La profe Luciana
Capítulo XIII: Expediciones moteleras
Esa
noche fue la primera vez en que Adriana me hizo saber de sus sospechas hacia
mí, fue la primera vez que me sometió a un interrogatorio evidenciando su plena
desconfianza.
El
camino a casa estuvo pasado por el silencio. Yo conduje el coche, mientras que
ella permaneció callada durante todo el trayecto, sus manos entrecruzadas
permanecieron sobre sus piernas, su mirada fija y perdida en el horizonte, y su
boca cerrada durante todo el viaje. Le consulté un par de cosas, a lo que me
contestó con monosílabos, por lo que supe desde ahí que algo le ocurría.
El
viaje fue corto a pesar de que Luciana vivía ciertamente lejos de nuestra casa,
pues a esa hora, a la madrugada, la ciudad se recorre con agilidad. Cuando
faltaban apenas un par de cuadras para llegar a casa, Adriana comenzó con su
interrogatorio:
- ¿Por qué hueles así?
- ¿Así cómo?
- A mujer
- ¿A mujer? – Respondí mientras hice el ademán de olerme los hombros y las
muñecas
- Si, a mujer y a sexo
- Ha de ser que te parece
- No, no es que me parezca, estoy segura de que hueles a mujer
- Pues sinceramente no sé a qué huelo, no sé a dónde quieres llegar
- ¿Me estás engañando?
- ¿Pero como te voy a estar engañando? ¿En qué momento te iba a engañar si
venimos los dos del mismo sitio?
- No sé, pero apestas a sexo
El silencio reinó durante los instantes finales del recorrido a casa. Me
puse algo nervioso por la sospecha que invadía a Adriana, así que pensé que la
única forma de demostrarle que sus aprensiones eran infundadas, era follándola
al llegar a casa, pues solo así despejaría esa idea de que otra mujer me estaba
dando satisfacción.
Desafortunadamente para mí, el plan no salió como yo esperaba. Una vez
que entramos a casa, ella se puso su camisón y se acostó. Yo empecé a besarla
por el cuello mientras que le decía que solo tenía ojos para ella. Adriana me
permitió besarla, y me permitió tocarla, pero cuando llegó el momento de la
verdad, no pude responder. La erección nunca apareció, no solo por el reciente
orgasmo provocado por Luciana, sino porque para esa altura de mi vida Adriana
no me calentaba en lo más mínimo.
Ese “gatillazo” posiblemente hizo que se ratificaran las sospechas de
Adriana, aunque esa noche no hablamos más del tema.
Pero a partir de esa noche Adriana empezó a ser más recelosa con la
información. Comenzó a cuestionarme cada vez que iba a salir, cada vez que
tenía un viaje de trabajo, así fuera real. Aunque lo peor vino días después,
pues Adriana se dio a la tarea de consultar los extractos bancarios,
enterándose al fin de los cuantiosos gastos en los que yo había incurrido en
tiempos recientes.
Ese día, el que se enteró, cuando volví a casa, no hubo un instante de
tregua. Por supuesto que yo no estaba preparado para sostener esa conversación,
pues era imposible justificarle la desaparición de cuantiosas sumas de dinero
sin mostrarle en qué me lo había gastado.
Habían pasado varios meses desde el primer adulterio con Luciana,
aquella memorable noche en el Four Season,
que estuvo acompañada de la desaparición de algo más de mil dólares de la
cuenta. Durante todo ese tiempo pensé en lo que le diría a Adriana el día que
se enterara de los estados de cuenta, pero jamás se me ocurrió algo creíble.
- ¿En qué te has gastado más de nueve millones (tres mil dólares) en lo
últimos seis meses?
- En refacciones y arreglos para el carro
- ¿Nueve millones?
- Y en un Smart tv que encargué, pero aún no ha llegado
- ¿Tú crees que yo me chupo el dedo? ¿Me viste cara de estúpida?
- Adri, es la verdad
- ¿Y por qué no me contaste nada?
- Porque era una sorpresa para ti
- ¿Pero qué sorpresa va a ser para mí que le metas plata al carro?
- Bueno, los dos lo usamos…
- Dime la verdad de una maldita vez ¿Te estás yendo de putas? ¿Tienes
alguna adicción? ¿Estás enfermo?
Guardé
silencio por unos cuantos segundos. Me supe vencido, acorralado, atrapado en la
mentira. Y viendo que era insostenible, y asumiendo que el hartazgo marital
había llegado a su límite, decidí confesar.
- No Adri, no estoy yendo de putas, ni enfermo, ni tengo una incontrolable
adicción. Te he sido infiel. He utilizado el dinero para consentir a mi amante,
para pagar habitaciones de lujo, para cenar, para vivir con ella todo lo que tú
te negaste a vivir conmigo
- Y ahora resulta que va a terminar siendo mi culpa…
- No Adri, claro que no, o no del todo. Pero si he de confesarte que llegó
un momento en que me cansé de tu actitud, de tus negativas, de tu apatía, y
encontré refugio en alguien más
- ¿Quién es?
