viernes, 12 de marzo de 2021

La profe Luciana (Capítulo VIII)

 La profe Luciana


Capítulo VIII: Épica batalla





Sinceramente estaba enloquecido, era víctima de esa sensación tan animal, tan instintiva, y tan humana. Pero entendí que debía calmarme un poco, la idea de estar con una mujer como esta es disfrutarla hasta más no poder. Para enfriar un poco las cosas, le pregunté a Luciana si había traído consigo algo de marihuana, pues se me antojaba fumar un poco antes de entregarnos a al disfrute.

-       Yo siempre cargo un poquito, y más para estas ocasiones, me encanta culear estando trabada

-       Y no te imaginas a mí lo mucho que me excita saber que te estoy follando mientras estás trabada, deliro con solo imaginarlo

-       ¿Y entonces, fumo yo sola?

-       No, no, compárteme un poquito, también me gusta a mí estar drogado mientras culeamos

 

Luciana armó un cigarrito de cannabis y lo fumamos en una pequeña sala que tenía la habitación. Me fue imposible no empezar a besarla y a tocarla mientras consumíamos el porro. Era sencillamente imposible. Su vestimenta la hacía lucir provocativa a cada instante.

Y sin pena alguna fui tirando mi mano hacia su entrepierna, para sentir una vez más ese pubis, que ojalá estuviera depilado, como lo había visto en el video; para sentirlo carnoso entre mis dedos, para sentirlo caliente y ansioso por ser consentido.

Claro que no debía ser víctima del apuro, tenía que aprovechar para disfrutar a Luciana, para pasar mis labios por sobre sus hombros con fragancia a naranja. Quería saborearla, necesitaba dar tiempo suficiente a pasar mi lengua por su torso, por su cuello, incluso por sus axilas, para así sentir su auténtico sabor, sentir su esencia a través de su sudor, de sus hormonas, y de su misma piel.

Ella lo disfrutó a todo momento, sin apuro, dejándose llevar, dejándome recorrer ese paisaje precioso y curvilíneo que era su cuerpo. Sus jadeos me confirmaron su creciente excitación.

Mis manos acariciaban levemente su entrepierna, especialmente la cara interna de sus muslos, que era una zona tan provocativa como cualquier otra en este cuerpo del deseo, era un área de carne blanda, que transmitía en menor medida los ardores de su coño. Desde allí, desde su entrepierna empezaban a sentirse esos vapores aromáticos de su vagina concebida por los dioses. Esos olores tan propios de una vagina, aromas que evocan al pecado, que despiertan lo animal y lo carnal. Y el de esta vagina sí que era especial, era una fragancia digna de embotellar y comercializar, advirtiendo de antemano que sería yo su primer gran cliente.

Y sin mediar permiso, sintiéndome dueño de la situación, fui metiendo cada vez más mi mano en esa covacha del placer. Mi mano empezó a palpar esa exquisita vulva, aún refugiada por la pequeña tanga, mientras que Luciana acompañaba la escena con uno de esos gestos sugerentes tan propios de ella.

Me tomé el tiempo necesario para disfrutar, para amasar esos labios carnosos, para sentir ese ardor en mi mano, para mirarle directamente a los ojos mientras me permitía irrespetarle sus partes pudendas.

Ella tampoco tuvo mayor reparo en meterme mano, en aventarse con sus manos aún frías sobre mí ya caliente miembro, aún refugiado bajo la ropa.

La sonrisa del demonio se dibujó tanto en su rostro como en el mío, era perversión pura lo que exudábamos, y eso lo hacía aún más deleitable; el hecho de saber que los dos estábamos perdidos por el deseo y la perversión.

El líquido preseminal asomó por primera vez en la noche, lo que hizo que su delicada mano se deslizara con mayor naturalidad sobre mi pene.

Intercambiamos caricias en nuestros genitales por unos generosos minutos, y a pesar de que tanto mi pene como su vagina estaban desbordantes de fluidos, era todavía necesario para mí otorgarle un poco más de goce a Luciana.

Sin dejar de verla a los ojos, separé mis labios de los suyos, y empecé a bajar lentamente con mi lengua por su cuello, por sus pechos y por su torso, que seguía atrapado bajo la malla que eligió como vestido. Descendí hasta quedar de cuclillas, de cara a su vagina, para tomarme la libertad de correr su tanga hacia un costado, y de nuevo yantar ese pubis tan exquisito y peculiar.

Fue supremamente estimulante el hecho de verlo depilado por completo. Pero eso no era nada en comparación a la adicción que me generaba su sabor; ese gustillo saladito en su cara externa, y un poco similar a la sangre en su parte interna. Ese sabor profundo, amargo e indescifrable, como el de una buena cerveza. Esa sensación de sentir sus fluidos escurriendo por mis labios y por mi quijada ¡Eso sí que era una delicia!

