viernes, 23 de abril de 2021

La profe Luciana (Capítulo XIII)

 La profe Luciana


Capítulo XIII: Expediciones moteleras



Esa noche fue la primera vez en que Adriana me hizo saber de sus sospechas hacia mí, fue la primera vez que me sometió a un interrogatorio evidenciando su plena desconfianza.

El camino a casa estuvo pasado por el silencio. Yo conduje el coche, mientras que ella permaneció callada durante todo el trayecto, sus manos entrecruzadas permanecieron sobre sus piernas, su mirada fija y perdida en el horizonte, y su boca cerrada durante todo el viaje. Le consulté un par de cosas, a lo que me contestó con monosílabos, por lo que supe desde ahí que algo le ocurría.

El viaje fue corto a pesar de que Luciana vivía ciertamente lejos de nuestra casa, pues a esa hora, a la madrugada, la ciudad se recorre con agilidad. Cuando faltaban apenas un par de cuadras para llegar a casa, Adriana comenzó con su interrogatorio:

-       ¿Por qué hueles así?

-       ¿Así cómo?

-       A mujer

-       ¿A mujer? – Respondí mientras hice el ademán de olerme los hombros y las muñecas

-       Si, a mujer y a sexo

-       Ha de ser que te parece

-       No, no es que me parezca, estoy segura de que hueles a mujer

-       Pues sinceramente no sé a qué huelo, no sé a dónde quieres llegar

-       ¿Me estás engañando?

-       ¿Pero como te voy a estar engañando? ¿En qué momento te iba a engañar si venimos los dos del mismo sitio?

-       No sé, pero apestas a sexo

El silencio reinó durante los instantes finales del recorrido a casa. Me puse algo nervioso por la sospecha que invadía a Adriana, así que pensé que la única forma de demostrarle que sus aprensiones eran infundadas, era follándola al llegar a casa, pues solo así despejaría esa idea de que otra mujer me estaba dando satisfacción.

Desafortunadamente para mí, el plan no salió como yo esperaba. Una vez que entramos a casa, ella se puso su camisón y se acostó. Yo empecé a besarla por el cuello mientras que le decía que solo tenía ojos para ella. Adriana me permitió besarla, y me permitió tocarla, pero cuando llegó el momento de la verdad, no pude responder. La erección nunca apareció, no solo por el reciente orgasmo provocado por Luciana, sino porque para esa altura de mi vida Adriana no me calentaba en lo más mínimo.

Ese “gatillazo” posiblemente hizo que se ratificaran las sospechas de Adriana, aunque esa noche no hablamos más del tema.

Pero a partir de esa noche Adriana empezó a ser más recelosa con la información. Comenzó a cuestionarme cada vez que iba a salir, cada vez que tenía un viaje de trabajo, así fuera real. Aunque lo peor vino días después, pues Adriana se dio a la tarea de consultar los extractos bancarios, enterándose al fin de los cuantiosos gastos en los que yo había incurrido en tiempos recientes.

Ese día, el que se enteró, cuando volví a casa, no hubo un instante de tregua. Por supuesto que yo no estaba preparado para sostener esa conversación, pues era imposible justificarle la desaparición de cuantiosas sumas de dinero sin mostrarle en qué me lo había gastado.

Habían pasado varios meses desde el primer adulterio con Luciana, aquella memorable noche en el Four Season, que estuvo acompañada de la desaparición de algo más de mil dólares de la cuenta. Durante todo ese tiempo pensé en lo que le diría a Adriana el día que se enterara de los estados de cuenta, pero jamás se me ocurrió algo creíble.

-       ¿En qué te has gastado más de nueve millones (tres mil dólares) en lo últimos seis meses?

-       En refacciones y arreglos para el carro

-       ¿Nueve millones?

-       Y en un Smart tv que encargué, pero aún no ha llegado

-       ¿Tú crees que yo me chupo el dedo? ¿Me viste cara de estúpida?

-       Adri, es la verdad

-       ¿Y por qué no me contaste nada?

-       Porque era una sorpresa para ti

-       ¿Pero qué sorpresa va a ser para mí que le metas plata al carro?

-       Bueno, los dos lo usamos…

-       Dime la verdad de una maldita vez ¿Te estás yendo de putas? ¿Tienes alguna adicción? ¿Estás enfermo?

 

Guardé silencio por unos cuantos segundos. Me supe vencido, acorralado, atrapado en la mentira. Y viendo que era insostenible, y asumiendo que el hartazgo marital había llegado a su límite, decidí confesar.

-       No Adri, no estoy yendo de putas, ni enfermo, ni tengo una incontrolable adicción. Te he sido infiel. He utilizado el dinero para consentir a mi amante, para pagar habitaciones de lujo, para cenar, para vivir con ella todo lo que tú te negaste a vivir conmigo

-       Y ahora resulta que va a terminar siendo mi culpa…

-       No Adri, claro que no, o no del todo. Pero si he de confesarte que llegó un momento en que me cansé de tu actitud, de tus negativas, de tu apatía, y encontré refugio en alguien más

-       ¿Quién es?