- Eso no importa Adriana, hacerte saber ese detalle solo haría más
profunda tu herida. Entiendo tu ira y tu decepción, y para rescatar el mínimo
de honorabilidad que me queda, me iré de casa…
El
llanto se apoderó de Adriana, que remató la discusión con una larga retahíla de
improperios hacia mí. Poco y nada le importó que estuvieran los niños en casa,
o lo que pudiesen escuchar los vecinos, solo quería descargar su resentimiento
conmigo.
Con
una maleta que contenía apenas lo más básico, y en medio de los agravios de
Adriana, salí de casa.
Sentado
en el coche, parqueado todavía frente a casa y sin saber dónde iba a pasar esa
noche, llamé a Luciana para contarle lo ocurrido. La invité a hacerme compañía
en mi primera noche de mi nueva soltería. Para mi fortuna ella accedió, sin
importar incluso que estábamos a mitad de semana, con lo que eso implicaba a la
hora de mentir y escapar de casa.
Fue
un momento bisagra en mi vida. Estaba abandonando mi hogar, asumiendo que en
cuestión de días iba a empezar trámites para separarme de Adriana, aquella
mujer con la que había convivido por más de una década. Tampoco iba a compartir
más el día a día con mis hijos, aunque siempre tuve en mente visitarlos con
frecuencia y jamás abandonar mis responsabilidades como padre, pero estaba
claro que iba a perderme el resto de su infancia. Y algo positivo y
revitalizador fue la actitud de Luciana, que supo priorizarme en un momento de
fragilidad para mí, demostrando además que lo que sentía ella por mí iba más
allá del deseo de sentir los meneos de mi miembro entre sus carnes.
Esa
noche fui a parar al Hotel Selina en
pleno centro de la ciudad. Y allí fue a dar Luciana, para cumplir así con el
pacto de encuentro de nuestras almas, y por supuesto para poner al día a
nuestros genitales.
Fue
una noche de mucho diálogo, de reflexiones, de mimos y de sábanas mojadas. Pero
lo realmente valioso de esa velada fue la aceptación mutua del sentimiento
naciente del uno por el otro. Ya no era solo cosa mía, Luciana me había
confesado estar cautiva por mí. Fue una declaración revitalizante para mí, pues
ahora sentía que no había sacrificado mi matrimonio por unos polvos bien
echados, sino que existía la posibilidad de rehacer mi vida junto a esta mujer
que me traía chalado.
Haber
abandonado mi hogar me obligó a replantearme muchas cosas en mi vida, pero me
dio la oportunidad de alquilar un piso para mí solo y vivir la vida que el
prematuro compromiso me había negado.
Claro
que no por ello abandonamos nuestra fascinante costumbre de visitar moteles,
más cuando yo no había terminado de saciar mi interés por conocer la enorme
variedad que nos brinda esta ciudad.
Como
olvidar por ejemplo aquella noche que nos fuimos al Palladium, en la que Luciana a punta de baile y salsa brava me hizo
hervir la sangre y con ello desearla. Y horas más tarde íbamos a terminar en el
Chocolate Sweet, a solo tres cuadras,
en pleno corazón del Restrepo.
Si
hoy me preguntan, y sin el ánimo de hacer publicidad alguna, diría que el Chocolate Sweet es el mejor motel de
Bogotá, y si no lo es, pega en el palo.
Fuimos
en varias ocasiones, probamos la habitación Mediterránea, la China, la Persa,
pero esa noche de bailoteo en el Palladium
la rematamos en la habitación Romana. Allí Luciana se sintió como en casa al
encontrar un tubo poledance en medio de la habitación. Yo me di el lujo de
verla menearse, una vez más, agarrada del tubo, esta vez sin tanta
coordinación, sin tanta elegancia y pulcritud en sus movimientos, pues la gran
cantidad de Ron Medellín consumido
previamente al calor de la voz de Ismael Quintana y las rebeldes sonatas de
piano de Eddie Palmieri, le afectó en gran medida sus capacidades motrices.
Claro
que ese alto estado de embriaguez precipitó su deseo carnal. Esa madrugada
Luciana estuvo mucho más voraz que de costumbre, y eso ya era mucho decir, pues
siempre fue una mujer con una gran líbido.
Allí,
recostada en el diván del amor, Luciana abrió sus piernas, y con una tentadora
mirada me invitó a sumergir mi rostro en ese jardín del pecado y las delicias. En
ningún momento dejó de presionar mi cara sobre su pubis, me tenía sometido con
una de sus manos al respaldo de mí cabeza, mientras que con la otra estimuló su
clítoris para facilitarle el trabajo a mis labios y a mi lengua.
