domingo, 6 de junio de 2021

La maestra de todas las golfas

 La maestra de todas las golfas




Las dos mujeres en prendas sugerentes propias de su oficio habían salido del burdel donde ambas trabajaban. Karina lo había hecho sólo para fumar, pero su compañera María salió con intención de pescar cliente. Bien sabía que era mejor lucirse en la calle al paso de los hombres, y así atraer a alguno, que únicamente esperar en el interior del prostíbulo a que llegara uno que se interesara por ella. Allí había mucha competencia.

 

“Estoy harta”, dijo de pronto Karina. Por supuesto se refería al trabajo, pero no porque le fuera mal, de hecho, ella era la más popular del lugar.

 

“Ay, no sé de qué te quejas”, le respondió la otra.

 

María no podía comprender las quejas de Karina, la más solicitada de la casa de citas. Ya quisiera la “suerte” de aquella quien bien podía echarse de diez a quince en una jornada. Además, cobraba caro, a diferencia de ella. Karina fácilmente sacaba en una noche lo que María en una quincena, o hasta más.

 

“Cómo hay gente tan malagradecida en el mundo, ya lleva siete seguiditos. Ya quisiera tener su suerte...”, se decía para sus adentros María.

 

Pero claro que no era cosa de suerte, Karina tenía sus atributos. Algunos sumamente evidentes, como aquel par de dilatadas posaderas entre las cuales bien que había acomodado el tronco del árbol en el que en ese momento se recargaba mientras fumaba y reflexionaba, y otros más sutiles, como el saber escuchar al cliente y así ofrecerle algo más que una relación sexual. La mayoría de sus compañeras creían que todo estaba en desnudarse, ponerse de a perrito o abrirse de piernas y dejarse follar, eso era todo lo que hacían; pero no todo está en montar o ser montada. Karina bien lo sabía, los hombres buscan algo más, algo más de lo que ni ellos mismos son conscientes muchas de las veces.

 

La mayoría buscan lo que no tienen en casa. Algunos necesitan ser escuchados, apapachados; que se rían de sus chistes, otros requieren reconocimiento de sus cualidades, de sus logros; hay quienes les viene bien recibir comentarios halagadores que les brinden seguridad, mientras que otros entre menos cháchara mejor. Incluso existen los que buscan una figura materna que los mime como su madre nunca lo hizo; más de un cliente le había pedido que lo recibiera en su seno, a manera de bebé recibiendo su maternal amamantamiento.

 

“Los hombres que acuden a un servicio de estos, siempre están carentes de algo”, pensaba Karina, y ella era experta en reconocer las carencias de los hombres, tenía el don de la comprensión en ese ámbito de la naturaleza humana.

 

Era por eso que hacerlo con ella era lo más cercano a hacerlo con la mejor amiga que se hubiese tenido en la vida. Karina sabía darse en la cama, pero también sabía escuchar e incluso brindar buenos consejos.

 

Era tan inteligente que a muchos les servía de terapeuta, solo que, además de orientarles en su vida cotidiana, los follaba muy, pero que muy rico.

 

Por ello cualquier hombre que pasara por sus piernas se enamoraba de ella. Estaba muy por encima de sus colegas. A diferencia de aquellas, sabía dar un buen trato y sus clientes lo reconocían, por eso era la más solicitada.

 

Claro que a María le caía mal por pura envidia, pero se le acercaba por conveniencia, a ver si se quedaba con las migajas de su trabajo, hacerse de alguno de los clientes que no pudiera atender.

 

Lo que no podía entender María es que Karina, a diferencia de ella, o de otras de sus compañeras, pensaba más allá del día que se vivía, pensaba en el futuro, en su futuro. A diferencia de otras chicas del lupanar no vivía como si pudiera dedicarse a eso toda la vida. Karina estaba consciente de que llegaría el momento de retirarse ya fuera por propia decisión o porque no le quedaría de otra, y ella prefería decidir cuándo dejar el oficio, y no verse obligada por los años.

