viernes, 30 de abril de 2021

La profe Luciana (Capítulo XIV)

 La profe Luciana


Capítulo XIV: Regocijo dominical




Estábamos adictos el uno del otro. Luciana y yo entramos en una vorágine de desenfreno pasional, que poco a poco empezó a vislumbrar sus primeros y auténticos visos de enamoramiento. El desenfreno era total, habitualmente para nuestros adulterios, ella visitaba mi apartamento. La expedición “motelera” tampoco se detuvo, pero de la nada surgió un nuevo escenario que nos fascinó a los dos: su casa.

Su casa era un lugar prácticamente prohibido para nuestros fornicios por la casi habitual presencia de su marido y su hijo. Solo dos veces habíamos copulado allí, la de la profanación del santuario de Luis Gabriel y la de la fiesta.

Nunca más habíamos encontrado la oportunidad de desatar nuestras pasiones al interior de su hogar. Lo peor de todo es que la tuvimos frente a nuestros ojos durante mucho tiempo, pero fuimos incapaces de advertirlo.

Los domingos fueron siempre un día muy especial en nuestra relación. Al cometer casi todos nuestros adulterios las ardientes noches de los sábados, fueron muchos los domingos que nos vieron amanecer juntos. Y a medida que nos hicimos más íntimos, se nos hizo cada vez más extraño el hecho de no amanecer un domingo el uno al lado del otro. Veíamos con cierta melancolía esos domingos en que cada uno despertaba por separado.

Luciana y yo fuimos creando, inconscientemente, una rutina para esos domingos que nos encontraban separados. Básicamente compuesta por el envío de mensajes calientes acompañados de sus respectivas fotos y videos. Era una genuina jornada de ‘sexting’ que desataba nuestra lujuria durante casi toda la mañana de los domingos.

Luciana aprovechaba que su esposo y su hijo iban a misa, y con la casa solo para ella, se paseaba al desnudo, registrando todo con la cámara de su celular para mi deleite.



“Estoy sin bragas”, me escribió a las 6:30 de la mañana de uno de tantos domingos. El mensaje venía acompañado de una foto de ella, estando en la cama, bajo las cobijas, en el lecho que comparte con su marido, que se encuentra de espalda, aparentemente aún dormido. A partir de ahí toda la mañana se convirtió en un trueque de provocaciones.

“Clamo por sexo descarnado”, arrancó otra mañana de domingo con una de sus insinuantes imágenes. El desenlace para mí, ante la imposibilidad de vernos, era un pajazo. Pero uno bien echado, un pajazo producto de la perversión desatada durante toda una mañana, con su consecuente registro fílmico y fotográfico. Sendos pajazos me pegué viendo sus tentadoras carnes e imaginándole esa carita chorreada.

“Los pezones se me inflaman de puro deseo”, escribió de nuevo un domingo muy temprano. Esta vez sobre las seis de la mañana aproximadamente. Su mensaje venía acompañado de una foto en la que lucía una blusa manga sisa, de la cual parecía que sus pechos iban a escapar. Luciana era una verdadera maestra de la seducción, utilizando incluso el menor de sus atributos conseguía provocarme hasta sacarme de quicio.



Esa vez me propuso que fuese a su casa, que aprovecháramos el rato que su esposo y su hijo se ausentan para dar gusto a nuestras pasiones. No era mucho tiempo, una hora, quizá hora y media si se distraían en el camino de vuelta a casa. Acepté de todas formas.

Teníamos que ser muy meticulosos para llevar a cabo nuestro furtivo encuentro. El tiempo era limitado, a diferencia del riesgo, que era mucho. Teníamos que calcular todo a la perfección. Yo no podía llegar antes de que Luis Gabriel hubiese abandonado la casa, tampoco podía llegar mucho después, pues perdería invaluables minutos para satisfacer un instinto pasional que parecía insaciable.

No pasó mucho tiempo entre que Luciana me envió su provocativo mensaje y el instante en que acordamos que iría a su casa. Me puse en pie rápidamente, tomé un baño y un desayuno rápido, y partí hacia su hogar. La eucaristía era a las diez, y como Luis Gabriel iba a un templo que le quedaba cerca de casa, estaría partiendo sobre la hora, faltando quince o quizás diez minutos.

