viernes, 16 de abril de 2021

La profe Luciana (Capítulo XII)

 La profe Luciana 


Capítulo XII: El viacrucis de Luis Gabriel



Una indigestión severa… ¡Qué ingenua que podía ser Adriana! Aunque más lo era el marido de Luciana, ese sí que era un crédulo digno de sufrir todo lo que ella le hacía.

Luciana nunca había sido muy dada a hablarme de él, aunque yo tampoco demostré mayor interés por enterarme. Claro que el naciente deseo que surgía entre Luciana y yo, iba hacer surgir en mí esa necesidad por aprender cosas de su esposo, al fin y al cabo que no hay mejor estrategia que conocer a tu enemigo a la perfección.

El marido de Luciana no era un digno rival, no estaba a la altura. Era el típico fantoche hablantinoso que va pregonando éxito y logros, pero no pasa de pobre diablo.

Luis Gabriel se llamaba el desdichado este, que es fácil de encasillar en el perfil del tradicional patriota camandulero de derechas, que se cree valioso e imprescindible para el progreso de su país; que va vociferando tener un imperio que genera empleos y riqueza para la nación, pero va uno a ver y el tal imperio es un cochambroso taller de reparación de refrigeradores y aires acondicionados, y los empleos son el de él y el de un pobre desgraciado que tiene como asistente al que no es capaz de pagarle ni un salario mínimo. Así es, Luis Gabriel es el clásico acomplejado que va ostentando lujos que no puede pagar.

Es más, algo que me generó mucho más morbo y gusto del que ya tenía al sostener relaciones carnales con Luciana, era el hecho de saber que con esto mancillaba el orgullo de uno de estos agrandados parásitos que pululan en nuestras sociedades latinoamericanas y subdesarrolladas.

Durante mis primeros encuentros con Luciana no supe nada de él. Nuestras conversaciones siempre se centraron más en el gusto literario compartido, en nuestras profesiones, revelarnos nuestras perversiones, planes a corto plazo, y en general a conocer los gustos y deseos que cada cual tenía.

Más allá de una tímida mención, parecía que Adriana y Luis Gabriel eran tema prohibido en nuestras conversaciones de esos primeros encuentros.

Hasta cierta noche, también de sábado, velada que pasamos en el Blue Moon. Esa vez Luciana estaba poseída por la ira, había discutido con su marido, y su adulterio terminaría siendo mucho más placentero. Y esa fue también la primera vez que me atreví a preguntarle por él.

Me lo describió como un fanático religioso, petulante, convencionalista y fracasado. Pero en lo que más hizo ahínco fue en su capacidad para adular, “es un lampelotas con doctorado”, describió Luciana dibujando un notorio gesto de desprecio en su rostro.

-       ¿Y entonces por qué estás con él?

-       Por lo que ya te dije alguna vez, por las apariencias que hay que mantener, pues en sociedades como esta se te valora más si personificas los “valores tradicionales”. También por nuestro hijo, que seguramente se vería afectado si nos llegáramos a separar

-       ¿Cuántos años tiene tu hijo?

-       13

-       Ah bueno, ya es algo grande para procesar una situación como esa

-       Quizá, pero he llegado a pensar que al ser hijo único podría sufrir un trauma mayor con la separación de sus padres

-       Bueno, también es cierto que nadie lo conoce mejor que tú… Pero vivir atrapado en un matrimonio sin rumbo no tiene razón de ser

-       ¿Y tú por qué sigues con el tuyo?

-       Sinceramente por comodidad, pues sé que, si me divorcio de Adriana, es muy probable que ella se quede con gran parte de los bienes y con la custodia de los niños. Yo podría desentenderme, pagarle una cuota alimentaria mensual y librarme de cargas, pero no sé si eso es lo más sano para mis hijos. Me gustaría que ella también me engañara, con eso yo tendría forma de dar pelea en un tribunal

-       Ayúdale

-       ¿Qué quieres? ¿Qué le consiga un amante a mi mujer?

-       Ja, ja, ja, suena raro, pero sí

-       Es tan reprimida que el amante terminaría enfadándose conmigo

-       Ja, ja, ja

-       Suena mal que yo sea quien te lo diga, pues hay un interés de por medio, pero no deberías seguir atada a Luis Gabriel, se te nota que te hace infeliz

-       Es verdad, pero no sé de qué forma puedo sacármelo de encima

-       ¿Sabe que le has sido infiel?