-       Eso no importa Adriana, hacerte saber ese detalle solo haría más profunda tu herida. Entiendo tu ira y tu decepción, y para rescatar el mínimo de honorabilidad que me queda, me iré de casa…

El llanto se apoderó de Adriana, que remató la discusión con una larga retahíla de improperios hacia mí. Poco y nada le importó que estuvieran los niños en casa, o lo que pudiesen escuchar los vecinos, solo quería descargar su resentimiento conmigo.

Con una maleta que contenía apenas lo más básico, y en medio de los agravios de Adriana, salí de casa.

Sentado en el coche, parqueado todavía frente a casa y sin saber dónde iba a pasar esa noche, llamé a Luciana para contarle lo ocurrido. La invité a hacerme compañía en mi primera noche de mi nueva soltería. Para mi fortuna ella accedió, sin importar incluso que estábamos a mitad de semana, con lo que eso implicaba a la hora de mentir y escapar de casa.

Fue un momento bisagra en mi vida. Estaba abandonando mi hogar, asumiendo que en cuestión de días iba a empezar trámites para separarme de Adriana, aquella mujer con la que había convivido por más de una década. Tampoco iba a compartir más el día a día con mis hijos, aunque siempre tuve en mente visitarlos con frecuencia y jamás abandonar mis responsabilidades como padre, pero estaba claro que iba a perderme el resto de su infancia. Y algo positivo y revitalizador fue la actitud de Luciana, que supo priorizarme en un momento de fragilidad para mí, demostrando además que lo que sentía ella por mí iba más allá del deseo de sentir los meneos de mi miembro entre sus carnes.

Esa noche fui a parar al Hotel Selina en pleno centro de la ciudad. Y allí fue a dar Luciana, para cumplir así con el pacto de encuentro de nuestras almas, y por supuesto para poner al día a nuestros genitales.

Fue una noche de mucho diálogo, de reflexiones, de mimos y de sábanas mojadas. Pero lo realmente valioso de esa velada fue la aceptación mutua del sentimiento naciente del uno por el otro. Ya no era solo cosa mía, Luciana me había confesado estar cautiva por mí. Fue una declaración revitalizante para mí, pues ahora sentía que no había sacrificado mi matrimonio por unos polvos bien echados, sino que existía la posibilidad de rehacer mi vida junto a esta mujer que me traía chalado.

Haber abandonado mi hogar me obligó a replantearme muchas cosas en mi vida, pero me dio la oportunidad de alquilar un piso para mí solo y vivir la vida que el prematuro compromiso me había negado.

Claro que no por ello abandonamos nuestra fascinante costumbre de visitar moteles, más cuando yo no había terminado de saciar mi interés por conocer la enorme variedad que nos brinda esta ciudad.

Como olvidar por ejemplo aquella noche que nos fuimos al Palladium, en la que Luciana a punta de baile y salsa brava me hizo hervir la sangre y con ello desearla. Y horas más tarde íbamos a terminar en el Chocolate Sweet, a solo tres cuadras, en pleno corazón del Restrepo.

Si hoy me preguntan, y sin el ánimo de hacer publicidad alguna, diría que el Chocolate Sweet es el mejor motel de Bogotá, y si no lo es, pega en el palo.

Fuimos en varias ocasiones, probamos la habitación Mediterránea, la China, la Persa, pero esa noche de bailoteo en el Palladium la rematamos en la habitación Romana. Allí Luciana se sintió como en casa al encontrar un tubo poledance en medio de la habitación. Yo me di el lujo de verla menearse, una vez más, agarrada del tubo, esta vez sin tanta coordinación, sin tanta elegancia y pulcritud en sus movimientos, pues la gran cantidad de Ron Medellín consumido previamente al calor de la voz de Ismael Quintana y las rebeldes sonatas de piano de Eddie Palmieri, le afectó en gran medida sus capacidades motrices.



Claro que ese alto estado de embriaguez precipitó su deseo carnal. Esa madrugada Luciana estuvo mucho más voraz que de costumbre, y eso ya era mucho decir, pues siempre fue una mujer con una gran líbido.

Allí, recostada en el diván del amor, Luciana abrió sus piernas, y con una tentadora mirada me invitó a sumergir mi rostro en ese jardín del pecado y las delicias. En ningún momento dejó de presionar mi cara sobre su pubis, me tenía sometido con una de sus manos al respaldo de mí cabeza, mientras que con la otra estimuló su clítoris para facilitarle el trabajo a mis labios y a mi lengua.