 

Tras llegar a su apartamento, Karina, como habitualmente hacía luego de una jornada de trabajo, se dio una merecida ducha. Tras el baño que limpió su cuerpo de las sudoraciones propias y ajenas, se vistió con su ropa de cama y se untó la crema que le brindaba esa suavidad exquisita a su piel. Era ya de madrugada, sin embargo, había alguien más que estaba despierto y quien la espiaba mediante unos binoculares desde otro edificio.

 

Esto también ya era habitual, aquel era Mauricio, un joven de diecinueve años, quien adoraba a la mujer años mayor que él. La admiraba por su obvia belleza desde hacía tiempo, se hacía una paja en su honor cada vez que se iba a la cama luego de verla. A sus años el joven increíblemente no tenía novia, esto se debía a que Martha, su madre, era muy posesiva con él y no se lo permitía. Lo tenía controlado como si aún fuera un niño. Siendo su único hijo lo celaba demasiado, y si en lo material era mezquina, lo era más con su hijo, su “posesión” más valiosa.

 

Un día, no obstante, Martha dio pie a algo que pondría en riesgo justamente aquello que más cuidaba, pero claro, ella no podría habérselo imaginado. Le ordenó a su hijo que se encargara de cobrar las rentas de uno de sus edificios de apartamentos, según ella, ya era hora de que el joven se hiciera responsable y supiera exigir los pagos a los inquilinos. El chico como siempre obedeció.

 

“Buenos días, soy el hijo de doña Martha, vengo por la renta”, le dijo Mauricio a Carolina, una de las dos mujeres que vivían en aquel apartamento. “Ah claro, recibí la llamada de tu mamá, me dijo que tú cobrarías este mes, permíteme”, le respondió Carolina y fue a buscar el dinero.

 

Como aquella dejó la puerta abierta, al joven se le aceleró el ritmo cardiaco, pues vio pasar, en prendas muy ligeras, al amor de su vida, Karina, que era la roommate de Carolina.

 

El impacto en el rostro del chico fue evidente. Ella era aún más bella así de cerca; estaba a tan sólo unos pasos y casi podía apreciar su aroma.

 

Dada su falta de experiencia con las mujeres, el sólo hecho de estar tan cerca de la instigadora de sus perversiones, le provocó un engrosamiento en la extremidad que le colgaba de su entrepierna. De pronto sintió y tomó consciencia del hecho, pues su ajustado pantalón lo hacía aún más evidente, pero como no llevaba nada con qué cubrirse hizo lo que pudo con sus manos.

 

Para colmo de males, justo en ese momento, Karina se percató del muchacho y le sonrió a manera de cordial saludo. Aquel se sonrojó.

 

Cuando regresó Carolina, notó la erección que el joven había estado cubriendo, pues la destapó al recibir el dinero.

 

La expresión en el rostro de Carolina lo dijo todo. El pobre chico no supo qué decir ni cómo disculparse. Carolina volvió su vista a su amiga y entendió que aquella había sido la motivación para que el joven reaccionara de esa manera.

 

Mauricio, sin decir nada más, se fue. Carolina cerró la puerta riendo y luego se dirigió a Karina. “Ay amiga, cómo eres, mira lo que le provocaste al hijo de la casera”

 

“Ah, pero él es el tan mentado hijo de doña Martha, pensé que sería más chico”, comentó Karina.

 

“Sí, él es el heredero. Es su único hijo, bueno, eso me han dicho. Él es quien va a heredar la fortuna de la vieja esa”

 

Fue en ese momento en que Karina tuvo una inspiración. Era la oportunidad que tanto deseaba. Karina vislumbró la manera de dejar de vender su cariño.

 

Sin ponerse otra prenda más que su ropa interior, Karina fue tras él. Por suerte, y gracias a su erección, el joven no había caminado muy rápido, así que logró alcanzarlo antes de que dejara el edificio.

 

“Oye, ven, sube. Mi amiga y yo necesitamos de tu ayuda”, le dijo. No fue nada difícil convencer a Mauricio de que la acompañara de nuevo al apartamento, pese a la vergüenza pasada.