-       Posiblemente sospeche, aunque es demasiado ingenuo

-       Bueno, pues confiésale todo lo que has hecho

-       Uy no, tiene una escopeta y está un poco trastornado. Si no me mata a mí, busca a todo aquel que se haya acostado conmigo

-       Ja, ja, ja ¿Tan desquiciado está?

-       Hasta más…

Esa fue la primera gran referencia que tuve de Luis Gabriel. Aunque luego me di la oportunidad de conocerle en persona, y no solo de eso, sino también de comerme a Luciana en su presencia, a su espalda, separados apenas por un muro.

Claro que todo fue un proceso, no iba a arriesgarme a tentar a un sociópata consagrado como este.

La segunda referencia que tuve de “Luchito” fue una noche, esta vez de viernes, en que Luciana me invitó a su casa. Su esposo había viajado a visitar a un hermano enfermo, y su hijo había ido a pasar la noche en casa de un amigo, así que teníamos vía libre para nuestras adulteras perversiones en el seno de su hogar.

Luciana me hizo una visita guiada por su casa. Me enseñó sus aposentos, su bella sala de estar, su estudio particular para el ensayo de bailes sensuales y por supuesto el pole dance, y luego me llevó a una habitación que su marido había adecuado como santuario para la oración. “Me encanta profanar este lugar. Es más, si tomas ese crucifijo y lo hueles, le notaras un tufillo a coño”, dijo ella mientras señalaba hacia una de las paredes donde efectivamente estaba colgado un crucifijo.

Ella amaba violentar ese lugar de culto para su esposo. Me confesó haberse masturbado decenas de ocasiones en ese lugar. Y eso avivó mi interés por sus tocamientos.

-       ¿Te masturbas seguido?

-       Uh, más de lo que te imaginas

-       ¿Te tiras en el suelo para cosquillearte con tu mano mientras estás desnuda? ¿O eres de aquellas mujeres que prefiere recostarse contra un muro mientras mete su mano bajo las prendas para tocarse?

-       Ambas me gustan, aunque disfruto más estando desnuda, pues puedo acariciarme mejor

-       ¿Follas aquí con tu marido?

-       Ni aquí ni en ninguna otra parte. Tengo que estar muy cachonda para acostarme con él. Tanto así que la última vez fue esa en que te mandé el video del duchazo, y ya hace cuánto de eso. Claro que he follado aquí con otros, no es la primera vez que Cristo me ve gozando como a una perra mientras engaño a mi marido

-       Si yo fuera tu cónyuge no me cansaría jamás de poseerte

-       Eso dices, pero la convivencia cansa. Sino mira lo que te pasó con tu mujer…

El silencio perduró por unos cuantos segundos en el ambiente, pero luego Luciana lo interrumpió. “¿Bueno, vienes y me ayudas a cumplir una nueva fantasía de profanación en el templo de mi esposo, o me va a tocar hacerlo sola una vez más?”.

Al escuchar esas palabras me abalancé desesperado sobre ella. La besé y a la vez empecé a acariciar su espalda y sus nalgas. Claro que luego de escucharle aquello de que se masturbaba con un crucifijo, sentí que mis manos no estaban a la altura, por lo menos en esa ocasión, para consentirla. Me alejé por un instante, tomé el crucifijo, lo acerqué a mi nariz y constaté que efectivamente tenía una ligera esencia a su feminidad. ¡Qué delicia!

Le pedí tumbarse en el suelo, cerrar sus ojos y dejarse llevar. Al comienzo me ayudé de mis manos para acariciar la cara interna de sus muslos, y habiéndome asegurado de que estuviese lo suficientemente lubricada, me animé a incrustar poco a poco el crucifijo.

Yo lo agarraba desde la parte más corta de la cruz, es decir, donde se sitúa la cabeza espinada de Cristo, mientras que le enterraba, sin apuro alguno, la parte más extensa. Lo más placentero de la situación era ver salir la cruz recubierta de ese néctar sagrado. Luciana me pidió chupar el crucifijo, y yo encantado accedí. Lo mejor de todo era verle esa cara de pervertida, ese rostro gustoso de verme complacer todos sus caprichos.

Las piernas y el torso de Cristo quedaron empapados por los fluidos de Luciana, pero hasta ahí llegó la participación del crucifijo, pues cuando vi a Luciana revolcarse del gusto en el suelo, entendí que era momento de sumarme, de gozar con ella.