Me apasionaba succionando sus labios inferiores con mi boca, diría incluso que era algo enfermizo. Para ella también era toda una fruición, sus jadeos, sus suspiros, su forma de tragar saliva lo ratificaban. Luciana se perdía en el placer cuando le chupeteaban en sus partes.

Y algo que me hacía delirar a mí era el hecho de besarla luego de haberme atragantado con su concha. El hecho de verla complaciente para besarme aun sintiendo en mis labios ese fuerte sabor a coño, eso también me desquiciaba.

Una vez finalizado el consentimiento oral, y aún con la tanga hacia un costado, era hora de dejar caer mis pantalones para por fin sentir esa sensación tan maravillosa de sentir sus carnes, de sentir su humanidad ardiente.

Nos sumergimos en un largo beso, que ella acompañó con sus brazos entrecruzados tras mi cuello, mientras yo tomaba mi pene entre una de mis manos y lo dirigía por entre ese canal del placer.

Ese primer instante de mi miembro por entre su humanidad, tan húmedo, tan caliente; acompañado de gestos placenteros y enfermizos; eso era una auténtica dicha.

Para ese momento habíamos entrado de nuevo a la habitación, ella se había dejado caer sobre la cama, y yo sobre ella, con la suficiente precisión para invadir sus carnes.

Me encantaba verla a la cara, verle esos gestos de perversión, verla disfrutar de engañar a su marido, verle esos ojitos rojos y viciosos, verla libertina y completamente entregada.

No podía dejar de acariciarle sus piernas, no era para menos, eran verdaderamente perfectas, eran la tentación encarnada. Ella no paraba de mirarme a la cara, siempre realizando algún gesto tentador.

-       ¿Alguna vez te habías visto follando? – preguntó Luciana en los primeros instantes de la penetración

-       No

Y fue solo hasta ese entonces que levanté la cabeza, miré hacia los costados, y me vi rodeado por nuestro reflejo por todos lados. Veía las carnes de sus caderas sacudirse con cada empellón, veía una de sus piernas caer por un costado de la cama, moviéndose inconexa, como viviendo el coito a su propia manera; veía por todas partes sus nalgas rebotando al ritmo de nuestros meneos.

Ver nuestro reflejo por todas partes era sinceramente excitante, pero más lo era el poder ver los gestos de su rostro, ver el goce a cada instante en su boca entreabierta, en su cómplice mirada.

Toda esta faena estaba siendo musicalizada por sus exhalaciones y soplidos, que con el pasar de los minutos se fueron convirtiendo en gemidos. También por el estruendo de nuestros cuerpos calientes al chocar; sonido que le causaba cierta fascinación a Luciana, pues así me lo iba a confesar minutos después, revelándome además su deleite “agrexofílico”.

Hasta ahí era un verdadero mérito no haber estallado de placer. Sentía que estaba a punto de hacerlo con solo verla semidesnuda, y ahora que la estaba penetrando al natural, la sensación era cada vez más agobiante, pero sin duda era todo un logro haber llegado hasta allí sin haber perdido la cabeza.

Es más, cada vez que sentí que iba a ser poseso de la perdición de la consciencia que genera el clímax, disminuí la intensidad de mis movimientos, y dejé caer mi cuerpo sobre el suyo para fundirme en extensos y húmedos besos. Claro que ni así era algo fácil de controlar, pues Luciana, cada vez que notaba que yo disminuía el ritmo, empezaba a sacudirse con mayor fogosidad, restregándome ese pubis de bellitos apenas nacientes y rasposos.

Luciana quiso variar, quiso salir del clásico misionero para ser ella quien tomase la iniciativa. Yo me senté sobre el colchón y ella, con cierta delicadeza, hundió mi pene en su vagina, se sentó sobre mí y empezó a sacudirse. Inicialmente con suavidad y sin apuro alguno, pero rápidamente fue aumentando la intensidad de los brincos que pegaba sobre mi miembro erecto, lo hizo hasta verse descontrolada rebotando, ahí, ensartada en mi falo, como si su objetivo fuera partirlo.

Ahora sí que podía ver con facilidad nuestro reflejo por todas partes, podía ver su rostro concupiscente en cada rincón de la habitación. Podía ver sus tetitas presas bajo ese curioso vestido de mallas, tratando de saltar al ritmo de sus movimientos.

Trataba de besarla por el cuello, pero sus movimientos eran tan bruscos que era imposible focalizarme solo en esa zona, así que del intento de beso pasé a los lametazos por cuello y pecho. Ella me interrumpía tomándome del rostro con ambas manos, para dirigirlo de nuevo hacia el suyo y enfrascarnos de nuevo en un apasionante beso.

Y una vez más fui yo quien quiso tomar el protagonismo, así que le agarré las manos, se las junté y las puse tras su espalda, como si se tratase de una criminal, y ahí sí me di el lujo de besarla donde se me antojó. Ella continuaba meneándose sobre mí, aunque ahora lo hacía con menor intensidad, posiblemente debilitada por el cansancio y quizá por la incomodidad. Y fue en ese instante en el que no me importó más nada, en el que me sentí en plena libertad de rellenarla con mi leche, así que le solté las manos, posé las mías sobre sus nalgas, y dirigí desde ahí el movimiento de sus caderas, tratando de azotar mi pubis con el suyo, hasta que eso desembocara en una generosa corrida.

