viernes, 9 de abril de 2021

La profe Luciana (Capítulo XI)

 La profe Luciana


Capítulo XI: "Déjalo que escurra"



Ver su rostro al despertar es verdaderamente satisfactorio. Aunque he de aceptar que al momento de ponerme en pie he sido muy sigiloso. No quería despertar abruptamente a esta fiera insaciable de los placeres de la carne. No podía, en un aspecto espiritual y físico, tener más sexo.

Era la primera vez que no se me pasaba por la cabeza el objetivo de excitarla, no quería que la situación se me fuera a salir de las manos. Estaba agotado, mis labios estaban resecos, la boca me sabía a piel de mujer, encantadora sensación, si se me permite la licencia para la admiración; pero honestamente extrañaba la sensación de estar vestido, dedicándome a otra cosa diferente a copular.

Me sentía como aquel cocainómano cuando se ha esnifado un kilo entero. Necesitaba un descanso, tomar una ducha larga para lavar los rastros de olor, piel y excesos orales que deja una exquisita damisela.

Anhelaba llegar ese domingo a casa para compartir con mi familia, pero especialmente para descansar, para buscar recuperar esa energía que Luciana me había succionado.

Mis adulterios tardaron en suponer un problema con Adriana. Ella jamás se mostró interesada en saber de mis supuestos viajes, reuniones con amigos o demás situaciones que inventé para poderme fugar de casa. Pero luego, la falta de deseo con la que retornaba si significó el inicio de sus sospechas.

Para Adriana era toda una eventualidad que yo me negara a copular con ella, siendo que ese era su papel protagónico, el de estrecha.

Verme ausente de perversiones, carente de líbido y deseo, seguramente le hizo empezar a dilucidar la traición de la que era víctima. Claro que pasaron meses y varios encuentros con Luciana para que Adriana hiciera su primera conjetura. Al comienzo se trató solo de “un mal día” para la intimidad de un matrimonio tradicional. Y así como yo la comprendí en una diversidad de ocasiones, ahora era Adriana la que tenía que lidiar con mi negativa para fornicar.

La noche del Rocamar la recordé para mis adentros como “la de la gran paliza”, pues así me sentí al término de la cátedra de disfrute que me había dado Luciana. Esa noche no solo me significó un desgaste importante de energía y de dinero, sino que a la vez contribuyó para que mi obsesión por Luciana creciera.

Mi cabeza era una tormenta nebulosa. No entendía bien si lo que sentía hacia Luciana era puro y físico deseo, o si había alguna dosis de enamoramiento hacia ella. Lo cierto es que se me hacía difícil pasar el tiempo sin ella. Fantaseaba noche y día con nuestro siguiente encuentro. No solo la extrañaba por el gozo sexual que sabía brindarme, sino por su compañía, por nuestras charlas, por su sonrisa, y por saberla cómplice y partícipe en esta adultera experiencia.

Nuestras conversaciones en Whatsapp se hicieron más recurrentes, y con ellas empezó no solo el intercambio de imágenes subidas de tono, sino la expresión de nuestro deseo a través de la palabra.

“Me gustaría que tú, poquito a poco, me denudases, y que la braguita a bocaditos me quitases”, decía ella en uno de sus mensajes, mientras que yo respondía con algo así como “Llevo soñando con un beso de 25 minutos por tu cuello, con el calor y suavidad de tus brazos reconfortándome para olvidar todas mis preocupaciones, con encontrar el derroche de placer que solo nos brinda el cobijo de la noche”.

Obviamente era cuestión de días para finiquitar nuestro próximo encuentro. Y aunque habíamos planeado una salida para el sábado venidero, la ansiedad nos traicionó y terminamos encontrándonos antes de lo acordado.

Concretamente un miércoles, o más bien a la madrugada del jueves. Fue un encuentro clandestino e improvisado. A los dos nos iba a significar un problema al interior de nuestros hogares, era imposible que nuestra desaparición pasara desapercibida.

Los dos recurrimos al mismo pretexto ante nuestras parejas: “Amorcito, un fuerte dolor abdominal me sacó de la cama. No quise despertarte para no preocuparte, ni a ti ni a los niños. Me fui al hospital esperando que no fuese nada grave, afortunadamente no fue nada más allá que una indigestión severa, que, con mis antecedentes de reflujo, me hizo pasar un rato para el olvido. El médico me dijo que no debía preocuparme, aunque si me recomendó mejorar mis hábitos alimenticios, así como el horario en el que ceno…”, esa fue la trola que le conté a mi mujer para justificar mi anómala desaparición nocturna. Con Luciana lo charlamos y preparamos bien el embuste, pues en su casa ella diría lo mismo, con más o menos matices.

Esa madrugada de jueves, fría y llena de niebla, me encontró de nuevo ávido por oler, saborear y sentir el coño de Luciana, esa vagina que ha sido concebida para un tipo específico de degenerados como yo.

La academia fue el lugar de nuestro encuentro. Era ideal. A esa hora no habría un alma en el lugar ni sus alrededores, sus pisos en madera nos facilitarían asimilar el frío del ambiente, los espejos en las paredes nos permitirían vernos fornicar obsesamente, como aquella noche en el Rocamar. Y algo esencial era que de por sí, este lugar era el templo de Luciana. Era allí donde día a día expresaba su deseo y su sentir a través de los contoneos de su cuerpo.

El tiempo era de alguna forma limitado, los dos teníamos que volver a casa sin que nuestras familias fuesen a sospechar nada. Sin embargo, eso no fue impedimento para que Luciana se tomara el tiempo necesario para deleitarme con uno de sus calientes bailes.