 

“¿Cómo te llamas?”, le inquirió Karina al joven que esta vez no se quedó en el umbral, sino que ingresó al interior. Ella cerró la puerta tras de él.

 

“Mau-mauricio”, respondió nervioso.

 

“Bien pues mira Mauricio, a mi amiga la dejó plantada su novio (aquí Karina le dirigió una mirada cómplice a Carolina, tratando de indicarle que le siguiera el juego), y ¿sabes?, mi amiga es muy caliente y necesita un hombre”-

 

Oír aquellas palabras le provocaron unas palpitaciones aún más fuertes que antes al núbil muchacho.

 

“¿Tú crees que nos puedas ayudar?”. Mauricio negó con la cabeza. No sabía si todo se trataba de una pesada broma o qué.

 

“Es que si no recibe sexo le puede pasar algo grave ¿me comprendes?”

 

Cuando Mauricio volteó a ver a Carolina, esta le siguió el juego a su amiga y se metió las manos bajo el vestido para bajar sus calzones, así sus manos dieron con su raja desnuda, la cual expuso ante los ojos desorbitados del nervioso adolescente.

 

Mauricio atestiguó como la mujer se consentía con sus dedos con exagerada lujuria, haciendo movimientos pélvicos tan repetitivos y exasperados que el chico creyó que lo que había escuchado era verdad.

 

Carolina le puso más enjundia a su actuación y, al ver por vez primera una expresión de éxtasis sexual en el rostro de una mujer, Mauricio se le excitó al máximo. Estaba en su punto, listo para actuar como un hombre por primera vez en su vida. Ellas lo sabían.

 

“¿Ya se te puso dura?”, le preguntó Karina, a la vez que ella misma lo comprobaba mediante un apretón de mano que hizo sobre el evidente abultamiento en el pantalón del chico.

 

Era demasiado, la primera vez que alguien le tomaba de su verga. Sin embargo, aún siguió enterito.

 

“¿Me lo enseñas? Quiero conocerlo”, le dijo Karina.

 

Él con cierta torpeza; era su primera vez y estaba alterado; se desabotonó el pantalón y se abrió la bragueta. Una vez al aire lo tomó a palma abierta. Estaba que babeaba por tanta excitación y ella embarró aquel líquido lubricante por todo el fuste.

 

Aproximándose de tal forma que su boca quedaba bien cerca del oído del chico le dijo: “Lo tienes grueso y grande. ¿Me lo prestas?”, y dicho esto lo tiró del miembro como si de una rienda se tratara y él fuera un potro que fuera conducido por su dueña y futura jinete. Karina lo fue llevando así hasta la recámara donde la cama aguardaba a lo que vendría.

 

El rostro de Mauricio estaba en éxtasis, nunca se había sentido tan caliente y a la vez tan reconfortado en su calentura, y es que estaba siendo mamado por la boca de Carolina, una experta al igual que Karina en las artes sexuales.

 

Mientras tanto Karina se retiraba las únicas prendas que la habían estado cubriendo, sus pantaletas y su sostén. Mauricio la contempló y admiró al natural.

El panorama era increíble. Los senos eran hermosos, se adivinaban suaves al tacto; con areolas apenas definidas pues eran casi tan claras como la piel que las rodeaba; pero aquellas caderas, ¡esas nalgas!, eran lo máximo. Bueno, aún no las había visto bien pues la mujer estaba de frente a él, pero las podía mirar gracias al espejo del tocador que estaba detrás de Karina, y ya podía notarse que eran un par de imponentes gajos de carne bien formados. Y no sólo imponían por su tamaño; volumen bastante considerable; sino su delicada forma y buena tonificación lo que los hacían bellísimos.

 

Viendo a aquella dama del placer, y siendo mamado por la otra, le fue inevitable llegar al punto del derrame.

 

“¡Ah... voy a...!”, emitió, pero sus espermas llegaron más pronto que sus palabras.

 

Mauricio se le había venido en toda la boca a Carolina y esta, una vez lo tuvo dentro, jugó con su semen como si de enjuague bucal se tratara. El joven miraba aquello con atención ya que era la primera vez que lo veía, una mujer con la venida de un hombre en su boca. Él no sabía que iba a hacer aquella, ¿se lo iba a tragar?, ¿lo escupiría?