Sus prendas de ropa interior color azul turquesa volaron por la habitación y fueron a chocar contra una de las columnas de aquel “coliseo romano” que iba a acoger la batalla de nuestros sexos.

Seguramente el decoro de esta habitación en el Chocolate Sweet no podía evocar todo el disfrute de Piralis y Calígula en esos años de falso resurgir del imperio romano, aunque para nada fue despreciable el disfrute de nuestros cuerpos aquella noche.

Cómo me gustaba verla retorcerse del gusto, disfrutaba de sentir el ardor de su coño en mis labios, de atosigarme con los olores provenientes de su intimidad, con el sabor único de esa intrigante vagina.

Una vez que sus piernas se cansaron de abrazarme por el cuello, me recompuse, situé mi cara a la altura de la suya, clavé mi mirada en su siempre provocativo rostro, y conduje mi pene de nuevo entre esas paredes vaginales de tan caliente sensación.

Ahora era yo quien la sometía. La tomé del cuello con una de mis manos, a lo que ella correspondió con una sonrisa maquiavélica, como quien quiere provocar a su contraparte a incrementar sus niveles de sadismo.

Claro que yo nunca he sido un adepto de dichas prácticas, nunca he sido capaz de golpear a una mujer, y mucho menos a Luciana, a quien concebía como una tierna princesita en envoltorio de guarra.

Nos revolcamos con furor, como si se tratara de la última vez que fuéramos a follar. Si Belcebú estaba observándonos fornicar, seguramente estaría orgulloso de nosotros. Y si era Dios el que lo hacía, posiblemente también lo estaría, pues dos de sus criaturas estaban demostrando haber perfeccionado aquello de “amaos los unos a los otros”.

Algo que podía desquiciarme de placer era escuchar a Luciana. Ella, habitualmente, era de muchos suspiros y jadeos, y de pocos gemidos, pero cada que alguno escapaba, estaba marcado por esa tonalidad ronca de mujer madura. Esa gloriosa sonoridad, acompañada de ese gesto tan suyo de apretar los labios con los dientes, alternado con la apertura breve e incontrolable de su boca, me provocaron el primer orgasmo de la noche.

Afortunadamente para los intereses de Luciana, logré una nueva erección en menos de un minuto, pues fue suficiente con ver correr mi esperma por su coño para estar listo para un segundo asalto.

Esta vez fue ella quien controló la situación. Me tumbó sobre la cama y me montó. Una vez más veía mi humanidad enterrándose en esas carnes blancas, tatuadas y femeninas. Qué maravilla era aquello de sentir sus caderas sacudiéndose sobre las mías, sentir su pubis, adornado por esos bellitos nacientes, chocando contra mi pelvis.

Y fue a partir de esa noche que desarrollé una nueva filia. Una fascinación urofílica que me acompaña hasta estos días. Dudo que haya sido un episodio accidental, es más, por el goce evidenciado en los gestos de Luciana, me atrevo a pensar que fue algo premeditado. Ella acompañó los deslizamientos de mi miembro en su interior con un constante masajeo de su clítoris, y eso desencadenó en un estallido de placer más que evidente. Su “lluvia dorada” recubrió mi pelvis, mi abdomen y parte de mis piernas; empapó las sábanas, la cama, colchón incluido.

Que exquisitez verla delirar con su “accidente urofílico”. Con ello solo logró incrementar mi deseo, y yo, viendo la cama recubierta de sus fluidos, la tomé de una de sus manos, la conduje al diván del amor, la puse en cuatro y le volví a insertar mi miembro erecto. Lo hice de forma frenética, como pretendiendo castigarla por ser tan puerca, aunque sinceramente, yo estaba encantado con esto que acaba de suceder. Es más, en esta nueva penetración, fui yo quien acarició su clítoris, buscando una nueva “lluvia sagrada”. Lastimosamente para mí, fue tal mi excitación que fui yo quien descargó toda su fogosidad antes de encontrar esa experiencia celestial.

Los dos nos dimos por satisfechos, caímos rendidos del cansancio, quizá también por el efecto del licor; ambos plenamente complacidos por este nuevo capítulo de nuestros adulterios.

 

Capítulo XIV: Regocijo dominical


Estábamos adictos el uno del otro. Luciana y yo entramos en una vorágine de desenfreno pasional, que poco a poco empezó a vislumbrar sus primeros y auténticos visos de enamoramiento. El desenfreno era total, habitualmente para nuestros adulterios, ella visitaba mi apartamento. La expedición “motelera” tampoco se detuvo, pero de la nada surgió un nuevo escenario que nos fascinó a los dos: su casa...


La Profe Luciana (Capítulo XXI)

 La Profe Luciana Capítulo XXI: Un baile de Luciana Era inevitable e irreparable. Esa sensación de oquedad, de orfandad, esa congoja que me ...