La profe Luciana
Capítulo XII: El viacrucis de Luis Gabriel
Una indigestión severa…
¡Qué ingenua que podía ser Adriana! Aunque más lo era el marido de Luciana, ese
sí que era un crédulo digno de sufrir todo lo que ella le hacía.
Luciana nunca había
sido muy dada a hablarme de él, aunque yo tampoco demostré mayor interés por
enterarme. Claro que el naciente deseo que surgía entre Luciana y yo, iba hacer
surgir en mí esa necesidad por aprender cosas de su esposo, al fin y al cabo
que no hay mejor estrategia que conocer a tu enemigo a la perfección.
El marido de Luciana no
era un digno rival, no estaba a la altura. Era el típico fantoche hablantinoso
que va pregonando éxito y logros, pero no pasa de pobre diablo.
Luis Gabriel se llamaba
el desdichado este, que es fácil de encasillar en el perfil del tradicional
patriota camandulero de derechas, que se cree valioso e imprescindible para el
progreso de su país; que va vociferando tener un imperio que genera empleos y
riqueza para la nación, pero va uno a ver y el tal imperio es un cochambroso
taller de reparación de refrigeradores y aires acondicionados, y los empleos
son el de él y el de un pobre desgraciado que tiene como asistente al que no es
capaz de pagarle ni un salario mínimo. Así es, Luis Gabriel es el clásico
acomplejado que va ostentando lujos que no puede pagar.
Es más, algo que me
generó mucho más morbo y gusto del que ya tenía al sostener relaciones carnales
con Luciana, era el hecho de saber que con esto mancillaba el orgullo de uno de
estos agrandados parásitos que pululan en nuestras sociedades latinoamericanas
y subdesarrolladas.
Durante mis primeros
encuentros con Luciana no supe nada de él. Nuestras conversaciones siempre se
centraron más en el gusto literario compartido, en nuestras profesiones, revelarnos
nuestras perversiones, planes a corto plazo, y en general a conocer los gustos
y deseos que cada cual tenía.
Más allá de una tímida
mención, parecía que Adriana y Luis Gabriel eran tema prohibido en nuestras
conversaciones de esos primeros encuentros.
Hasta cierta noche,
también de sábado, velada que pasamos en el Blue
Moon. Esa vez Luciana estaba poseída por la ira, había discutido con su
marido, y su adulterio terminaría siendo mucho más placentero. Y esa fue
también la primera vez que me atreví a preguntarle por él.
Me lo describió como un
fanático religioso, petulante, convencionalista y fracasado. Pero en lo que más
hizo ahínco fue en su capacidad para adular, “es un lampelotas con doctorado”,
describió Luciana dibujando un notorio gesto de desprecio en su rostro.
-
¿Y
entonces por qué estás con él?
-
Por lo
que ya te dije alguna vez, por las apariencias que hay que mantener, pues en
sociedades como esta se te valora más si personificas los “valores
tradicionales”. También por nuestro hijo, que seguramente se vería afectado si
nos llegáramos a separar
-
¿Cuántos
años tiene tu hijo?
-
13
-
Ah
bueno, ya es algo grande para procesar una situación como esa
-
Quizá,
pero he llegado a pensar que al ser hijo único podría sufrir un trauma mayor
con la separación de sus padres
-
Bueno,
también es cierto que nadie lo conoce mejor que tú… Pero vivir atrapado en un
matrimonio sin rumbo no tiene razón de ser
-
¿Y tú
por qué sigues con el tuyo?
-
Sinceramente
por comodidad, pues sé que, si me divorcio de Adriana, es muy probable que ella
se quede con gran parte de los bienes y con la custodia de los niños. Yo podría
desentenderme, pagarle una cuota alimentaria mensual y librarme de cargas, pero
no sé si eso es lo más sano para mis hijos. Me gustaría que ella también me
engañara, con eso yo tendría forma de dar pelea en un tribunal
-
Ayúdale
-
¿Qué
quieres? ¿Qué le consiga un amante a mi mujer?
-
Ja,
ja, ja, suena raro, pero sí
-
Es tan
reprimida que el amante terminaría enfadándose conmigo
-
Ja, ja,
ja
-
Suena
mal que yo sea quien te lo diga, pues hay un interés de por medio, pero no
deberías seguir atada a Luis Gabriel, se te nota que te hace infeliz
-
Es
verdad, pero no sé de qué forma puedo sacármelo de encima
-
¿Sabe
que le has sido infiel?