 

Unos segundos más tarde lo supo. Carolina se incorporó, dejando la cama, para acercarse a su compañera de apartamento a quien besó transmitiéndole en el acto el esperma del chico.

 

Ver a Karina hacer eso fue superlativo, y más cuando ella le sonrió. La mujer que tanto deseaba tenía su simiente en la boca y él ni siquiera la había penetrado.

 

Aún con el producto del joven dentro de sus mejillas, fue hacia él avanzando a gatas sobre la cama. Sin darle tiempo de reflexión, así mismo lo besó. Fue la primera vez que Mauricio probara el sabor de su propia esperma y no le asqueó, dada la calidad de la transmisora.

 

Siendo toda una maestra en ello, Karina fue conduciendo al chico por los caminos del placer.

 

“Ya estoy bien mojadita mi amor, ya es hora, ya dámela”, le dijo acariciándolo del cabello como si de un cachorro se tratara.

 

Mauricio siguiendo sus indicaciones le había estado lamiendo su panocha con el fin de darle placer y a la vez lubricarla para su prometido ingreso. Se le despegó sonriendo, obviamente advirtiendo lo que vendría.

 

Carolina como única espectadora, miraba a la pareja sentada frente al tocador.

 

“Bájate más”, tuvo que indicarle Karina, pues dada la inexperiencia del muchacho no había apuntado bien al acceso femenino. Ella lo recibía recostada, con las piernas abiertas y flexionadas, una pose convencional y sencilla para que él no tuviera problemas durante su primer ingreso. Una vez halló camino, el pene de Mauricio resbaló por primera vez en una vagina, inaugurando así su desempeño sexual. A pesar de ser su vez primera, el chico se mantuvo en ese mete y saque instintivo por bastante tiempo. Karina lo animaba llamándole “culión”.

 

Esa no sería más que la primera de otras ocasiones que “educaría” al joven en el ámbito sexual.

 

“Esta es mi posición favorita”, mientras se le montaba a manera de vaquerita invertida.

 

Ella bien sabía que así lo excitaría demasiado pues sus nalgas quedaban ante su vista y al alcance de sus manos.

 

“Válgame Dios”, pareció decir Mauricio por la expresión de su mirada, mientras veía como entraba su propia hombría a través del canal femenino. Y es que el panorama ante él expuesto era aún más placentero que el de la vez anterior. Esas tremendas nalgas se veían hermosas y estaban ahí delante, sobre él, subiendo y bajando, en un movimiento hipnotizador que de sólo verlo provocaba el mayor de los deleites; adicionalmente sentía el delicioso estrechamiento de las paredes interiores de su montadora, y ya novia, Karina.

 

Según ella, ya eran novios, lo que a Mauricio le hacía la felicidad. Él no era uno de esos que sólo se la querían tirar, la quería para esposa y madre de sus hijos. Dada su inexperiencia e ingenuidad no podía verla de otra forma.

 

“Son estupendas”, dijo Mauricio mientras se hacía de las enormes mejillas traseras que le eran inabarcables.

 

La dama que lo montaba sonreía pues bien sabía que lo tenía donde lo quería. Lo siguiente fue colocarle aquellos dos mofletes de carne encima del rostro del cual no se levantaba sino hasta casi ahogarlo.

 

La asfixia sentida era el mayor de los éxtasis para el joven imberbe quien apenas librado de aquello deseaba más. Karina lo tenía dominado y era momento de dar el siguiente paso.

 

“Creo que es hora de que me presentes con tu mamá”, le dijo. Y por supuesto que Mauricio, completamente obsesionado por aquella dama, estuvo de acuerdo.

 

Una noche llevó a Karina a casa con el objetivo de presentarla a su madre. “Mamá, quiero presentarte a Karina, mi novia”, le dijo el ingenuo muchacho a su progenitora quien no podía creer que su hijo fuera tan...

