La profe Luciana
Capítulo XI: "Déjalo que escurra"
Ver su rostro al
despertar es verdaderamente satisfactorio. Aunque he de aceptar que al momento
de ponerme en pie he sido muy sigiloso. No quería despertar abruptamente a esta
fiera insaciable de los placeres de la carne. No podía, en un aspecto espiritual
y físico, tener más sexo.
Era la primera vez que
no se me pasaba por la cabeza el objetivo de excitarla, no quería que la
situación se me fuera a salir de las manos. Estaba agotado, mis labios estaban
resecos, la boca me sabía a piel de mujer, encantadora sensación, si se me
permite la licencia para la admiración; pero honestamente extrañaba la
sensación de estar vestido, dedicándome a otra cosa diferente a copular.
Me sentía como aquel
cocainómano cuando se ha esnifado un kilo entero. Necesitaba un descanso, tomar
una ducha larga para lavar los rastros de olor, piel y excesos orales que deja
una exquisita damisela.
Anhelaba llegar ese
domingo a casa para compartir con mi familia, pero especialmente para
descansar, para buscar recuperar esa energía que Luciana me había succionado.
Mis adulterios tardaron
en suponer un problema con Adriana. Ella jamás se mostró interesada en saber de
mis supuestos viajes, reuniones con amigos o demás situaciones que inventé para
poderme fugar de casa. Pero luego, la falta de deseo con la que retornaba si
significó el inicio de sus sospechas.
Para Adriana era toda
una eventualidad que yo me negara a copular con ella, siendo que ese era su
papel protagónico, el de estrecha.
Verme ausente de
perversiones, carente de líbido y deseo, seguramente le hizo empezar a
dilucidar la traición de la que era víctima. Claro que pasaron meses y varios
encuentros con Luciana para que Adriana hiciera su primera conjetura. Al
comienzo se trató solo de “un mal día” para la intimidad de un matrimonio
tradicional. Y así como yo la comprendí en una diversidad de ocasiones, ahora
era Adriana la que tenía que lidiar con mi negativa para fornicar.
La noche del Rocamar la recordé para mis adentros
como “la de la gran paliza”, pues así me sentí al término de la cátedra de
disfrute que me había dado Luciana. Esa noche no solo me significó un desgaste
importante de energía y de dinero, sino que a la vez contribuyó para que mi
obsesión por Luciana creciera.
Mi cabeza era una
tormenta nebulosa. No entendía bien si lo que sentía hacia Luciana era puro y
físico deseo, o si había alguna dosis de enamoramiento hacia ella. Lo cierto es
que se me hacía difícil pasar el tiempo sin ella. Fantaseaba noche y día con
nuestro siguiente encuentro. No solo la extrañaba por el gozo sexual que sabía
brindarme, sino por su compañía, por nuestras charlas, por su sonrisa, y por
saberla cómplice y partícipe en esta adultera experiencia.
Nuestras conversaciones
en Whatsapp se hicieron más recurrentes, y con ellas empezó no solo el intercambio
de imágenes subidas de tono, sino la expresión de nuestro deseo a través de la
palabra.
“Me gustaría que tú,
poquito a poco, me denudases, y que la braguita a bocaditos me quitases”, decía
ella en uno de sus mensajes, mientras que yo respondía con algo así como “Llevo
soñando con un beso de 25 minutos por tu cuello, con el calor y suavidad de tus
brazos reconfortándome para olvidar todas mis preocupaciones, con encontrar el
derroche de placer que solo nos brinda el cobijo de la noche”.
Obviamente era cuestión
de días para finiquitar nuestro próximo encuentro. Y aunque habíamos planeado
una salida para el sábado venidero, la ansiedad nos traicionó y terminamos
encontrándonos antes de lo acordado.
Concretamente un
miércoles, o más bien a la madrugada del jueves. Fue un encuentro clandestino e
improvisado. A los dos nos iba a significar un problema al interior de nuestros
hogares, era imposible que nuestra desaparición pasara desapercibida.