Ella apenas sonrió al ver mis ojos blancos y mis gestos de placer extremo con lo que iba a ser el primer orgasmo de la noche. Acompañé el momento lanzando mi boca hacia la suya para sentir una vez más esos provocativos labios.

Luciana, sin dejar de dibujar una sonrisa en su bello rostro, me ofreció descansar por un rato para continuar la faena minutos después. Pero yo no quise descansar. Sabía que aún había mucha hormona deseosa de salir de mi cuerpo, “Déjame tocarte para recuperar el deseo y en menos de lo que crees me tendrás de nuevo dentro de ti”.

Y así fue. Ella se acostó de medio lado, apoyó su rostro sobre una de sus manos y me permitió acariciarle una vez más ese insaciable coño.

Continuaba caliente y húmedo, y a mí, con solo sentir eso, con saberla deseosa, se me fue poniendo el miembro de nuevo en posición de ataque. Tanto así que no pasaron ni dos minutos y estábamos otra vez amancebándonos.

Esta vez Luciana se acostó boca abajo. Yo la agarré de las piernas, como si de una carretilla se tratara, las levanté un poco y de nuevo hundí mi miembro en su delicado y blanco cuerpo. Ella echó un poco la cabeza hacia atrás, como tratando de mirarme, aunque realmente solo podía hacerlo a través de los espejos.

Para este coito me sentía revitalizado, sentía que ahora si la iba a follar como se debe. El reciente orgasmo iba a hacer más duradera esta relación, me sentía en capacidad de penetrarla hasta que se le pelaran las paredes internas de su coño. Claro que Luciana estaba en otra liga, Luciana posiblemente podría pelear records de cantidad de relaciones consecutivas, al mejor estilo de Lisa Sparxxx, pero yo en mi extrema ingenuidad me sentí en capacidad de ponerme a su nivel.

Comencé deslizando mi miembro suavemente en su interior, aunque su extrema humedad hacía que mi pene resbalara con gran facilidad, y en menos de nada estaba otra vez penetrándola desaforadamente. Ella demostraba disfrutarlo, y yo me sentía cada vez con mayor libertad para someterla.

La agarré con una de mis manos por el cuello, como buscando que no fuese a escapar, aunque ya de por sí, por la misma posición en la que estaba, era imposible que eso fuese a pasar. Los empellones eran cada vez más agresivos, estrellones de nuestros cuerpos que perdieron toda sutileza. Estaba majareta, llegando incluso a desestimar que pudiese causarle algún daño con mi ruda incursión, con mi brusco y atrevido penetrar entre su cuerpo. 

Pero eso, afortunadamente, no ocurrió, la vagina de Luciana estaba entrenada para épicas batallas. Llegó un momento en que mi exceso de entusiasmo fue desapareciendo, mis muslos se sentían ligeramente acalambrados, por lo que fue necesario disminuir el ritmo de mis movimientos, de no haberlo hecho, habría caído antes de tiempo.

Esto terminó jugando a favor de los dos, pues mientras yo me di un descanso con movimientos más leves y concisos, Luciana se sumergió en un instante de gozo extremo, que, aunque silencioso, se manifestó con la creciente humedad de su vagina. Sus piernas fueron víctimas de traicioneros espasmos, a la vez que su coño dejaba escurrir ese néctar sagrado que un ser perecedero como yo, vulgarmente, me he atrevido a llamar como fluido.

Eso también fue todo un manjar, ver ese espectáculo, ver a Luciana dejándose llevar del extremo disfrute. Es una escena digna de rememorar en cualquier momento, una de esas que logra sacar una sonrisa sin importar hora, sitio o compañía; Al verla sucumbir ante el placer, y percibiéndola vulnerable y desatada, decidí zafarme de ella, acercar mi rostro al suyo, tomarlo con una de mis manos, y darle un tierno beso.

Ella se dio vuelta, dejó caer una de sus manos sobre su frente y suspiró. Pero ese no era su límite, y tampoco el mío, ninguno de los dos estaba dispuesto a dejar las cosas ahí. Es más, todavía faltaba el pináculo de esta insaciable perversión que nos poseía a los dos.

Capítulo IX: Perforar

Ver a Luciana derretirse de gozo fue exquisito. Pero la velada no iba a terminar con un empate a uno en orgasmos. Nada que ver. Esta era una mujer sedienta de gozo, y yo, todavía desconociendo todo su potencial, iba a pagar caro ese atrevimiento de querer ponerme a su par. Luciana se rehízo rápidamente, apoyó su cuerpo contra uno de los espejos, giró su cara y, con su mirada desafiante, me invitó a explorarla una vez más con mi pene aún erecto...


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