 

Pero el joven estaba tan ilusionado de que Karina fuese su esposa, que no podía ver lo obvio. Su madre jamás lo consentiría. Karina sin embargo sonreía. Ella bien lo sabía, conocía bastante la naturaleza humana como para darse cuenta de que Martha, una mujer posesiva, avara, dueña de aquellos edificios, y de una considerable fortuna; jamás aceptaría entregar a su único hijo a una fulana.

 

“¿Bueno tú eres tonto?”, descargó Martha sobre su hijo como si éste no pudiera ver lo obvio. Luego se le fue directamente a ella: “¡Te me largas de esta casa!”, le gritó la enojada señora a la mujer evidentemente generosa de carnes que le había traído su hijo.

 

Martha, por supuesto, había estallado de coraje. Mauricio, por su parte, defendió a la mujer de sus sueños, aquella a quien deseaba para madre de sus hijos.

 

“Si así la corres, me voy con ella”, amenazó en un arrebato el muchacho. “Espera Mauricio, le dijo Karina al chico deteniéndolo, y luego se dirigió a la madre, “señora, por favor, permítame unas palabras a solas y luego le prometo retirarme de aquí sin ningún escándalo”.

 

La señora, considerando unos segundos la situación, sabía que corría el riesgo de que su hijo hiciera una tontería largándose con esa cualquiera, aceptó. Ella se sabía mucho para enfrentarse a una facilona como aquella.

 

“Mire, su hijo me quiere, está enamorado”, había comenzado Karina. “¿Bueno y tú qué quieres? ¿Quién eres, a qué te dedicas...?”, correspondió Martha. “Soy de oficio golfa”.

 

Martha quedó impactada por el descaro. “¡Pero ¿cómo...?! ¡Cómo te atreves a...!”

 

“Mire, señora, como ya le dije, Mauricio, su hijo, está enamorado de mí y, créame, a pesar de mi oficio, él me seguirá a donde yo vaya. Estoy dispuesta, de hecho, a irme de aquí, así que considere, me puedo ir sin que él se entere, y él nunca sabrá nada más de mí, o me lo llevo conmigo, usted decide”.

 

Martha lo entendió, la mujer la estaba chantajeando, ella sólo quería dinero. Era momento de decidir que le pesaba más perder: una cuantiosa cantidad, o a su bien más preciado, su hijo.

 

“Todo está arreglado Mauricio”, sorpresivamente escuchó el muchacho, unos momentos más tarde de boca de aquella a quien amaba cuando esta salió.

 

Tras un beso de despedida Karina le dijo que al día siguiente se verían, cosa que no sucedió por supuesto. Carolina y Karina se mudaron inmediatamente, según lo prometido. Mauricio quedó abatido gracias a la decisión de su madre, ella había pagado por ello.

 

Con el dinero recibido Karina emprendió un negocio de edecanes mediante el cual no sólo se retiró de la prostitución, sino que conoció a un rico empresario con quien se casó. No obstante, aquel joven le caló de tal forma que, de vez en cuando, se levantaba a un jovencillo de similares características con fin de saciarse de esa necesidad.



sábado, 5 de junio de 2021

La novia de Andrés

 La novia de Andrés


Comérsele la novia a un amigo es motivo suficiente para sepultar esa amistad. Afortunadamente a mí no me ocurrió tal cosa. Yo pude disfrutar de los ardores uterinos de la novia de mi mejor amigo, Andrés, y él continuó brindándome su amistad incondicional. Claro que no lo hizo porque estuviera de acuerdo con compartir a su pareja, sino más bien porque hasta ahora no se ha enterado de dicha traición.

Sé que este relato puede terminar siendo la confesión indeseada y el detonante del fin de nuestra amistad, pero hoy más que nunca siento la necesidad de desahogarme respecto a lo que ocurrió en aquel viaje de fin de curso.

