sábado, 5 de junio de 2021

La novia de Andrés

 La novia de Andrés


Comérsele la novia a un amigo es motivo suficiente para sepultar esa amistad. Afortunadamente a mí no me ocurrió tal cosa. Yo pude disfrutar de los ardores uterinos de la novia de mi mejor amigo, Andrés, y él continuó brindándome su amistad incondicional. Claro que no lo hizo porque estuviera de acuerdo con compartir a su pareja, sino más bien porque hasta ahora no se ha enterado de dicha traición.

Sé que este relato puede terminar siendo la confesión indeseada y el detonante del fin de nuestra amistad, pero hoy más que nunca siento la necesidad de desahogarme respecto a lo que ocurrió en aquel viaje de fin de curso.

Han pasado ya tres años desde eso, pero yo tengo el recuerdo fresco de aquella noche en que me comí a Laura, la exquisita novia de Andrés. Ella estaba ebria, pero tengo la seguridad de que, a pesar de eso, ella tiene un recuerdo de lo ocurrido. Es que aquella noche no me medí, la forniqué como si de una vulgar y corriente puta se tratara, y obviamente al día siguiente las dolencias y el cansancio en su cuerpo le habrán hecho saber o por lo menos sospechar de lo ocurrido horas atrás.

Nuestro viaje de fin de curso seguramente fue muy similar al de cualquier otro grupo de jóvenes que finalizan sus estudios secundarios; mucho consumo de licor, alguno que otro consumiendo drogas blandas, demasiado descontrol, y especialmente sexo adolescente.

Nuestro destino fue la bella ciudad de Santa Marta, en el atlántico colombiano. Allí nos hospedamos en un complejo turístico compuesto de varias cabañas, amplias zonas verdes, espacios dispuestos para la recreación y el entretenimiento como billares y piscinas, entre otras tantas comodidades.

Andrés, que fue uno de mis grandes amigos desde muy niño, no pudo asistir al viaje porque sus padres no le dieron permiso, fue uno de los pocos de aquella generación que no compartió con todos los demás en aquel viaje que dejó diversos recuerdos para unos y otros.

Fue una noticia lamentable para todos los que nos considerábamos sus amigos cercanos. Entendíamos que esta era una experiencia que sería inolvidable, y nos causaba tristeza que Andrés no fuera a hacer parte del recuerdo colectivo.

Un día antes de partir, Andrés me recomendó cuidar a su noviecita, que era una chica a todas luces bella, con un cuerpo escultural, y seguramente apetecida por varios de los que irían al viaje. Ella era una chica juiciosa, destacada estudiante, y aparentemente muy enamorada de su novio, por lo que no habría mayores problemas con ella. Pero de todas formas Andrés, concibiéndome como su mejor amigo, depositó su confianza en mí para que fuera yo el encargado de vigilar su buen comportamiento.

A mí ella siempre me pareció atractiva, es que era delgada, con una curvatura muy bien definida, unas caderas considerablemente anchas, muy provocativas, y una cintura muy pequeña, que hacía resaltar todavía más sus portentosas caderas, y su escaso pecho; parecía una de aquellas cinturas hechas en quirófano, de esas que han necesitado de la extracción de costillas para lucir todavía más pequeñas y perfectas, aunque este no era el caso, Laura era una chica absolutamente natural. Sus piernas eran igualmente esbeltas y bien torneadas, recubiertas por aquella piel blanca que aumentaba esa percepción de fragilidad que tanto inspiraba. Su trasero era portentoso, absolutamente apetecible, era la redondez hecha carne, era blanco, tierno, un tanto tembloroso, llamativo a todo momento. Sus senos, como ya advertí, son pequeños, casi inexistentes, pero otro es el sentir cuando se les contempla al desnudo, igualmente pálidos, de pezón rosa y pequeño, una auténtica delicatesen. Y ni hablar de su abdomen, que es escultural, que fácilmente podría ser utilizado para campañas publicitarias.   

Su rostro era también muy bello. De apariencia delicada con ese recubrimiento tan blanco y fino, de ojos color miel y almendrados, con una nariz pequeña y respingada, con unos labios de un siempre tenue rosa y un tamaño promedio, y cobijado bajo aquella cabellera de un color castaño claro, tendiendo al rubio, larga y lisa, siempre sedosa, dando todavía más personalidad a una chica nacida para deslumbrar por su apariencia.

