La facilona del barrio
Capítulo II: Baño de gozo
Pero
a la larga esa diferencia de edad si terminó significando un problema, pues
cuando ella terminó el colegio, dejó la ciudad para empezar sus estudios universitarios
en otra urbe, lo que iba a significar el final de nuestros coitos, por lo menos
temporalmente.
Afortunadamente
para mí, la experiencia académica de Daniela fuera de la ciudad no iba a ser
tan duradera, básicamente porque la carrera elegida no fue la acertada. Daniela
se replanteó entonces su vocación y sus padres hicieron el esfuerzo por pagarle
la matrícula en otra carrera de nuevo en una prestigiosa universidad fuera de
la ciudad, pero ella volvió a errar en su escogencia.
Y
cuando sus padres se hartaron de sus fracasos, no hubo más universidad privada
para Daniela, sino que le tocó resignarse a estudiar en la pública de nuestra
ciudad. A partir de ese entonces volvió a casa de sus padres, con todo lo que
eso significaba para mí, pues de nuevo iba a tener a mi disposición a la
facilona del barrio.
Claro
que la versión que regresó de ella ya no era la misma. Esta Daniela no solo
había sumado unos cuantos años, sino que ahora tenía su cuerpo más tonificado,
más trabajado y mucho más provocativo. Eso me motivó a cortejarla cuantas veces
hiciera falta para poder cogérmela. Su familia llegó a creer que éramos pareja,
aunque para mí, ella no era algo diferente a una compañera de cópulas pasajera.
Aunque
nuestras mejores cópulas no fueron en mi casa, o en la suya, ni en los moteles
de la ciudad, que nos los recorrimos todos; nuestro mejor coito lo tuvimos en
un paseo que hicimos con su familia.
Fuimos
a un pueblo cercano al nuestro, muy famoso por las bondades de sus aguas
termales. Ante sus padres yo aparentaba ser su novio y la trataba como a toda
una princesita, por lo que el paseo se me hizo algo molesto, pues yo no
pretendía nada serio con Daniela, y ella lo sabía.
El
pueblo era un auténtico moridero, más allá de sus aguas termales no tenía
atractivo alguno. Así que ese era el único plan en el lugar, ir a uno de estos
balnearios, que podía ser una piscina, un spa termal, o incluso el mismo lugar
de nacimiento de las aguas en las montañas.
Fue
en uno de estos balnearios de entorno natural donde se concibió el mejor polvo
que íbamos a echar mi promiscua concubina y yo.
Ese
día Daniela llevaba un vestido enterizo de tonalidad azul, que a pesar de
recubrir una mayor porción de piel, dejaba a la vista lo suficiente como para
provocar erecciones, entre esas la mía.
Es
que esas piernas de por si eran una tentación, pero verlas al desnudo era un
auténtico privilegio. Solo así se podía apreciar su verdadera dimensión, lo
terso de la piel que les recubría, y lo tonificadas que estaban.
Es
cierto que un vestido de baño enterizo no permite apreciar lo mismo que un
bikini, pero en el caso de Daniela esa diferencia es irrelevante, pues sea con
la pieza que sea, sus caderas van a destacar, van a ser llamativas y
especialmente sugerentes. Es que es solo verlas para llenarse de esos deseos de
procrear con ella. Luego la escuchas hablar y llega la desilusión, pero eso es
otro tema.
Me
calentó mucho eso de verla recubierta en su vestido, no sé si las aguas
termales tuvieron influencia en ese estado febril de mi miembro, pero lo cierto
es que no aguanté. Tuve que llevarla detrás de un matorral para fornicarla.
Ella,
que tenía una líbido tan prominente como la mía, no se opuso. Es más, le dio
mucho morbo eso de folletear al aire libre, a escasos metros del balneario y
sus visitantes.
Nos
alejamos unos cuantos metros del lugar, buscamos el matorral más grande y
esponjoso que pudimos, y nos escondimos tras este para dar rienda suelta a
nuestros deseos más carnales. Ella se dejó caer sobre el pastizal, abrió las
piernas, corrió su vestido hacia un ladito y dejó su primoroso coño a la vista.
