La facilona del barrio
Capítulo III: Húmeda venganza
Debo
aceptar que eso me hizo sentir celos, me hizo perder la cabeza. No admitía la
posibilidad de que alguien más se la follara. Pero así era, ni tonto que fuera.
Era un hecho que Daniela no era una chica de un solo hombre. Ingenuo habría
sido creer que me era leal.
Como
no encontré forma de hacer que me guardara fidelidad, decidí pagarle con la
misma moneda. Pero no solo iba yo a buscar eso de acostarme con cualquiera,
quería hacer algo que realmente le doliera, y fue entonces que concebí la idea
de fornicar con alguna de sus amigas.
No
fue un plan para nada ramplón. Me senté a analizar a cada una de las
candidatas, a ‘stalkear’ las redes sociales de cada una de sus amigas, a
imaginarlas al desnudo, y especialmente a crear un perfil de personalidad de
cada una de ellas, por lo menos de aquellas con las que alguna vez había tenido
trato, para así hacer un análisis sensato de las posibilidades que yo tenía de
follar con alguna de ellas.
Tuve
que soportar muchas veces en las que sabía que ella me mentía, en las que ella
inventaba supuestos planes y compromisos, mientras se iba a follar con uno y
con otro. Daniela era insaciable, y yo tuve que tragar mucha ira y rencor a
causa de su promiscuo e incontrolable apetito.
Pero
la oportunidad por fin se me dio. Fue en una de esas típicas fiestas universitarias
de fin de semestre. Todos los de su facultad se dieron cita en un bar cercano a
la universidad, y luego, el círculo de amigos más cercanos de Daniela decidió
reunirse en la casa de uno de ellos para continuar bebiendo y departiendo.
A
pesar de que dediqué un buen tiempo a planear mi venganza, el licor alteró
todos mis planes, y esa vez solo me dejé llevar. Aproveché que en el grupo de descontrolados
jóvenes había una chica de tan exuberante apetito sexual como el de Daniela. Su
llamaba Camila. Era la típica mujercita de cuerpo pequeño y delgado,
aparentando incluso menos edad de la que tenía, inspirando ternura con su corta
estatura y sus rasgos de “niña inocente”, aunque de eso no tenía nada.
Fue
cuestión de bailar un poco con ella para evidenciarle mis intenciones y para
darme cuenta de su correspondencia. Nos restregamos más de la cuenta, al frente
de Daniela y del resto de sus amigos, y aunque de por sí, la forma en que
bailamos ya era escandalosa, seguramente Daniela la pasó por alto atribuyendo
todo a los efectos del alcohol y al inminente roce que implica bailar reguetón.
Me
encantó sentir su culito pequeño pero respingón rozándose con mi miembro. Esa
mujercita era un verdadero encanto al bailar, era simplemente tentador sentir
sus nalguitas frotándose contra mi entrepierna.
Cuando
la vi tan desatada, no dudé en acercar mi cara a su oído para hacerle
manifiesto mi deseo de poseerla. Ella inicialmente se negó, argumentando que no
podía hacerle eso a Daniela. Pero desde un comienzo se vio que su negativa era
forzada, pues la tonalidad de su voz no se correspondía con lo expresado, es
más, su voz lo único que denotaba era calentura.
Seguimos
bailando. Yo la rodeé por la cintura con uno de mis brazos, la apreté contra mí
y volví a decirle lo mucho que me gustaba, lo mucho que deseaba hacerla mía, y
ella, viéndose completamente poseída por el deseo, se detuvo, dejó de bailar,
me tomó de la mano y me condujo hacia una de las habitaciones.
Yo
no sabía ni siquiera de quién era la casa, sabía que no era de ella, pero la vi
tan segura en su actuar que cuando nos encerramos en una de las habitaciones,
no le vi problema alguno. No sabía si Daniela se había dado cuenta, pero con el
paso de los minutos seguro que iba a notar mi ausencia.
Camila
estaba tan caliente como yo, quizá más, pues fue cuestión de cerrar la puerta
con cerrojo para que se abalanzara sobre mí para besarme. Tampoco tardó en
desnudarse y deleitarme con ese cuerpo delgado y de apariencia virginal.
Era
bien flaquita, claro que sin caer en el infrapeso. Sus piernas estaban
perfectamente moldeadas, sin rastro alguno de vellosidad y recubiertas por una
tersa y trigueña piel. Claro que no tenían nada que hacer al lado de las
pulposas piernas de Daniela, pero en la villa del señor de todo hay que probar.
Lo
más exquisito de Camila era su cintura, que estaba supremamente delineada, pues
a pesar de ser una chica pequeña, lograba gran notoriedad de sus caderas, pero
no por el gran tamaño de estas, sino por el contraste que lograban con su
demarcada cintura. Su abdomen también era muy provocativo, plano y trabajado,
aunque sin caer en esos excesos de tonificación que hacen ver a un abdomen muy
masculino.
En
algo si se parecía en exceso a Daniela, sus senos eran casi inexistentes,
apenas prominentes para distinguirse del pecho de un hombre, Los de Camila son
de aquellos que vienen con pezón y aureola café, de un tamaño muy pequeño. A
pesar de su escaso tamaño, eran firmes y muy provocativos.