Colgué la cruz en la pared, hice que Luciana se pusiera en pie y le di vuelta, para quedar una vez más de frente con su impresionante culo. No sé cuántas veces lo he descrito, cuántas veces lo he elogiado, cuantas veces lo he glorificado, lo cierto es que hasta el día de hoy no me canso de hacerlo, es el mejor culo que he visto en toda mi puñetera existencia, y lo mejor de todo es que tuve la chance de sentirlo, de magrearlo y de penetrarlo.

Ese día se iba a dar una vez más, con Cristo colgando en la cruz mientras nos tenía de frente a Luciana y a mí; iba a incursionar una vez más en ese camino estrecho y misterioso.

Claro que en primera instancia la penetración fue vaginal, pues su coño ya estaba lubricado. Esa vez fue lenta, despaciosa y diría que hasta silenciosa. Creo que fue la primera vez que hice el amor con Luciana en vez de fornicarla.

Y aunque fue un rato muy tierno y romántico, Luciana no quería un amante para ello, sino para desatar sus más bajos y sucios deseos, por lo que fue cuestión de un par de minutos para que la penetrara de forma voraz.

La agarré de esa hermosa cabellera oscura y desordenada, y la sometí, la penetré sin la más mínima consideración por su bienestar. Empecé a besarle y a chuparle el cuello, con el morbo de tener el crucifijo a tan solo unos centímetros de nuestros rostros; con la cómplice reacción burlona y puerca de mi veterana barragana.

Cuando los vapores de su vagina se convirtieron en fuertes goteos, los aproveché una vez más para lubricar su ojete. Adoraba el hecho de contar con su total aprobación, no hubo nunca reproche alguno de su parte para mi incursión contranatura.

El ingreso fue despacioso, como la vez anterior. Mi entusiasta miembro erecto iba pidiendo permiso a las paredes de su ano para ingresar, para escarbar hasta lo más profundo de esa cavidad.

Penetrar a Luciana por el ano era algo sencillamente maravilloso, sentir caer todo el peso de los músculos de su culo sobre mi pene, era algo que fácilmente podía desquiciarme. Pero lo que más me gustaba de todo esto eran esos gemidos roncos, esos lamentos de tonalidad baja, tan propios de una mujer madura.

La penetración anal fue lenta a todo momento, no era necesario forzar el movimiento, ni aumentar su velocidad, ni hacerlos más bruscos, nada de eso; es más, con el solo hecho de tener mi miembro ahí dentro, me sentía al borde del orgasmo.

Pero a pesar de lo aberrante o impúdico de la situación, yo sentía que debía comportarme como un caballero, lograr el orgasmo de Luciana para ahí si poder llegar al mío.

Y fue algo que se me fue dando con la práctica, con el pasar de los coitos, pues fui aprendiendo a identificar esos gestos tan propios del placer extremo de mi cómplice de adulterios.

No siempre se manifestaron por el tembleque de sus piernas, o por la fuga de fluidos de su coño, esos eran los más dicientes. Un gesto típico de Luciana al encontrar el clímax era buscar mis labios, buscar sumergirse en un largo beso. Otra de las características de sus orgasmos era clavar sus uñas en alguna parte de mí: Ya fuera mi cabeza, espalda, hombros, piernas; eso dependía la posición en la que estuviésemos. En esta ocasión fue en mi nuca, pues llegó un momento en el que entrecruzó sus brazos por detrás de mi cabeza, inclinó su cabeza hacia atrás, dejándola caer sobre uno de mis hombros, y luego buscó mi boca para deleitarme con uno de sus siempre amenos besos, a la vez que sus uñas se clavaban al respaldo de mi cuello.

Habiendo cumplido con la primera parte de la tarea, me sentí en libertad de pensar en mi propia satisfacción.

Saqué lentamente mi falo de su ano, me alejé un poco para tomar un paño húmedo y limpiarlo, y acto seguido le pedí a Luciana ponerse en cuclillas para masturbarme a la altura de su rostro. Me di el gusto de correrme en su bonito rostro, de ver el semen correr cuesta abajo desde uno de sus ojos hasta el borde de su boca.

Y aunque el polvo en el santuario de Luis Gabriel es digno de enmarcar, fue todavía mejor esa vez que fornicamos mientras él también estaba en casa, separados por una pared, y cobijados por el bullicio de una reunión de “amigos” al interior de su morada.