-
Posiblemente
sospeche, aunque es demasiado ingenuo
-
Bueno,
pues confiésale todo lo que has hecho
-
Uy no,
tiene una escopeta y está un poco trastornado. Si no me mata a mí, busca a todo
aquel que se haya acostado conmigo
-
Ja,
ja, ja ¿Tan desquiciado está?
-
Hasta
más…
Esa fue la primera gran referencia que tuve de Luis Gabriel. Aunque luego me di la oportunidad de
conocerle en persona, y no solo de eso, sino también de comerme a Luciana en su
presencia, a su espalda, separados apenas por un muro.
Claro que todo fue un
proceso, no iba a arriesgarme a tentar a un sociópata consagrado como este.
La segunda referencia
que tuve de “Luchito” fue una noche, esta vez de viernes, en que Luciana me
invitó a su casa. Su esposo había viajado a visitar a un hermano enfermo, y su
hijo había ido a pasar la noche en casa de un amigo, así que teníamos vía libre
para nuestras adulteras perversiones en el seno de su hogar.
Luciana me hizo una
visita guiada por su casa. Me enseñó sus aposentos, su bella sala de estar, su
estudio particular para el ensayo de bailes sensuales y por supuesto el pole
dance, y luego me llevó a una habitación que su marido había adecuado como
santuario para la oración. “Me encanta profanar este lugar. Es más, si tomas
ese crucifijo y lo hueles, le notaras un tufillo a coño”, dijo ella mientras
señalaba hacia una de las paredes donde efectivamente estaba colgado un
crucifijo.
Ella amaba violentar
ese lugar de culto para su esposo. Me confesó haberse masturbado decenas de
ocasiones en ese lugar. Y eso avivó mi interés por sus tocamientos.
-
¿Te
masturbas seguido?
-
Uh,
más de lo que te imaginas
-
¿Te
tiras en el suelo para cosquillearte con tu mano mientras estás desnuda? ¿O
eres de aquellas mujeres que prefiere recostarse contra un muro mientras mete
su mano bajo las prendas para tocarse?
-
Ambas
me gustan, aunque disfruto más estando desnuda, pues puedo acariciarme mejor
-
¿Follas
aquí con tu marido?
-
Ni
aquí ni en ninguna otra parte. Tengo que estar muy cachonda para acostarme con
él. Tanto así que la última vez fue esa en que te mandé el video del duchazo, y
ya hace cuánto de eso. Claro que he follado aquí con otros, no es la primera
vez que Cristo me ve gozando como a una perra mientras engaño a mi marido
-
Si yo
fuera tu cónyuge no me cansaría jamás de poseerte
-
Eso
dices, pero la convivencia cansa. Sino mira lo que te pasó con tu mujer…
El silencio perduró por
unos cuantos segundos en el ambiente, pero luego Luciana lo interrumpió.
“¿Bueno, vienes y me ayudas a cumplir una nueva fantasía de profanación en el
templo de mi esposo, o me va a tocar hacerlo sola una vez más?”.
Al escuchar esas
palabras me abalancé desesperado sobre ella. La besé y a la vez empecé a
acariciar su espalda y sus nalgas. Claro que luego de escucharle aquello de que
se masturbaba con un crucifijo, sentí que mis manos no estaban a la altura, por
lo menos en esa ocasión, para consentirla. Me alejé por un instante, tomé el
crucifijo, lo acerqué a mi nariz y constaté que efectivamente tenía una ligera
esencia a su feminidad. ¡Qué delicia!
Le pedí tumbarse en el
suelo, cerrar sus ojos y dejarse llevar. Al comienzo me ayudé de mis manos para
acariciar la cara interna de sus muslos, y habiéndome asegurado de que
estuviese lo suficientemente lubricada, me animé a incrustar poco a poco el
crucifijo.
Yo lo agarraba desde la
parte más corta de la cruz, es decir, donde se sitúa la cabeza espinada de
Cristo, mientras que le enterraba, sin apuro alguno, la parte más extensa. Lo
más placentero de la situación era ver salir la cruz recubierta de ese néctar
sagrado. Luciana me pidió chupar el crucifijo, y yo encantado accedí. Lo mejor
de todo era verle esa cara de pervertida, ese rostro gustoso de verme complacer
todos sus caprichos.
Las piernas y el torso
de Cristo quedaron empapados por los fluidos de Luciana, pero hasta ahí llegó
la participación del crucifijo, pues cuando vi a Luciana revolcarse del gusto en
el suelo, entendí que era momento de sumarme, de gozar con ella.
