándose segundo a segundo con la
contracción de sus músculos sobre el intruso, y una vez que lo has metido todo,
quieres meterle más, así no tengas más; empujar y empujar, como queriendo
traspasarla. Es una conchita destinada a desquiciar a quien la posee, y
especialmente concebida para enviciar.
Allí,
sobre la arena, y ya de algún modo trastornados por el hambre de placer,
penetré a Majo, contemplando su rostro, viéndola apretar su mordida, su nariz
arrugarse, viendo sus ojos encandilarse de lujuria.
Esta
vez nos dimos el gusto de juntar nuestros sexos y nuestras almas allí, tumbados
en la hostilidad de la arena, en medio de la oscuridad cómplice de la playa.
Claro
que llegó un momento en que Majo quiso variar de posición, pues la arena le
estaba raspando las nalgas. Se apoyó sobre sus rodillas y con una mirada
lujuriosa me invitó a penetrarla de nuevo.
Majo
enrolló sus manos tras mi cabeza, giró levemente su cara y empezamos a
besarnos. El transitar de mi pene en su humanidad era despacioso, por lo menos
en un comienzo. Luego nuestros labios se separaron, sus gemidos se dispersaron por
toda la playa, pues Majo se sintió en libertad de expresarse a su antojo, al
fin y al cabo no había nadie en los alrededores.
Estiró
un poco su cuello, como invitándome a besarle allí. Así lo hice. Y mientras
tanto ella me motivaba soltando algunas frases de su repertorio de lujurias.
“Soy tu perrita”, “duro, duro, duro”, “dale, dale” “¡Viólame!”, ”¿Quién es tu
puta?”, entre otras tantas de su creciente recopilación.
Pero
hubo algo que funcionó como detonante del orgasmo. Majo me pidió detenerme por
un instante pues quería ir a orinar. “Orínate aquí, orínate encima de mí”, le
dije mientras le miraba obscenamente. Ella inicialmente se resistió, pero al
ver que yo no iba a detenerme, se dejó llevar. Y fue en ese momento, justo cuando
sentí sus fluidos correr por mi pubis y bajar por mis piernas, que no aguanté
más. Retiré mi falo de ella, para soltarle la esperma sobre sus nalgas. Luego
jugué a esparcirla con mis dedos, a restregarle mi semen por todas sus nalgas y
por parte de su espalda.
Como
todavía no se nos pasaba el colocón del porro, y nuestros rostros podían
delatarnos ante su familia, decidimos dar otro paseo por la playa, y como el
tiempo y las circunstancias se prestaron para ello, terminamos follando una vez
más. Esta vez por el lado de los matorrales, al interior del complejo
turístico, que ya nos habían servido alguna vez como guarida para el desenfreno
de nuestros deseos carnales.
Capítulo VII: Fantasía cumplida, sueños destrozados
El
paseo terminó siendo tan espectacular como me lo esperaba, incluso más, no solo
porque me di el lujo de probar la hasta entonces enigmática vagina de Karla,
sino porque di rienda suelta a mi obsesiva pasión por fornicar con Majo en
sitios públicos...