Ocurrió un 25 de mayo, fecha en la que Luciana conmemora el aniversario de fundación de su academia. Para una ocasión tan especial, la talentosa maestra se da el gusto de organizar una fiesta con las alumnas con las que ha establecido vínculos más cercanos.

Habitualmente esta fiesta se hacía en la misma sede de la academia, pero había años en que a Luciana le apetecía llevar esa celebración al interior de su hogar.

Adriana no era de su círculo más íntimo, pero Luciana la invitó aparentando cortesía, y en un evidente guiño para que yo hiciera parte de tan importante efeméride.

Obviamente que Luciana no invitaba solo a sus alumnas, sino también a sus esposos, y en caso de no tener con quien dejar a los niños, podían llevarlos también.



Era un suceso en el que lograba reunir a un amplio número de personas, pero la verdadera fiesta iba a ser solo para dos.

Esa noche fue la primera ocasión en que vi cara a cara al badulaque con ínfulas de gran empresario. Iba vestido de jean, y un buzo de lana gris, zapato mocasín negro, que a leguas se notaba era de mercadillo. La cabeza embadurnada de gel y el pelo como una plasta, echado hacia atrás. Cuando nos presentaron, me ofreció un whisky y una conversación que se extendió por escasos cinco minutos.

Me habló de su amado Atlético Nacional, de un par de realities de ese entonces por la tv, y de un genocida que absurdamente es admirado en un país de violentos como este. Me dio un par de “consejos” para hacer grandes fortunas, y luego dejó caer su cuerpo en uno de los sofás de espuma de poliuretano.

Supe de entrada que no había mucho por hablar con este sujeto, pero entendí que lo más conveniente era ganarme su confianza. Así que luego de intercambiar saludos con los demás presentes en la reunión, volví hacia donde él estaba, y ahora fui yo quien le ofreció un whisky.

Le seguí la cuerda en muchos de sus planteamientos extremistas y autoritarios; alabé a Laureano Gómez y a Donald Trump, al “glorioso Partido Conservador” (Ja, ja, ja) y hasta me animé a rememorar los goles de Carmelo Valencia, Sergio Galván Rey y León Darío Muñoz en la final de 2007.

Me gané rápidamente su afecto y su confianza. Es más, gran parte de la fiesta estuve charlando con él, encargándome de embriagarle para hacer más fácil de cumplir mi anhelo de follarme esa noche a su mujer.

Y una vez que el pobre diablo quedó con la cabeza gacha y el piso dándole vueltas, le dije tener que ausentarme por un instante, pues quería compartirle un trago especial que había traído a la reunión, pero que torpemente había olvidado en el carro.

Salí de la sala, me crucé con Luciana, la agarré de la mano y la llevé al patio trasero. Allí empezamos a besarnos, bajo la escasa luz que brinda una de las farolas del alumbrado público, recargados contra el muro que da contra su cocina. Luego le di vuelta, quizá de forma un poco brusca, la apoyé contra la pared, alcé su falda, moví su tanguita hacia un costado, y la penetré a profundidad.

Fue un coito corto pero memorable. No hubo tiempo para jugueteos previos, para caricias y demás, fue un acto puramente animal, pero sumamente excitante para ambos.

“Tienes que apurarte. Si Lucho nos pilla es capaz de agarrar su escopeta y volarnos los sesos a los dos frente a toda esta gente”, dijo Luciana mientras yo le empujaba mi miembro adentro sin ningún tipo de contemplación.

A pesar de que fue un polvo corto, nos dimos el gusto de cambiar de posición. Luciana se dio vuelta, quedamos cara a cara, y volvimos de nuevo a compenetrarnos en uno solo para intercambiar nuestros fluidos.

El coito terminó con mi estallido de placer en su interior, todo a partir de un profundo beso con el que Luciana me deleitó.

Regresamos a la sala, seguramente, todavía con el correspondiente aroma a sexo, que buscaríamos disimular con el olor a tabaco reinante en el ambiente, y la complicidad de saber que el licor habría aturdido los sentidos de la mayoría allí presentes.

Capítulo XIII: Expediciones moteleras

Esa noche fue la primera vez en que Adriana me hizo saber de sus sospechas hacia mí, fue la primera vez que me sometió a un interrogatorio evidenciando su plena desconfianza...




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