Colgué la cruz en la
pared, hice que Luciana se pusiera en pie y le di vuelta, para quedar una vez
más de frente con su impresionante culo. No sé cuántas veces lo he descrito,
cuántas veces lo he elogiado, cuantas veces lo he glorificado, lo cierto es que
hasta el día de hoy no me canso de hacerlo, es el mejor culo que he visto en
toda mi puñetera existencia, y lo mejor de todo es que tuve la chance de
sentirlo, de magrearlo y de penetrarlo.
Ese día se iba a dar
una vez más, con Cristo colgando en la cruz mientras nos tenía de frente a
Luciana y a mí; iba a incursionar una vez más en ese camino estrecho y
misterioso.
Claro que en primera
instancia la penetración fue vaginal, pues su coño ya estaba lubricado. Esa vez
fue lenta, despaciosa y diría que hasta silenciosa. Creo que fue la primera vez
que hice el amor con Luciana en vez de fornicarla.
Y aunque fue un rato
muy tierno y romántico, Luciana no quería un amante para ello, sino para
desatar sus más bajos y sucios deseos, por lo que fue cuestión de un par de
minutos para que la penetrara de forma voraz.
La agarré de esa
hermosa cabellera oscura y desordenada, y la sometí, la penetré sin la más
mínima consideración por su bienestar. Empecé a besarle y a chuparle el cuello,
con el morbo de tener el crucifijo a tan solo unos centímetros de nuestros
rostros; con la cómplice reacción burlona y puerca de mi veterana barragana.
Cuando los vapores de
su vagina se convirtieron en fuertes goteos, los aproveché una vez más para
lubricar su ojete. Adoraba el hecho de contar con su total aprobación, no hubo
nunca reproche alguno de su parte para mi incursión contranatura.
El ingreso fue
despacioso, como la vez anterior. Mi entusiasta miembro erecto iba pidiendo
permiso a las paredes de su ano para ingresar, para escarbar hasta lo más
profundo de esa cavidad.
Penetrar a Luciana por
el ano era algo sencillamente maravilloso, sentir caer todo el peso de los
músculos de su culo sobre mi pene, era algo que fácilmente podía desquiciarme.
Pero lo que más me gustaba de todo esto eran esos gemidos roncos, esos lamentos
de tonalidad baja, tan propios de una mujer madura.
La penetración anal fue
lenta a todo momento, no era necesario forzar el movimiento, ni aumentar su
velocidad, ni hacerlos más bruscos, nada de eso; es más, con el solo hecho de
tener mi miembro ahí dentro, me sentía al borde del orgasmo.
Pero a pesar de lo aberrante
o impúdico de la situación, yo sentía que debía comportarme como un caballero,
lograr el orgasmo de Luciana para ahí si poder llegar al mío.
Y fue algo que se me
fue dando con la práctica, con el pasar de los coitos, pues fui aprendiendo a
identificar esos gestos tan propios del placer extremo de mi cómplice de adulterios.
No siempre se
manifestaron por el tembleque de sus piernas, o por la fuga de fluidos de su
coño, esos eran los más dicientes. Un gesto típico de Luciana al encontrar el
clímax era buscar mis labios, buscar sumergirse en un largo beso. Otra de las
características de sus orgasmos era clavar sus uñas en alguna parte de mí: Ya
fuera mi cabeza, espalda, hombros, piernas; eso dependía la posición en la que
estuviésemos. En esta ocasión fue en mi nuca, pues llegó un momento en el que
entrecruzó sus brazos por detrás de mi cabeza, inclinó su cabeza hacia atrás,
dejándola caer sobre uno de mis hombros, y luego buscó mi boca para deleitarme
con uno de sus siempre amenos besos, a la vez que sus uñas se clavaban al
respaldo de mi cuello.
Habiendo cumplido con
la primera parte de la tarea, me sentí en libertad de pensar en mi propia
satisfacción.
Saqué lentamente mi
falo de su ano, me alejé un poco para tomar un paño húmedo y limpiarlo, y acto
seguido le pedí a Luciana ponerse en cuclillas para masturbarme a la altura de
su rostro. Me di el gusto de correrme en su bonito rostro, de ver el semen
correr cuesta abajo desde uno de sus ojos hasta el borde de su boca.
Y aunque el polvo en el
santuario de Luis Gabriel es digno de enmarcar, fue todavía mejor esa vez que
fornicamos mientras él también estaba en casa, separados por una pared, y
cobijados por el bullicio de una reunión de “amigos” al interior de su morada.