Pero
lo mejor de Camila era esa carita de niña inocente, ese rostro de rasgos finos
y delicados. Esos ojos inmensos, de tonalidad miel, decorados por curvas y
largas pestañas. Esa nariz pequeña y respingona. Esos labios de apariencia
siempre húmeda y lujuriosa. Esa sonrisa brillante, de dientes pequeños. Ese
rostro auténticamente celestial, que luce todavía más tierno e inocente con
aquella cabellera corta y ondulada que descendía apenas hasta sus hombros.
Ella
no solo tuvo apuro para desvestirse, sino para desvestirme a mí. Pues una vez
sus prendas cayeron al suelo, empezó a desabrochar mi pantalón, y a quitarme la
camisa, mientras que yo me concentraba en besarla, pues no podía dejar de
hacerlo. Estaba obsesionado con su cuello y con sus diminutas pero tiernas
tetitas.
Tampoco
escatimé a la hora de palpar su vagina, que a diferencia de la de Daniela no
constaba de una vulva pulposa. Claro que eso no disminuyó su encanto. Más
todavía cuando la tumbé sobre la cama y le di una completa degustada. Me
obsesioné jugando con su clítoris entre mis dedos, claro que me tomé la
delicadeza necesaria para manipular tan delicado y delicioso caramelito. Le
lamí, le chupeteé y le succioné su vagina, tanto al exterior como al interior,
hasta que ella, en medio de retorcimientos y del delirio, me pidió pasar a la
penetración.
Ese
instante, el del primer desliz de mi miembro en su interior fue la gloria
total, básicamente por lo muy ajustado de su coño. Fue lento y muy despacioso.
¡Cómo le ardía, qué fruición!
Y
estando los dos medianamente ebrios, no tuvimos reparo alguno en dejar escapar
nuestros gemidos, incluso cuando empezaron a tocar la puerta.
Es
que sentir ese coño supremamente ajustado, sumado a sus ademanes de disfrute,
era un placer tan exquisito que no había pretexto alguno para que se viese
interrumpido.
Al
sentir esas paredes vaginales tan contraídas sobre mi pene, consideré que debía
ser delicado, lento en mis movimientos, pues pensaba que un movimiento brusco
podía lastimar a tan delicada conchita. Pero ella, al verme parco en la
penetración, se sintió con la obligación de tomar la iniciativa, incluso
estando ella debajo, y fue entonces que empezó a restregarse de manera
acelerada, casi que frenética.
Entendí
que nada tenía que ver la sensación de delicadeza que ella me inspiraba, con su
auténtica forma de ser, y fue así que empecé a incrementar el ritmo de mis
empellones. Ya no hubo reparo alguno para dejarme caer sobre ella con todo mi
peso, poseído por mis deseos de brutalidad. A partir de ahí la forniqué como a
una vulgar puta, y ella con sus gestos de goce y complicidad me demostró que
eso era lo que realmente deseaba.
Claro
que tanto entusiasmo terminó por agotarme. Cuando ella me vio agitado, me
propuso tomar las riendas. Nos dimos vuelta, yo quedé tumbado sobre la cama
mientras que ella se puso encima.
Su
cabalgata fue bestial desde un principio, desde aquel instante en que mi
miembro se deslizó entre su vagina, ella no detuvo ni mermó el ahínco de sus
brincos. Me encantaba eso de verla desbocada, saltando para enterrar mi pene en
su humanidad. También eso de escucharla gemir sin remordimiento alguno, pero lo
que más de deleitaba era verle su carita. Verle ese clásico ademán de los
labios apretados entre sí, como quien pretende aguantar un grito, para luego
dejarlo escapar.
Otra
de las cosas que me fascinó de copular con esta señorita fue la facilidad con
la que podía manejar su cuerpo. Su delineada cinturita facilitaba el agarre de
mis manos en su humanidad, podía alzarla desde allí, darle la vuelta, guiar sus
movimientos.
Nos
dejamos llevar tanto que llegó un momento en que sentí mi zona abdominal más
mojada de lo habitual. La vi a la cara, y fue entonces cuando su sonrisa
socarrona me reveló su escape y su disfrute urofílico. Todavía tengo el
recuerdo fresco de su carita de placer, y lo único que puedo decir es: ¡Qué
delicia!
Había
logrado mi cometido, pues los llamados a la puerta ahora estaban acompañados
del reclamo constante de Daniela para que le abriéramos. Claro que eso ya no me
importaba, estaba del todo poseso por el deseo de fornicar a esta tierna
flaquita como Dios manda. Y una vez que presencié y sentí su húmedo disfrute,
me sentí con la autoridad de rematar el coito como a mí se me antojara.
La
tomé de la cintura, la arrojé sobre la cama y me masturbé sobre su rostro para
finalmente dejarle caer mi esperma en su linda carita. Ella me lo permitió sin
reproche alguno, es más, cuando sintió el semen caliente escurriendo por su
bello rostro, acompañó el momento con una risa ciertamente estruendosa.
Ella
se limpió, nos vestimos, y para disimular la evidente humedad en la cama,
pusimos una toalla sobre esta.
Salir
de la habitación fue todo un dilema, pues apenas abrimos la puerta nos
llovieron insultos y reclamos de parte de los demás presentes en la fiesta,
comandados por la indignada Daniela. Tuvimos que irnos de allí sin mediar
palabra con nadie. Camila tuvo que asumir el fin de su amistad con el hasta
entonces círculo más cercano de compañeros de facultad. Pero a cambio de esos
amigos consiguió un novio, un compañero de viaje que hasta el día de hoy la sigue
deseando como esa noche en la que todo surgió como un deseo de venganza.