La profe Luciana
Capítulo I: Descubrimiento al norte
Esta no es la clásica
historia del amor platónico de un estudiante hacia su profesora, habitualmente
madura. Es más bien una historia derivada del clásico cliché del hartazgo
marital, de esa extinción de la pasión que desemboca en la infidelidad.
Es quizá algo que me
superó y que pensé nunca me iba a tocar a mí, algo de lo que había imaginado
inmune a mi matrimonio. Pero no fue así. Claro que hoy no existe
arrepentimiento, al contrario, me llena de satisfacción el recuerdo de lo
vivido.
Me llamo Fernando,
tengo 32 años y duré algo más de 10 casado con mi ahora ex mujer, Adriana. Sé
que probablemente suena a típica presentación de quien busca ayuda en una
asociación de anónimos, pero no, nada que ver; realmente solo es una invitación
a ahondar en el contexto. Posiblemente alertar a todo aquel que tenga esa idea absurda
de casarse a temprana edad.
He de decir que cuando
ocurrió, cuando contraje matrimonio, a mis tiernos 20 añitos, lo hice estando
seguro de la decisión que estaba tomando. Me sentía perdidamente enamorado de
Adriana, y comprendía esto como un paso de quien pretende envejecer junto a la
persona que ama. En aquellos días cuando aún tenía corazón, cada gota de lluvia
era un juramento de amor eterno para ella.
Pero la convivencia
mata la pasión. El día a día, el conocer sus manías, el entender a la otra
persona como humana, con sus virtudes, defectos, costumbres, olores, humor,
sueños, caprichos y demás; te hace de alguna manera aprender a quererla, al
mismo tiempo que la pasión desaparece. Como si se tratara de enamorarse de un
amigo.
Claro que en el caso de
Adriana ese desencanto está ligado más a la actitud que fue tomando con el paso
de los años.
En el argot popular de
los españoles se utiliza la palabra “estrecha” para referirse a una mujer que
se niega a tener relaciones sexuales porque quiere vender esa imagen de chica
recatada, difícil, decente, compleja y hasta inalcanzable. En mi país no existe
un término que se ajuste del todo a esas características, aunque mojigata sería
lo más parecido.
Y Adriana se fue
convirtiendo en una mojigata con el paso de los años. Fue un proceso a la
inversa, pues cuando la mayoría de las mujeres se vuelven más abiertas hacia el
sexo con el paso del tiempo, en el caso de Adriana fue al revés, pasó de ser
una chica caliente y pasional, a una ama de casa amargada y supremamente acomplejada
con el sexo.
Fue una actitud que surgió
y fue desarrollando a partir del nacimiento de nuestro primogénito, Nachito. En
esos primeros días, meses y años de madre primeriza, lo entendí, comprendía que
quizá ella no sentía tanto apetito sexual por el hecho de querer brindar
atención y cuidados a nuestro hijo.
El sexo se nos fue
convirtiendo en un plan ocasional, y una vez concebimos a nuestra segunda hija,
Lucía, su líbido se fue para no volver. O por lo menos para aparecer de manera
muy distante en el tiempo, como si dependiera de una alineación de los planetas
o de algún otro fenómeno paranormal.
Adriana era una
estrecha consagrada. Siempre tenía un pretexto para no hacerlo, para negarse a
la satisfacción de los instintos primarios.
Yo recurrí a planes
románticos, a seducción en la intimidad, como en sitios públicos, compra y uso
de juguetes sexuales, e incluso a meterle mano por sorpresa, con su consecuente
rechazo y regaño por mi abusivo actuar.
Llegué a pensar que su
ausencia de apetito sexual podía deberse a una infidelidad, y caí en la bajeza
de contratar a un detective para que me informara de su amorío
extramatrimonial. Pero tal cosa no ocurrió, el detective la siguió durante un
par de meses, y difícilmente pudo verla fuera del hogar, llevando su vida de
ama de casa.
Fue un momento de gran
desespero para mí, pues no entendía porque le llamaba mi mujer si nunca se
comportaba como tal. Confieso que en un par de ocasiones recurrí a servicios
sexuales de pago, pues era necesario desfogar sintiendo el calor de otro cuerpo
y no el de mi mano.
Aunque luego, en uno de
tantos intentos desesperados por despertar su líbido, tomé una de las mejores
decisiones de las que hasta hoy tengo recuerdo, una auténtica genialidad ¡un
batazo de cuatro esquinas!