Ocurrió un 25 de mayo,
fecha en la que Luciana conmemora el aniversario de fundación de su academia.
Para una ocasión tan especial, la talentosa maestra se da el gusto de organizar
una fiesta con las alumnas con las que ha establecido vínculos más cercanos.
Habitualmente esta
fiesta se hacía en la misma sede de la academia, pero había años en que a
Luciana le apetecía llevar esa celebración al interior de su hogar.
Adriana no era de su
círculo más íntimo, pero Luciana la invitó aparentando cortesía, y en un
evidente guiño para que yo hiciera parte de tan importante efeméride.
Obviamente que Luciana
no invitaba solo a sus alumnas, sino también a sus esposos, y en caso de no
tener con quien dejar a los niños, podían llevarlos también.
Era un suceso en el que
lograba reunir a un amplio número de personas, pero la verdadera fiesta iba a
ser solo para dos.
Esa noche fue la
primera ocasión en que vi cara a cara al badulaque con ínfulas de gran
empresario. Iba vestido de jean, y un buzo de lana gris, zapato mocasín negro,
que a leguas se notaba era de mercadillo. La cabeza embadurnada de gel y el
pelo como una plasta, echado hacia atrás. Cuando nos presentaron, me ofreció un
whisky y una conversación que se extendió por escasos cinco minutos.
Me habló de su amado
Atlético Nacional, de un par de realities de ese entonces por la tv, y de un
genocida que absurdamente es admirado en un país de violentos como este. Me dio
un par de “consejos” para hacer grandes fortunas, y luego dejó caer su cuerpo
en uno de los sofás de espuma de poliuretano.
Supe de entrada que no
había mucho por hablar con este sujeto, pero entendí que lo más conveniente era
ganarme su confianza. Así que luego de intercambiar saludos con los demás
presentes en la reunión, volví hacia donde él estaba, y ahora fui yo quien le
ofreció un whisky.
Le seguí la cuerda en
muchos de sus planteamientos extremistas y autoritarios; alabé a Laureano Gómez
y a Donald Trump, al “glorioso Partido Conservador” (Ja, ja, ja) y hasta me
animé a rememorar los goles de Carmelo Valencia, Sergio Galván Rey y León Darío
Muñoz en la final de 2007.
Me gané rápidamente su
afecto y su confianza. Es más, gran parte de la fiesta estuve charlando con él,
encargándome de embriagarle para hacer más fácil de cumplir mi anhelo de
follarme esa noche a su mujer.
Y una vez que el pobre
diablo quedó con la cabeza gacha y el piso dándole vueltas, le dije tener que
ausentarme por un instante, pues quería compartirle un trago especial que había
traído a la reunión, pero que torpemente había olvidado en el carro.
Salí de la sala, me crucé
con Luciana, la agarré de la mano y la llevé al patio trasero. Allí empezamos a
besarnos, bajo la escasa luz que brinda una de las farolas del alumbrado
público, recargados contra el muro que da contra su cocina. Luego le di vuelta,
quizá de forma un poco brusca, la apoyé contra la pared, alcé su falda, moví su
tanguita hacia un costado, y la penetré a profundidad.
Fue un coito corto pero
memorable. No hubo tiempo para jugueteos previos, para caricias y demás, fue un
acto puramente animal, pero sumamente excitante para ambos.
“Tienes que apurarte.
Si Lucho nos pilla es capaz de agarrar su escopeta y volarnos los sesos a los
dos frente a toda esta gente”, dijo Luciana mientras yo le empujaba mi miembro adentro sin ningún tipo
de contemplación.
A pesar de que fue un
polvo corto, nos dimos el gusto de cambiar de posición. Luciana se dio vuelta,
quedamos cara a cara, y volvimos de nuevo a compenetrarnos en uno solo para
intercambiar nuestros fluidos.
El coito terminó con mi
estallido de placer en su interior, todo a partir de un profundo beso con el
que Luciana me deleitó.
Regresamos a la sala,
seguramente, todavía con el correspondiente aroma a sexo, que buscaríamos
disimular con el olor a tabaco reinante en el ambiente, y la complicidad de
saber que el licor habría aturdido los sentidos de la mayoría allí presentes.
Capítulo XIII: Expediciones moteleras
Esa noche fue la
primera vez en que Adriana me hizo saber de sus sospechas hacia mí, fue la
primera vez que me sometió a un interrogatorio evidenciando su plena
desconfianza...