Han pasado ya tres años desde eso, pero yo tengo el recuerdo fresco de aquella noche en que me comí a Laura, la exquisita novia de Andrés. Ella estaba ebria, pero tengo la seguridad de que, a pesar de eso, ella tiene un recuerdo de lo ocurrido. Es que aquella noche no me medí, la forniqué como si de una vulgar y corriente puta se tratara, y obviamente al día siguiente las dolencias y el cansancio en su cuerpo le habrán hecho saber o por lo menos sospechar de lo ocurrido horas atrás.

Nuestro viaje de fin de curso seguramente fue muy similar al de cualquier otro grupo de jóvenes que finalizan sus estudios secundarios; mucho consumo de licor, alguno que otro consumiendo drogas blandas, demasiado descontrol, y especialmente sexo adolescente.

Nuestro destino fue la bella ciudad de Santa Marta, en el atlántico colombiano. Allí nos hospedamos en un complejo turístico compuesto de varias cabañas, amplias zonas verdes, espacios dispuestos para la recreación y el entretenimiento como billares y piscinas, entre otras tantas comodidades.

Andrés, que fue uno de mis grandes amigos desde muy niño, no pudo asistir al viaje porque sus padres no le dieron permiso, fue uno de los pocos de aquella generación que no compartió con todos los demás en aquel viaje que dejó diversos recuerdos para unos y otros.

Fue una noticia lamentable para todos los que nos considerábamos sus amigos cercanos. Entendíamos que esta era una experiencia que sería inolvidable, y nos causaba tristeza que Andrés no fuera a hacer parte del recuerdo colectivo.

Un día antes de partir, Andrés me recomendó cuidar a su noviecita, que era una chica a todas luces bella, con un cuerpo escultural, y seguramente apetecida por varios de los que irían al viaje. Ella era una chica juiciosa, destacada estudiante, y aparentemente muy enamorada de su novio, por lo que no habría mayores problemas con ella. Pero de todas formas Andrés, concibiéndome como su mejor amigo, depositó su confianza en mí para que fuera yo el encargado de vigilar su buen comportamiento.

A mí ella siempre me pareció atractiva, es que era delgada, con una curvatura muy bien definida, unas caderas considerablemente anchas, muy provocativas, y una cintura muy pequeña, que hacía resaltar todavía más sus portentosas caderas, y su escaso pecho; parecía una de aquellas cinturas hechas en quirófano, de esas que han necesitado de la extracción de costillas para lucir todavía más pequeñas y perfectas, aunque este no era el caso, Laura era una chica absolutamente natural. Sus piernas eran igualmente esbeltas y bien torneadas, recubiertas por aquella piel blanca que aumentaba esa percepción de fragilidad que tanto inspiraba. Su trasero era portentoso, absolutamente apetecible, era la redondez hecha carne, era blanco, tierno, un tanto tembloroso, llamativo a todo momento. Sus senos, como ya advertí, son pequeños, casi inexistentes, pero otro es el sentir cuando se les contempla al desnudo, igualmente pálidos, de pezón rosa y pequeño, una auténtica delicatesen. Y ni hablar de su abdomen, que es escultural, que fácilmente podría ser utilizado para campañas publicitarias.   

Su rostro era también muy bello. De apariencia delicada con ese recubrimiento tan blanco y fino, de ojos color miel y almendrados, con una nariz pequeña y respingada, con unos labios de un siempre tenue rosa y un tamaño promedio, y cobijado bajo aquella cabellera de un color castaño claro, tendiendo al rubio, larga y lisa, siempre sedosa, dando todavía más personalidad a una chica nacida para deslumbrar por su apariencia.

Laura siempre me pareció encantadora, pero desde aquel momento en que inició su relación con Andrés, la concebí como un fruto prohibido.

Hasta aquel paseo que me dejó el inolvidable recuerdo del ardor de su entrepierna y del disfrute de su alma. No fue que yo lo hubiese planeado, sencillamente se dio.