Laura siempre me pareció encantadora, pero desde aquel momento en que inició su relación con Andrés, la concebí como un fruto prohibido.

Hasta aquel paseo que me dejó el inolvidable recuerdo del ardor de su entrepierna y del disfrute de su alma. No fue que yo lo hubiese planeado, sencillamente se dio.

Fue una noche en la que todos estábamos dispersos en varios grupos. Para mí parecía iba a ser una noche tranquila. Yo había logrado lo que parecía ser mi gran cometido en el viaje, cogerme a Camila, que era otra de mis compañeras de clase, con la que siempre hubo cierta atracción, cierta tensión sexual; y el desahogo de ese sentir lo habíamos logrado el día anterior. Por eso, esa noche me senté a compartir unos tragos con los chicos con los que compartía cabaña sin tener otro plan en mente. Hasta que apareció Miguel, otro de nuestros compañeros, quien me comentó que Laura estaba completamente ebria, tanto así que no se podía sostener, y que necesitaba de mi ayuda para llevarla a su cabaña, pues ella así lo había solicitado.

A mí me extrañó de alguna manera el pedido de la tiznada señorita, pues no éramos grandes amigos, ni siquiera grandes confidentes, lo único que nos unía realmente era la amistad con Andrés.

Me acerqué a la zona del jacuzzi y allí la encontré, tirada en los alrededores, vomitando y llorando por la ausencia de su amado novio. Me senté a su lado un rato, ella así lo quiso. Necesitaba desahogar su frustración por la falta de su amado Andrés. Ambos nos lamentamos por no contar allí con su presencia, y cuando la sentí un poco más calmada, le propuse irse a dormir. Ella aceptó, aunque me pidió que la llevara a su habitación, pues estaba tan mareada que no podía mantener el equilibrio. Yo acepté y le pedí ayuda a Miguel, pero de inmediato ella interrumpió, pidiendo que fuera exclusivamente yo el que la cargase hasta su cabaña.

No vi mayor problema en ello, Laura era una chica delgada, así que me sentí en capacidad de llevarla yo solo hasta su habitación. La tomé cruzando un brazo por debajo de sus piernas y el otro por debajo de su espalda. Debo aceptar que sentir sus piernas me calentó en exceso, aunque hasta ahí no paraba de ser algo coyuntural, algo producto de un tocamiento incidental.

Pero luego, cuando por fin entramos a la cabaña en que ella se alojaba, me poseyó la malicia y la perversión. El sitio estaba despejado, no había ni una sola de sus compañeras de hospedaje allí, y a eso he de sumarle que ella estaba en bikini y completamente ebria.

Claro que yo traté de luchar contra la tentación. La acosté en una de las camas, la cobijé con una sábana, y me despedí, pero ella me agarró de la mano y me retuvo, aduciendo que tenía aún ganas de hablar y desahogarse. De nuevo el tema se concentró en la ausencia de su novio y sus consecuentes lamentos. Yo la acariciaba las mejillas y por ratos su cabello, como queriendo tranquilizarla con eso. A la vez me daba un banquete visual al observar sus escasos senos recubiertos por aquel top multicolor, y especialmente su vientre concebido para el pecado.

Y así permanecimos por un buen rato hasta que me animé a besarla, y para mi sorpresa, ese fue el punto de quiebre aquella noche, pues a partir del beso sus sollozos culminaron. Su boca tenía un fuerte sabor a cerveza, whisky y ron. Sus labios se sentían mucho más carnosos de lo que aparentaban ser a simple vista, y seguramente su estado alterado de consciencia por el licor, la hizo ser más desinhibida, pues no tardó mucho en arrojar sus manos hacia mis genitales. Es más, con su otra mano, tomó una de las mías, y la posó sobre sus diminutos senos.

Eso fue motivo suficiente para trastornarme, para hacerme olvidar cualquier pacto de lealtad, para hacerme perder la cordura y disfrutar de la situación.

Desde aquel primer beso, no paraos de juntar nuestros labios, de mordernos y de intercambiar nuestra saliva, y mientras tanto yo aproveché para meter una de mis manos bajo su bikini, y de esa manera al fin sentir esa vagina que posiblemente era motivo de codicia para todos en el salón.

Yo no era un experto en materia sexual, había copulado como mucho una decena de veces en mi vida. Carecía de experticia, especialmente en el tema de la masturbación hacia una mujer, pero siento que el alto estado de ebriedad de Laura aquella noche, me permitió realizar una buena práctica.