Los dos recurrimos al
mismo pretexto ante nuestras parejas: “Amorcito, un fuerte dolor abdominal me
sacó de la cama. No quise despertarte para no preocuparte, ni a ti ni a los
niños. Me fui al hospital esperando que no fuese nada grave, afortunadamente no
fue nada más allá que una indigestión severa, que, con mis antecedentes de
reflujo, me hizo pasar un rato para el olvido. El médico me dijo que no debía
preocuparme, aunque si me recomendó mejorar mis hábitos alimenticios, así como
el horario en el que ceno…”, esa fue la trola que le conté a mi mujer para
justificar mi anómala desaparición nocturna. Con Luciana lo charlamos y
preparamos bien el embuste, pues en su casa ella diría lo mismo, con más o
menos matices.
Esa madrugada de
jueves, fría y llena de niebla, me encontró de nuevo ávido por oler, saborear y
sentir el coño de Luciana, esa vagina que ha sido concebida para un tipo
específico de degenerados como yo.
La academia fue el
lugar de nuestro encuentro. Era ideal. A esa hora no habría un alma en el lugar
ni sus alrededores, sus pisos en madera nos facilitarían asimilar el frío del
ambiente, los espejos en las paredes nos permitirían vernos fornicar
obsesamente, como aquella noche en el Rocamar.
Y algo esencial era que de por sí, este lugar era el templo de Luciana. Era
allí donde día a día expresaba su deseo y su sentir a través de los contoneos
de su cuerpo.
El tiempo era de alguna
forma limitado, los dos teníamos que volver a casa sin que nuestras familias
fuesen a sospechar nada. Sin embargo, eso no fue impedimento para que Luciana
se tomara el tiempo necesario para deleitarme con uno de sus calientes bailes.
Luciana jugaba de local
en ese lugar, conocía cada rincón, cada espacio; sabía hacia dónde mirar, cómo
moverse, cómo sacar provecho a ese escenario que era su fortín de la
sensualidad.
Antes de empezar, Luciana se cambió. Ese blanco y angelical cuerpo quedó cubierto nada más por una tanga, un diminuto bralette y unas largas medias que subían casi hasta sus caderas.
Aunque corta fue su
presentación, fue suficiente para ponerme al borde de la demencia, me dejó
hecho un auténtico sátiro. Verla estrellar sus ostentosas nalgas contra el
suelo, verle esas carnes temblorosas a cada sacudida, esos gestos insinuantes,
ese rostro seductor y lujurioso. Eso sí que podía sacarme de quicio.
Verla allí tumbada en
el suelo, levantar sus piernas y abrirlas lo suficiente para permitirme
dilucidar ese coño aún resguardado bajo esa tanga oscura. Observarla allí
simulando una feroz cabalgata; verla allí vislumbrando lo que minutos después
haría conmigo. Por cosas así vale la pena poner en juego cualquier matrimonio,
especialmente uno agonizante como el mío.
Y ni se diga del
momento aquel en que empezó a despojarse de su ya limitado vestuario. Que
exquisitez ver de nuevo esas carnes blancas de apariencia suave, apreciar una
vez más esos bellos senos de pezón rosa, ese coño siempre pulposo y suculento.
Me quité la ropa con
cierto desespero, Lleno de la torpeza típica que se apodera de aquel que se
deja superar por la ansiedad. Tanto así que ni siquiera pude terminar de
desvestirme.
Solo supe que era hora
de acercarme a ella y sumergirme una vez más en su entrepierna, aquella de ese
sabor tan peculiar, de ese gusto tan a ella.
A esa altura de nuestra
aventura fornicaria, el disfrute del sexo oral era mutuo. Yo deliraba por
sentir las carnes de su vulva y su vagina con mi lengua, mientras que ella
estaba siempre deseosa de recibir una buena mamada. Comprendí entonces que era
un arte que se me daba bien, seguramente porque disfrutaba al hacerlo.