Fue una noche en la que todos estábamos dispersos en varios grupos. Para mí parecía iba a ser una noche tranquila. Yo había logrado lo que parecía ser mi gran cometido en el viaje, cogerme a Camila, que era otra de mis compañeras de clase, con la que siempre hubo cierta atracción, cierta tensión sexual; y el desahogo de ese sentir lo habíamos logrado el día anterior. Por eso, esa noche me senté a compartir unos tragos con los chicos con los que compartía cabaña sin tener otro plan en mente. Hasta que apareció Miguel, otro de nuestros compañeros, quien me comentó que Laura estaba completamente ebria, tanto así que no se podía sostener, y que necesitaba de mi ayuda para llevarla a su cabaña, pues ella así lo había solicitado.

A mí me extrañó de alguna manera el pedido de la tiznada señorita, pues no éramos grandes amigos, ni siquiera grandes confidentes, lo único que nos unía realmente era la amistad con Andrés.

Me acerqué a la zona del jacuzzi y allí la encontré, tirada en los alrededores, vomitando y llorando por la ausencia de su amado novio. Me senté a su lado un rato, ella así lo quiso. Necesitaba desahogar su frustración por la falta de su amado Andrés. Ambos nos lamentamos por no contar allí con su presencia, y cuando la sentí un poco más calmada, le propuse irse a dormir. Ella aceptó, aunque me pidió que la llevara a su habitación, pues estaba tan mareada que no podía mantener el equilibrio. Yo acepté y le pedí ayuda a Miguel, pero de inmediato ella interrumpió, pidiendo que fuera exclusivamente yo el que la cargase hasta su cabaña.

No vi mayor problema en ello, Laura era una chica delgada, así que me sentí en capacidad de llevarla yo solo hasta su habitación. La tomé cruzando un brazo por debajo de sus piernas y el otro por debajo de su espalda. Debo aceptar que sentir sus piernas me calentó en exceso, aunque hasta ahí no paraba de ser algo coyuntural, algo producto de un tocamiento incidental.

Pero luego, cuando por fin entramos a la cabaña en que ella se alojaba, me poseyó la malicia y la perversión. El sitio estaba despejado, no había ni una sola de sus compañeras de hospedaje allí, y a eso he de sumarle que ella estaba en bikini y completamente ebria.

Claro que yo traté de luchar contra la tentación. La acosté en una de las camas, la cobijé con una sábana, y me despedí, pero ella me agarró de la mano y me retuvo, aduciendo que tenía aún ganas de hablar y desahogarse. De nuevo el tema se concentró en la ausencia de su novio y sus consecuentes lamentos. Yo la acariciaba las mejillas y por ratos su cabello, como queriendo tranquilizarla con eso. A la vez me daba un banquete visual al observar sus escasos senos recubiertos por aquel top multicolor, y especialmente su vientre concebido para el pecado.

Y así permanecimos por un buen rato hasta que me animé a besarla, y para mi sorpresa, ese fue el punto de quiebre aquella noche, pues a partir del beso sus sollozos culminaron. Su boca tenía un fuerte sabor a cerveza, whisky y ron. Sus labios se sentían mucho más carnosos de lo que aparentaban ser a simple vista, y seguramente su estado alterado de consciencia por el licor, la hizo ser más desinhibida, pues no tardó mucho en arrojar sus manos hacia mis genitales. Es más, con su otra mano, tomó una de las mías, y la posó sobre sus diminutos senos.

Eso fue motivo suficiente para trastornarme, para hacerme olvidar cualquier pacto de lealtad, para hacerme perder la cordura y disfrutar de la situación.

Desde aquel primer beso, no paraos de juntar nuestros labios, de mordernos y de intercambiar nuestra saliva, y mientras tanto yo aproveché para meter una de mis manos bajo su bikini, y de esa manera al fin sentir esa vagina que posiblemente era motivo de codicia para todos en el salón.

Yo no era un experto en materia sexual, había copulado como mucho una decena de veces en mi vida. Carecía de experticia, especialmente en el tema de la masturbación hacia una mujer, pero siento que el alto estado de ebriedad de Laura aquella noche, me permitió realizar una buena práctica.

Ella nunca me advirtió con palabras si le estaba gustando o no, pero sus jadeos, sus gemidos, y especialmente el creciente ardor de su vagina me sirvieron como seña de que estaba realizando bien las cosas.