Yo
no me precipité a penetrarla. Esa vez, a pesar de la incomodidad de la
intemperie y del peligro de ser descubiertos, me tomé el tiempo suficiente para
saborear ese coño, para sentir su sabor, para atiborrarme con sus fluidos.
Fue
algo complejo para Daniela eso de no dar un recital de gritos, insultos y
gemidos al sentirse complacida, toda una osadía, pero se contuvo; supo tragarse
su escandalosa fogosidad y la supo reemplazar con exquisitos jadeos, y
especialmente con ese constante ademán de morderse los labios, en ocasiones un
dedo.
Debo
aceptar que su fea carita lograba lucir seductora mordiendo ese dedito,
evidenciaba lo mucho que se estaba conteniendo; a mí eso me enloqueció.
Me
encargué de chupetearle ese coño hasta que estuviera supremamente ardiente, al
borde del incendio. Me concentré en otorgarle tanto placer con mi boca, que su
incontenible escape de fluidos me hizo saber que era la hora de pasar al plato
principal.
Arranqué
penetrándola en cuatro, dándome el lujo de ver de frente sus blancas y macizas
nalgas. No voy a negar que era espectacular ese panorama, pero yo extrañaba
verle su carita no tan agraciada, lamentaba no poder verle a los ojos mientras
fusionábamos nuestras almas.
Ese
día lo hicimos a pelo, que era apenas obvio, pues nadie carga preservativos
consigo cuando va a un balneario de aguas termales. A pesar de que llevábamos
años copulando, esta era la primera vez que lo hacíamos al natural. Por eso era
tan importante para mí verle a la cara en ese primer encuentro auténtico de
nuestros genitales.
Cuando
estuvimos cara a cara, volví a penetrarla. Ella se recostaba en el pastizal y
yo asumía el dominio del coito. Claro que ella era una chica muy activa a la
hora de copular. Ante cualquier seña de cansancio o merma del ritmo por mi
parte, ella respondía con un frenético meneo. Eso de sentir su pubis, decorado
por esos vellitos nacientes, chocando contra el mío, o mejor aún, eso de
evidenciar con mi cuerpo los ardores de su vagina, eso sí que era realmente
placentero.
Pero
lo que más me hacía delirar era la posibilidad de verle sus gestos de disfrute,
su labio superior levantándose inconteniblemente, dejándome ver su mordida
apretada, sus ojos cerrándose por ratos, su ceño fruncido ocasionalmente, o su
boquita completamente abierta ante unos fuertes empellones.
Fue
tal nuestro apasionamiento que llegó un momento en el que Daniela no pudo
contener sus gemidos, y tal fue mi desfachatez que a mi poco me importó. Para
nuestra fortuna nadie nos interrumpió tan deliciosa cópula. No sé si es que
nadie nos oyó, o si la gente presente en el balneario hizo caso omiso a esos
sugerentes sonidos que venían de aquellos matorrales.
Lo
cierto es que cuando le retiré mi pene de su entrepierna, Daniela siguió
moviéndose, más bien, sacudiéndose, como teniendo unos pequeños espasmos. Y yo,
viéndola perdida del placer, y aún tumbada allí en el suelo sin reaccionar, me
di el gusto de provocar mi orgasmo con destino final a su no tan agraciada
carita. Se la decoré de lo lindo.
Ese
polvo marcó un antes y un después en nuestra relación. Ese coito me hizo querer
tener exclusividad con ella, no porque existiera auténtico cariño, sino porque
quería ser el único que gozara de su disfrute.
Pero
eso no se iba a dar, Daniela era una chica de vagina inquieta y hambrienta, y
no iba a tardar en poner su cuerpo en acción, ya fuera conmigo o con cualquier
otro.
Capítulo III: Húmeda venganza
Debo
aceptar que eso me hizo sentir celos, me hizo perder la cabeza. No admitía la
posibilidad de que alguien más se la follara. Pero así era, ni tonto que fuera.
Era un hecho que Daniela no era una chica de un solo hombre. Ingenuo habría
sido creer que me era leal...