Ella nunca me advirtió con palabras si le estaba gustando o no, pero sus jadeos, sus gemidos, y especialmente el creciente ardor de su vagina me sirvieron como seña de que estaba realizando bien las cosas.

Es más, creo que esa fue la primera vez que masturbé a una exquisita señorita. Fue algo que realmente disfruté pues tuve la oportunidad de comprender el incremento de su excitación. Cuando comencé a tocarle su carnosa vulva, era leve el calor que de allí emanaba, apenas perceptible. Pero con el paso de los minutos y con la variación de mis movimientos, empecé a notar el incremento de sus ardores.

También fue la primera vez que me di el gusto de saborear una vagina sin asquearme. Saberla tan excitada me pareció sumamente excitante para mí. Y entonces no hubo asco u olor que pudiera detenerme. Quité la sábana que minutos atrás le había puesto encima, la liberé de su bikini, y posé mi cara a la altura de su coño.

Y fue así que percibí, en primer plano, los vapores que expulsa una vagina cuando está hambrienta. Me fascinó percibir el aumento de sus fluidos, y especialmente me encantó verla retorcerse del gusto.

No sabía en ese entonces ni siquiera cuál era el clítoris, pero algo estaba haciendo bien, pues Laura no paraba de curvarse por el deleite, y tampoco de gemir. De hecho, lo hacía sin pena alguna, y yo, viendo que no había nadie más allí, y disfrutando de la escena, procuré proporcionarle el suficiente disfrute para que el concierto de su gozo no encontrara fin.

Ella apenas podía coordinar sus movimientos para empujar mi cabeza, con ambas manos, hacia su exquisito coño. Yo estaba extasiado al atragantarme con las carnes de su vulva y con los fluidos que las sazonaban.

Y al percibirla tan casquivana y tan calentorra, no pude aguantar las ganas de deslizarle mi miembro por aquella exquisita cavidad del placer.

No tuve tiempo ni cabeza para pensar en protección, y mucho menos en promesas de lealtad y de amistad, solo me supe esclavo de la necesidad de cogérmela.

Ella cerró sus ojos, abrió ligeramente su boquita, y me permitió comandar el zarandeo de nuestros cuerpos al unísono. Se le notaba su alto estado de embriaguez, se le percibía incapaz de tomar la iniciativa, estaba completamente entregada, así que fui yo quien dominó la situación de principio a fin.

Y como la vi tan desbocada y tan puta, no tuve reparo alguno en cogérmela con agresividad. Azotándole ese coño como queriendo castigarla por borracha y por libertina.

Disfruté a más no poder del sonido de nuestros cuerpos calientes y pegajosos al chocar, de sus exquisitos y sonoros gemidos de señorita disoluta.

La agarré fuertemente de sus caderas y se las sacudí a mi antojo con el ánimo de enterrar y desenterrar mi pene a voluntad. Cuando la sentía demasiado escandalosa, interrumpía su ópera de gozo con un beso de esos que se dan con rudeza y excesivo apasionamiento.

Y al final, ese cóctel de incesantes fluidos, de gemidos sonoros, y de choques brutales entre nuestros cuerpos, me hizo estallar de placer. Tuve la delicadeza de retirarle mi miembro a tiempo, para luego cubrir su tan demarcado y exquisito vientre con mi esperma.

Al terminar la besé, y posteriormente le comenté que iría al baño por un poco de papel para limpiarle mi material genético de su bonito abdomen. Entré al baño, me quedé observándome en el espejo por unos cuantos segundos, aún incrédulo por lo que acababa de ocurrir, me lavé la cara para retirarme un poco ese tufillo a coño, tomé un poco de papel y regresé. Ella ya se encontraba dormida. No tuve la oportunidad de cruzar palabra con ella, ni siquiera para pedirle que guardase el secreto de lo ocurrido. Me limité a limpiarla, volví a taparla con la sábana y salí de allí.

Al siguiente día los dos actuamos como si nada hubiese ocurrido. Nunca tuve la oportunidad de sentarme con ella a solas para hablar de aquella noche. Tampoco tuve mayores intenciones, pues no sabía si ella lo recordaba, y no quería arriesgarme a ser yo quien le recordarse de una situación sobre la que ella, al parecer, no guarda recuerdo alguno.

  

 

 

 



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