Es más, creo que esa fue la primera vez que masturbé a una exquisita señorita. Fue algo que realmente disfruté pues tuve la oportunidad de comprender el incremento de su excitación. Cuando comencé a tocarle su carnosa vulva, era leve el calor que de allí emanaba, apenas perceptible. Pero con el paso de los minutos y con la variación de mis movimientos, empecé a notar el incremento de sus ardores.

También fue la primera vez que me di el gusto de saborear una vagina sin asquearme. Saberla tan excitada me pareció sumamente excitante para mí. Y entonces no hubo asco u olor que pudiera detenerme. Quité la sábana que minutos atrás le había puesto encima, la liberé de su bikini, y posé mi cara a la altura de su coño.

Y fue así que percibí, en primer plano, los vapores que expulsa una vagina cuando está hambrienta. Me fascinó percibir el aumento de sus fluidos, y especialmente me encantó verla retorcerse del gusto.

No sabía en ese entonces ni siquiera cuál era el clítoris, pero algo estaba haciendo bien, pues Laura no paraba de curvarse por el deleite, y tampoco de gemir. De hecho, lo hacía sin pena alguna, y yo, viendo que no había nadie más allí, y disfrutando de la escena, procuré proporcionarle el suficiente disfrute para que el concierto de su gozo no encontrara fin.

Ella apenas podía coordinar sus movimientos para empujar mi cabeza, con ambas manos, hacia su exquisito coño. Yo estaba extasiado al atragantarme con las carnes de su vulva y con los fluidos que las sazonaban.

Y al percibirla tan casquivana y tan calentorra, no pude aguantar las ganas de deslizarle mi miembro por aquella exquisita cavidad del placer.

No tuve tiempo ni cabeza para pensar en protección, y mucho menos en promesas de lealtad y de amistad, solo me supe esclavo de la necesidad de cogérmela.

Ella cerró sus ojos, abrió ligeramente su boquita, y me permitió comandar el zarandeo de nuestros cuerpos al unísono. Se le notaba su alto estado de embriaguez, se le percibía incapaz de tomar la iniciativa, estaba completamente entregada, así que fui yo quien dominó la situación de principio a fin.

Y como la vi tan desbocada y tan puta, no tuve reparo alguno en cogérmela con agresividad. Azotándole ese coño como queriendo castigarla por borracha y por libertina.

Disfruté a más no poder del sonido de nuestros cuerpos calientes y pegajosos al chocar, de sus exquisitos y sonoros gemidos de señorita disoluta.

La agarré fuertemente de sus caderas y se las sacudí a mi antojo con el ánimo de enterrar y desenterrar mi pene a voluntad. Cuando la sentía demasiado escandalosa, interrumpía su ópera de gozo con un beso de esos que se dan con rudeza y excesivo apasionamiento.

Y al final, ese cóctel de incesantes fluidos, de gemidos sonoros, y de choques brutales entre nuestros cuerpos, me hizo estallar de placer. Tuve la delicadeza de retirarle mi miembro a tiempo, para luego cubrir su tan demarcado y exquisito vientre con mi esperma.

Al terminar la besé, y posteriormente le comenté que iría al baño por un poco de papel para limpiarle mi material genético de su bonito abdomen. Entré al baño, me quedé observándome en el espejo por unos cuantos segundos, aún incrédulo por lo que acababa de ocurrir, me lavé la cara para retirarme un poco ese tufillo a coño, tomé un poco de papel y regresé. Ella ya se encontraba dormida. No tuve la oportunidad de cruzar palabra con ella, ni siquiera para pedirle que guardase el secreto de lo ocurrido. Me limité a limpiarla, volví a taparla con la sábana y salí de allí.

Al siguiente día los dos actuamos como si nada hubiese ocurrido. Nunca tuve la oportunidad de sentarme con ella a solas para hablar de aquella noche. Tampoco tuve mayores intenciones, pues no sabía si ella lo recordaba, y no quería arriesgarme a ser yo quien le recordarse de una situación sobre la que ella, al parecer, no guarda recuerdo alguno.

  

 

 

 



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