Le regalé un tubo para
la práctica del pole dance. Lo mandé a instalar en uno de los cuartos
subutilizados de nuestra casa y terminó funcionando como un imán, pues fue solo
cuestión de ponerlo para cautivar su atención, así nunca hubiese hecho el
intento de treparse en uno de estos tubos.
Verla cautiva con el
tubo me animó a meterle mano, y ella, para mi sorpresa, me lo permitió. Había
logrado el cometido, había despertado el apetito sexual de mi señora.
Claro que solo fue algo
de esa ocasión, pero lo que valió la pena no fue ese insulso polvo, sino lo que
el tubo desencadenó.
Adriana, viéndose torpe
y carente de talento para la práctica del pole dance, se apuntó a unas clases,
que terminarían despertando ese apetito sexual dormido por tanto tiempo, y que
además nos permitirían relacionarnos con un nuevo universo de personas.
Los beneficios fueron
casi que inmediatos. Recuerdo que Adriana, luego de la primera clase, llegó a
casa entusiasta a practicar, y aunque solo había sido una lección, había sido
suficiente para que aprendiese las bases para treparse y mantenerse sujeta al
tubo, aunque sea por unos cortos segundos. Yo pude observarla en esa ocasión, y
sinceramente me calentó verla allí, colgada, llevando a cabo su danza como si
se tratase de un ritual de apareamiento, sintiéndose observada, diva y deseada.
Claro que al final
terminó haciéndose la estrecha conmigo, pero en esa ocasión no me importó su
desplante, pues la oportunidad de permitirme un sensual recuerdo de su cuerpo,
fue suficiente para mi posterior orgasmo, obviamente provocado por mí, como fue
costumbre durante esos tediosos años maritales.
Claro que mis tiempos
de casado onanista estaban próximos a terminar. No sabía lo que le enseñaban en
la academia de pole dance, pero Adriana regresaba a casa con una mentalidad
completamente opuesta a la que habitualmente tenía. Era una mujer absolutamente
sensual, y aparte decidida a realizarse sexualmente, decidida a someter a su
pareja al deseo o fantasía sexual que tuviese ese día en mente.
A mí me encantaba ser
su juguete hedonista, me encantaba ser el protagonista de sus fantasías, y
mucho más el hecho de verle fascinada en su entrega a los placeres de la carne.
Pero lo mejor aún
estaba por venir. El premio mayor no fue haber despertado el apetito sexual de
mi mujer, realmente la recompensa de la adquisición del tubo fue el hecho de
habernos relacionado con el entorno del pole dance, con esta comunidad que
entrenaba todos los días a las seis de la tarde en un recinto al norte de la
ciudad.
Especialmente con
Luciana, la maestra del grupo. Ella fue la encargada de sacarme del engaño de
la supuesta felicidad en el matrimonio. Luciana fue la encargada de mostrarme
esa faceta que mi mujer tanto se negaba a mostrar, y Luciana fue una
inspiración para una reprimida, como lo era mi esposa.
No la conocí de gratis.
Fue un descubrimiento que valió la pena a cada puñetero segundo.
A medida que veía a
Adriana llegar encendida y dominante a casa, me preguntaba el porqué de su
cambio de actitud. Me cuestionaba a cada rato qué era eso que le podían estar
enseñando en clases de pole dance, que pudiera hacerla llegar tan deseosa.
La primera vez que vi a
Luciana fue un día que me animé a ir a recoger a mi mujer de sus clases.
Básicamente por curiosidad, por ver con quién entrenaba, quién les enseñaba,
cuántos eran, entre un largo listado de cuestionamientos que puede tener un
esposo acomplejado.
Lo primero que
evidencié fue que no había hombres entrenando. El pole dance es una práctica
deportiva destinada a las mujeres, pero nunca falta encontrarse con uno de esos
personajes de gustos singulares, una maricota reprimida. El caso es que no lo
había, afortunadamente, porque también habría sido traumático el tener que
verlo forrado en mallas.
Lo otro que aprendí de
inmediato es que Luciana era una escultura de mujer. Era una mujer de unos 40
años, aunque difícilmente aparentaba esa edad. Su piel era tersa y lucía suave,
sin arrugas en su rostro, o sin notorias estrías en sus piernas. Era una mujer
supremamente conservada, a la que fácilmente podrían calcularse diez o hasta
veinte años menos.
Su piel era blanca,
realmente muy pálida, de apariencia delicada. Sus piernas estaban perfectamente
torneadas, eran de un considerable grosor, pero sin llegar a ese punto de lucir
desmedidas, deformes o celulíticas. Lo suficientemente tonificadas como para
lucir un bikini con orgullo, y lo suficientemente blandas para evocar esa
sensación tan femenina como lo es la de unos muslos esponjosos y blandujos en
su cara interna. Sinceramente eran unas piernas que, de ser expuestas, estaban
destinadas a provocar miles de erecciones.