Me encantaba esa
sensación de ardor creciente de su coño contra mi cara, al igual que amaba el
momento aquel en que empezaba a inundarse de humedades su entrepierna.
Lastimosamente el
tiempo era limitado, así que no dediqué todo el tiempo debido a la complacencia
de su sexo con mi lengua. Era una tarea que quedaba pendiente para nuestro
próximo encuentro. Es más, al terminar ese coito, y de regreso a casa, me
plantee que en una próxima ocasión tendría que hacer llegar al orgasmo a
Luciana con solo mis caricias, mi lengua y mi boca. Pero no podía ser uno
cualquiera, tenía que ser un orgasmo ejemplar, uno digno de rememorar, nos lo
debíamos.
Luciana me invitó a
dejarme caer en el suelo, y una vez me tuvo allí tendido, se subió en la que
por entonces era su atracción favorita: mi falo. Lo deslizó en su interior con
completa naturalidad.
Y una vez mi miembro
incursionó en sus carnes, su rostro lo fue reflejando con dicientes gestos de
satisfacción. Ver esos ojitos desorbitados y su mordida apretada, eran la dosis
ideal de provocación que requería un corrompido como yo.
Esa sensación de
agarrarla de las nalgas para dirigir el movimiento de sus caderas, para azotar
mi pelvis con sus carnes, es algo de lo que hoy todavía no logro olvidarme. Ni
quiero hacerlo.
Esa idílica madrugada
de jueves Luciana estaba supremamente cachonda. Sus gestos, su risa enfermiza y
el inagotable ardor de su coño me lo confirmaron. Ella no tardó en dejar su
torso caer sobre el mío. Me facilitó la entrada de sus hermosos senos en mi
boca, y quizá fue esta la vez que más me apasioné chupándolos, mordiéndolos y
succionándolos.
Luego Luciana se puso
en pie por un instante, se quedó mirándome, y luego me invitó a “darle tan duro
como pudiese”. Acto seguido se agachó, se puso en cuatro y esperó por mí.
No podía decepcionarle.
Conduje mi pene entre su coño, la agarré fuerte de las caderas, casi que
enterrándole las uñas, y empecé a penetrarla a profundidad.
En un comienzo ella me
retó “¿Eso es todo lo que tienes?”, pero a medida que fueron pasando los
minutos, me fui sintiendo cada vez más cómodo embistiéndola con brutalidad.
Ella dejó los insultos y los retos a un lado, y empezó a alentarme para que la
fornicara sin reparo alguno.
Me encarnicé, le azoté
sus pulposas nalgas con mis manos. Lo hice con la sevicia suficiente para
complacerme el capricho de verlas coloradas. Arremetía contra su culo
con toda la fuerza que me permitía el movimiento de mi pelvis, era poseso del
más cavernario de los instintos.
Luciana apoyó su cabeza
contra el suelo, mientras sus piernas permanecían aún abiertas para permitirme
la entrada, Sonorizaba la escena con sus constantes gemidos, que adquirieron
mayor notoriedad por el eco que allí se formaba.
El hecho de verla
retorcerse del gusto, de verle sus piernas temblorosas, su entrepierna sudada,
de saberla descontrolada y gocetas; desencadenaron mi estallido de gozo, que
esa noche estuvo acompañado por una frase que posiblemente nunca olvidaré. “No
lo saques todavía, déjalo que escurra”, dijo Luciana cuando me vio dispuesto a
retirar mi pene de su interior. Me pareció tan sucia la forma en que lo dijo y tan
morbosa su expresión, que me sentí en la necesidad de hacerle un capítulo.
Capítulo
XII: El viacrucis de Luis Gabriel
Una indigestión severa…
¡Qué ingenua que podía ser Adriana! Aunque más lo era el marido de Luciana, ese
sí que era un crédulo digno de sufrir todo lo que ella le hacía...