Luciana jugaba de local en ese lugar, conocía cada rincón, cada espacio; sabía hacia dónde mirar, cómo moverse, cómo sacar provecho a ese escenario que era su fortín de la sensualidad.



Antes de empezar, Luciana se cambió. Ese blanco y angelical cuerpo quedó cubierto nada más por una tanga, un diminuto bralette y unas largas medias que subían casi hasta sus caderas.

Aunque corta fue su presentación, fue suficiente para ponerme al borde de la demencia, me dejó hecho un auténtico sátiro. Verla estrellar sus ostentosas nalgas contra el suelo, verle esas carnes temblorosas a cada sacudida, esos gestos insinuantes, ese rostro seductor y lujurioso. Eso sí que podía sacarme de quicio.



Verla allí tumbada en el suelo, levantar sus piernas y abrirlas lo suficiente para permitirme dilucidar ese coño aún resguardado bajo esa tanga oscura. Observarla allí simulando una feroz cabalgata; verla allí vislumbrando lo que minutos después haría conmigo. Por cosas así vale la pena poner en juego cualquier matrimonio, especialmente uno agonizante como el mío.

Y ni se diga del momento aquel en que empezó a despojarse de su ya limitado vestuario. Que exquisitez ver de nuevo esas carnes blancas de apariencia suave, apreciar una vez más esos bellos senos de pezón rosa, ese coño siempre pulposo y suculento.

Me quité la ropa con cierto desespero, Lleno de la torpeza típica que se apodera de aquel que se deja superar por la ansiedad. Tanto así que ni siquiera pude terminar de desvestirme.

Solo supe que era hora de acercarme a ella y sumergirme una vez más en su entrepierna, aquella de ese sabor tan peculiar, de ese gusto tan a ella.

A esa altura de nuestra aventura fornicaria, el disfrute del sexo oral era mutuo. Yo deliraba por sentir las carnes de su vulva y su vagina con mi lengua, mientras que ella estaba siempre deseosa de recibir una buena mamada. Comprendí entonces que era un arte que se me daba bien, seguramente porque disfrutaba al hacerlo.

Me encantaba esa sensación de ardor creciente de su coño contra mi cara, al igual que amaba el momento aquel en que empezaba a inundarse de humedades su entrepierna.

Lastimosamente el tiempo era limitado, así que no dediqué todo el tiempo debido a la complacencia de su sexo con mi lengua. Era una tarea que quedaba pendiente para nuestro próximo encuentro. Es más, al terminar ese coito, y de regreso a casa, me plantee que en una próxima ocasión tendría que hacer llegar al orgasmo a Luciana con solo mis caricias, mi lengua y mi boca. Pero no podía ser uno cualquiera, tenía que ser un orgasmo ejemplar, uno digno de rememorar, nos lo debíamos.

Luciana me invitó a dejarme caer en el suelo, y una vez me tuvo allí tendido, se subió en la que por entonces era su atracción favorita: mi falo. Lo deslizó en su interior con completa naturalidad.

Y una vez mi miembro incursionó en sus carnes, su rostro lo fue reflejando con dicientes gestos de satisfacción. Ver esos ojitos desorbitados y su mordida apretada, eran la dosis ideal de provocación que requería un corrompido como yo.

Esa sensación de agarrarla de las nalgas para dirigir el movimiento de sus caderas, para azotar mi pelvis con sus carnes, es algo de lo que hoy todavía no logro olvidarme. Ni quiero hacerlo.

Esa idílica madrugada de jueves Luciana estaba supremamente cachonda. Sus gestos, su risa enfermiza y el inagotable ardor de su coño me lo confirmaron. Ella no tardó en dejar su torso caer sobre el mío. Me facilitó la entrada de sus hermosos senos en mi boca, y quizá fue esta la vez que más me apasioné chupándolos, mordiéndolos y succionándolos.

Luego Luciana se puso en pie por un instante, se quedó mirándome, y luego me invitó a “darle tan duro como pudiese”. Acto seguido se agachó, se puso en cuatro y esperó por mí.

No podía decepcionarle. Conduje mi pene entre su coño, la agarré fuerte de las caderas, casi que enterrándole las uñas, y empecé a penetrarla a profundidad.

En un comienzo ella me retó “¿Eso es todo lo que tienes?”, pero a medida que fueron pasando los minutos, me fui sintiendo cada vez más cómodo embistiéndola con brutalidad. Ella dejó los insultos y los retos a un lado, y empezó a alentarme para que la fornicara sin reparo alguno.

Me encarnicé, le azoté sus pulposas nalgas con mis manos. Lo hice con la sevicia suficiente para complacerme el capricho de verlas coloradas. Arremetía contra su culo con toda la fuerza que me permitía el movimiento de mi pelvis, era poseso del más cavernario de los instintos.

Luciana apoyó su cabeza contra el suelo, mientras sus piernas permanecían aún abiertas para permitirme la entrada, Sonorizaba la escena con sus constantes gemidos, que adquirieron mayor notoriedad por el eco que allí se formaba.

El hecho de verla retorcerse del gusto, de verle sus piernas temblorosas, su entrepierna sudada, de saberla descontrolada y gocetas; desencadenaron mi estallido de gozo, que esa noche estuvo acompañado por una frase que posiblemente nunca olvidaré. “No lo saques todavía, déjalo que escurra”, dijo Luciana cuando me vio dispuesto a retirar mi pene de su interior. Me pareció tan sucia la forma en que lo dijo y tan morbosa su expresión, que me sentí en la necesidad de hacerle un capítulo.

Capítulo XII: El viacrucis de Luis Gabriel


Una indigestión severa… ¡Qué ingenua que podía ser Adriana! Aunque más lo era el marido de Luciana, ese sí que era un crédulo digno de sufrir todo lo que ella le hacía...



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