Sus prendas de ropa interior color azul turquesa volaron por la
habitación y fueron a chocar contra una de las columnas de aquel “coliseo romano”
que iba a acoger la batalla de nuestros sexos.
Seguramente el decoro de esta habitación en el Chocolate Sweet no podía evocar todo el disfrute de Piralis y
Calígula en esos años de falso resurgir del imperio romano, aunque para nada
fue despreciable el disfrute de nuestros cuerpos aquella noche.
Cómo me gustaba verla retorcerse del gusto, disfrutaba de sentir el
ardor de su coño en mis labios, de atosigarme con los olores provenientes de su
intimidad, con el sabor único de esa intrigante vagina.
Una vez que sus piernas se cansaron de abrazarme por el cuello, me
recompuse, situé mi cara a la altura de la suya, clavé mi mirada en su siempre
provocativo rostro, y conduje mi pene de nuevo entre esas paredes vaginales de
tan caliente sensación.
Ahora era yo quien la sometía. La tomé del cuello con una de mis manos,
a lo que ella correspondió con una sonrisa maquiavélica, como quien quiere
provocar a su contraparte a incrementar sus niveles de sadismo.
Claro que yo nunca he sido un adepto de dichas prácticas, nunca he sido
capaz de golpear a una mujer, y mucho menos a Luciana, a quien concebía como
una tierna princesita en envoltorio de guarra.
Nos revolcamos con furor, como si se tratara de la última vez que
fuéramos a follar. Si Belcebú estaba observándonos fornicar, seguramente
estaría orgulloso de nosotros. Y si era Dios el que lo hacía, posiblemente
también lo estaría, pues dos de sus criaturas estaban demostrando haber
perfeccionado aquello de “amaos los unos a los otros”.
Algo que podía desquiciarme de placer era escuchar a Luciana. Ella,
habitualmente, era de muchos suspiros y jadeos, y de pocos gemidos, pero cada que
alguno escapaba, estaba marcado por esa tonalidad ronca de mujer madura. Esa
gloriosa sonoridad, acompañada de ese gesto tan suyo de apretar los labios con
los dientes, alternado con la apertura breve e incontrolable de su boca, me
provocaron el primer orgasmo de la noche.
Afortunadamente para los intereses de Luciana, logré una nueva erección
en menos de un minuto, pues fue suficiente con ver correr mi esperma por su
coño para estar listo para un segundo asalto.
Esta vez fue ella quien controló la situación. Me tumbó sobre la cama y
me montó. Una vez más veía mi humanidad enterrándose en esas carnes blancas,
tatuadas y femeninas. Qué maravilla era aquello de sentir sus caderas
sacudiéndose sobre las mías, sentir su pubis, adornado por esos bellitos
nacientes, chocando contra mi pelvis.
Y fue a partir de esa noche que desarrollé una nueva filia. Una
fascinación urofílica que me acompaña hasta estos días. Dudo que haya sido un
episodio accidental, es más, por el goce evidenciado en los gestos de Luciana,
me atrevo a pensar que fue algo premeditado. Ella acompañó los deslizamientos
de mi miembro en su interior con un constante masajeo de su clítoris, y eso
desencadenó en un estallido de placer más que evidente. Su “lluvia dorada”
recubrió mi pelvis, mi abdomen y parte de mis piernas; empapó las sábanas, la
cama, colchón incluido.
Que exquisitez verla delirar con su “accidente urofílico”. Con ello solo
logró incrementar mi deseo, y yo, viendo la cama recubierta de sus fluidos, la
tomé de una de sus manos, la conduje al diván del amor, la puse en cuatro y le
volví a insertar mi miembro erecto. Lo hice de forma frenética, como
pretendiendo castigarla por ser tan puerca, aunque sinceramente, yo estaba
encantado con esto que acaba de suceder. Es más, en esta nueva penetración, fui
yo quien acarició su clítoris, buscando una nueva “lluvia sagrada”.
Lastimosamente para mí, fue tal mi excitación que fui yo quien descargó toda su
fogosidad antes de encontrar esa experiencia celestial.
Los dos nos dimos por satisfechos, caímos rendidos del cansancio, quizá
también por el efecto del licor; ambos plenamente complacidos por este nuevo
capítulo de nuestros adulterios.
Capítulo XIV: Regocijo
dominical
Estábamos adictos el uno del otro. Luciana y yo entramos en una vorágine de
desenfreno pasional, que poco a poco empezó a vislumbrar sus primeros y
auténticos visos de enamoramiento. El desenfreno era total, habitualmente para
nuestros adulterios, ella visitaba mi apartamento. La expedición “motelera”
tampoco se detuvo, pero de la nada surgió un nuevo escenario que nos fascinó a
los dos: su casa...