Yo llegué sobre las nueve de la mañana, pero no fui directamente a su casa, sino que me quedé en una zona comercial aledaña al barrio, esperando a que Luciana me diera el afirmativo vía Whatsapp.   

Faltando un cuarto para la diez llegó el anhelado mensaje, tenía vía libre para ir a fornicar a Luciana en una mañana de domingo. Era toda una novedad, pues en todas nuestras amanecidas dominicales nunca nos permitimos copular.

Todavía en pijama, despeinada y con gestos de galbana, Luciana me recibió, me abrió la puerta y me invitó a seguir, evitando perder tiempo, para así poder echar un polvo lo suficientemente placentero, pero que no podía extenderse más de la cuenta.

Nos fuimos directo al santuario de Luis Gabriel. Allí Luciana tenía acomodada una colchoneta en el piso, por si hacía falta. Empezó a desvestirse no más al entrar. Hice lo mismo, y una vez desnudos dejamos nuestras prendas sobre un atril dispuesto para apoyar biblias.

Luciana adoptó posición canina, abrió sus piernas y me invitó a deleitarme con ese postre exquisito que tiene entre sus muslos. Clavé mi rostro allí, me deleité con los sabores de sus labios internos, a la vez que con mis dedos acariciaba su clítoris.

Sus jadeos se hicieron poco a poco más notorios. Lo que si apareció rápidamente fue su humedad, que abundantemente fue colmando mi barbilla.

Luciana y yo pretendíamos placer exprés, y si hay una forma de garantizar eso para ambas partes es con una empotrada. Retiré mi rostro de su coño, para hundir mi miembro entre sus carnes.

Que desfogue ese primer instante de contacto carnal, de auténtica complicidad en el placer, ese primer encuentro de dos almas. Encantador ese primer suspiro, jadeo o gemido que emana una ninfa cuyas carnes arden del gusto.

Eso de vernos cómplices una mañana de domingo fue maravilloso. Este coito dominguero tenía un sabor especial, un no sé qué, imposible de definir, con un evidente gusto a prohibido.

Busqué no precipitarme con mis movimientos, pero Luciana me agarraba de las piernas para orientarme, para hacer de mi empuje algo cada vez más notorio y contundente.

Un rayo de sol entraba por la ventana y me daba a la cara, mientras que yo solo tenía ojos para ver sus ostentosas nalgas rebotando contra mí. La agarraba fuertemente de sus caderas, y la sometía cada vez con más fuerza a mis abrumadoras embestidas.

El desenlace fue una notoria corrida en su siempre hambriento coño. Ella se apoyó en sus rodillas y echó su cuerpo hacia atrás, hasta dejarlo recostar contra el mío, para luego recompensarme con un largo beso.

Creo que, hasta ese entonces, ese había sido el beso más romántico y más sentido en nuestra ya consolidada relación adúltera.

Eran las 10:30 aproximadamente. Estábamos justos de tiempo. Me vestí, la besé de nuevo, y salí de su casa, deseando, ilusamente, que pasara el resto del día conmigo. Eso no iba a pasar, tendría que conformarme con el delicioso recuerdo del beso con el que remató esta faena de amancebamiento dominguero.

Era extraño eso de verme una mañana de domingo caminando por una de las desoladas calles de la ciudad, bajo ese sol tan característico de las jornadas dominicales, mientras mis pensamientos se perdían en el recuerdo de lo recientemente vivido.


Capítulo XV: Adictos de lo prohibido

Ese fue el primer domingo de tantos dedicados al fornicio al interior de la casa de mi amada Luciana. Se nos convirtió en un vicio eso de copular como animales desesperados mientras su esposo y su hijo se ausentaban de casa. Esa primera vez fue en el santuario de Luis Gabriel, pero luego nos dimos el gusto de hacerlo en la cocina, en la sala, y en su dormitorio. ¡Que rutina de felonía más exquisita la que fuimos creando!...


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