Y si bien sus piernas
eran todo un monumento, allí no moría su sensualidad. Su trasero era otro
espectáculo digno de provocar mil y un fantasías. Era carnoso, macizo, muy curvilíneo,
con un tatuaje de una manzana en una de sus blancas y aparentemente delicadas
nalguitas, y otro de una gárgola o demonio a la altura del coxis. Era un culo
pulposo, que quedaba expuesto al vestir esas mallitas con las que dictaba su
clase; un culo que se sacudía al ritmo de su baile, o al estrellar fuertemente
contra el suelo.
Claro que cuando se
habla de su vestimenta, no todos los elogios van destinados a su despampanante
trasero, también habrá fanáticos de verle la marcada forma de su coño dibujada
por las apretadas telas de su trusa. Se trata de un coño carnoso, notorio a la
vista, y apetitosamente palpable. Luciana tiene una vagina destinada a llamar
la atención, pues otra de las cosas de sus sensuales bailes, es su constante
apertura de piernas, lo que expone a la vista y con frecuencia su suculenta vulva.
Sus caderas se
corresponden con el grosor de sus piernas y de su trasero, son considerablemente
macizas, blancas y de carnes lo suficientemente flácidas para sacudirse al
ritmo de sus bailes. Su abdomen era relativamente plano, con uno que otro
exceso adiposo, pero nada que fuera descomunal o desagradable a la vista. Es
más, para la edad que tenía, diría que tenía una zona abdominal más que
aceptable. Su cintura estaba bien definida, tanto así que con solo verla era
toda una tentación agarrarla de allí, aunque es innegable que, al igual que su
abdomen, tendría algún exceso de grasa, pero nada de que escandalizarse.
Luciana era una mujer
de senos pequeños, pero era una obsesa por estarlos mostrando. Obviamente no
allí, en las clases, aunque en estas llegaba a usar una que otra trusa con
ciertas transparencias. Pero donde realmente gustaba de exhibirlos era en sus
redes sociales. Yo vine a enterarme a medida que mi obsesión por ella fue
creciendo, lo que, sinceramente, fue cuestión de días.
Su blanca y frágil piel
estaba decorada con unos cuantos tatuajes. Al de la manzana en su nalga
derecha, y al del demonio de su coxis, se suman el de un dragón en su espalda,
una pareja fornicando en uno de sus hombros, un tribal en uno de sus
antebrazos, un sol en el otro, entre tantos otros en el extenso listado de
marcas en su piel. Eso le daba una apariencia de chica ruda a una mujer que
venía en envoltura de porcelana.
Y esto lo complementaba
con su rostro. Era ahí justamente donde concentraba su encanto. Era una mujer
verdaderamente bella. Sus ojos eran grandes y de un negro intenso, su nariz
fina y sin irregularidades a la vista, sus labios ciertamente pequeños, pero de
un rosa intenso y de una apariencia de humedad constante, provocativos sin duda
alguna. Sus cejas delgadas y perfiladas resaltaban aún más sus bellos ojos, y
complementaban a la perfección su cabello de un intenso negro. Lo llevaba
relativamente corto, a la altura de los hombros, habitualmente suelto y
desordenado.
Su rostro no lograba
ser extraordinario por su apariencia, eran sus gestos los que lo hacían una
auténtica joya de admirar.
Luciana tenía la
capacidad de dibujar el deseo a la perfección en su cara. Era una mujer
supremamente hábil para provocar por medio de sus gestos, a través de sus
miradas y de sus siempre pícaras sonrisas, su rostro era sinónimo de tentación,
era la apertura a un universo de fantasías donde se le podía imaginar siempre
pervertida, siempre impúdica.
Capítulo II: La virginidad de Luciana
La primera vez que la
vi fue de pasada, un día que me aventuré a recoger a Adriana. La vi solo por
unos segundos, pues cuando llegué, ella estaba finalizando la clase. Abandonó
el recinto en cuestión de segundos. No tuve la oportunidad de presentarme o de
saludarla. Tampoco de detallarla, aunque ese primer vistazo fue más que
suficiente para crear una imagen permanente de ella en mi cabeza...
Me gusta están muy cachondo
ResponderEliminarPero deben ser un poco mes individuales
Ocupan mucho espacio cuando uno los abre porque se abren varios.