jueves, 8 de abril de 2021

Follé con mi novia, su madre y sus hermanas (Capítulo VII)

 Follé con mi novia, su madre y sus hermanas


Capítulo VII: Fantasía cumplida, sueños destrozados




El paseo terminó siendo tan espectacular como me lo esperaba, incluso más, no solo porque me di el lujo de probar la hasta entonces enigmática vagina de Karla, sino porque di rienda suelta a mi obsesiva pasión por fornicar con Majo en sitios públicos.

Regresamos ciertamente agotados, o por lo menos yo, sintiendo que no quedaba en mi gota de semen, que todo había sido disparado en el sensual vientre de mi novia delgada y veinteañera.

Pero la lascivia reapareció en mí con el paso de los días, y esta vez acompañada de una obsesión: de un deseo que se hizo incontenible, que adquirió en mi mente el carácter de innegociable e irrenunciable: follar con todas las féminas de esta familia.

La tarea estaba prácticamente hecha, solo me faltaba Mariajosé, la sensual madura a la que alguien como yo debía hacerle un monumento, pues se había atrevido a parir a cuatro de las responsables de mis más exquisitos orgasmos ¿Y qué homenaje podía ser mejor que el de penetrarla?

Me obsesioné con eso, con encontrar la manera de follar con ella. Pero no iba a ser fácil, no iba a ser sencillo que esta mujer aceptara fornicar con su proyecto de yerno.

Era de alguna manera diferente a lo ocurrido hasta ahora con las demás mujeres de esta familia. Con Esperanza se dio porque ella presionó para que se diera así, llegando a chantajearme en búsqueda de su silencio. Con Laura fue al contrario, fui yo quien la sometió a chantajes, los cuales nunca estuvo dispuesta a revelar porque habría puesto en juego su matrimonio y posiblemente su relación con Majo. Lo de Karla fue algo extraño, quizá un calentón puntual del cual ella no pretendía hablar públicamente jamás.

Pero con Mariajosé todo parecía distinto, pues una simple insinuación de mi parte podía ser suficiente detonante para que ella advirtiera a Majo de mi pérfido comportamiento.

Sin embargo, yo no estaba dispuesto a resignarme. Sentía que debía cumplir ese anhelo sí o sí. No contemplaba terminar mi existencia en este mundo sin haber probado las carnes tentadoras de este clan de mujeres delgadas.

Y si bien pasé noches enteras maquinando la forma de conseguir mi cometido, nunca conseguir plasmar un plan verdaderamente confiable y apegado a la realidad.

Afortunadamente para mí, esa anhelada fornicación iba a llegar, de forma imprevista, pero iba a terminar dándose.

Ocurrió una noche, entre semana, en la que fui a visitar a Majo a su apartamento. Decidí llegar sin avisar, para darle una sorpresa, luego de un día seguramente estresante.

Pero la sorpresa me la llevé yo. Cuando llegué, Mariajosé me dijo que Majo estaba muy enferma, que estaba en cama con fiebre y escalofríos. Le pedí dejarme entrar a saludarla, y una vez allí me ofrecí para ayudarle a cuidar a mi bella y frágil Majo. Mariajosé aceptó mi ayuda sin titubear, me alcanzó una toalla humedecida y me pidió frotarla suavemente por el bello rostro de mi novia.

Majo no quise verse vulnerable ante mí, y aparentó en más de una ocasión estar mejor de lo que su cara evidenciaba. Yo acariciaba su cabello, también sus mejillas, y le daba besitos en la frente tratando de conseguir su tranquilidad. Majo se quedó dormida mientras mis dedos acariciaban su pelo a la vez que me sujetaba mi otra mano. No había nadie más en casa esa noche, y una vez vi a Majo profunda, supe que era ahora o nunca, había llegado la hora de cumplir la más grande de mis fantasías.

Me retiré del cuarto sigilosamente, cerré la puerta, y de nuevo caminé sigilosamente mientras buscaba a Mariajosé. Estaba en la cocina, distraída, ensimismada cocinando algo.

La aceché tras el marco de la puerta, ella no había notado mi presencia, y yo pretendía que siguiera siendo así, por lo menos por unos instantes.

No tenía planeado, y sabía que, si no se me había ocurrido a lo largo de estos meses, mucho menos se me iba a ocurrir en ese instante. Lo único que se me vino en mente fue asaltarla.

Así fue. Entré silenciosamente a la cocina, me situé tras ella, y en un rápido movimiento tapé su boca con una de mis manos. Con mi otra mano empecé a acariciar de inmediato sus senos, todavía sobre su camisa.

Eran de un tamaño considerable, blandos y aparentemente caídos, aunque era comprensible que fuese así, pues haber amamantado a cuatro hijas seguramente trae consecuencias como esas.

Ella barbotaba, no se le entendía muy bien con mi mano sobre su boca. Pero verla así, presa de la ira, de la desesperación y del asombro, solo lograba excitarme más.

Fui atrevido desde un comienzo, no solo agarrándole sus senos, sino estrujándolos, magullándolos. También me di la licencia de manosearle el culo a mi antojo.

Mariajosé llevaba puesta su pijama, lo que facilitó las sensaciones, pues la delgada tela no era barrera suficiente para el tacto de sus carnes que, inconscientemente iban entrando en una espiral de ardor.

Sus nalgas no eran macizas, ni de una redondez ejemplar, es más, estaban ciertamente flácidas y celulíticas, pero tenían el morbo de ser las nalgas de la madre de mi novia. Qué festín que me di sintiéndolas a la vez que la besaba por el cuello.

Ella buscó resistirse por un buen rato, pero aquello de besarla por el cuello fue un acierto, pues fue con esta acción que ella bajó sus defensas, disminuyó su hostilidad, y al final terminó entregándose a una fornicación prohibida en cualquiera de los manuales familiares.

Tras una larga lucha, Mariajosé dejó caer sus manos sobre la encimera de la cocina. Ya no le interesaba tratar de quitar mi mano de su boca, o alejar mi cuerpo del suyo. Mi miembro erecto se recargaba contra sus nalgas, aunque todavía los dos seguíamos bajo el resguardo de nuestras prendas.

Pero no iba a pasar mucho tiempo para que esto dejara de ser así. Bajé el pantaloncito de su pijama de un tirón, y acto seguido me agaché y enterré mi rostro entre sus muslos.

Su vagina no era atractiva a la vista, o por lo menos no para el común de los gustos. Estaba sin depilar, sus labios le colgaban, eran más que notorios, pero yo estaba tan obseso con esta mujer, que poco y nada me importó meterlos en mi boca, saborearlos, deleitarme, y especialmente asegurarme de provocarle el placer suficiente para que le fuese imposible arrepentirse a mitad de camino de esta relación prohibida.

Tampoco fue que yo le dedicara mucho tiempo al sexo oral, solo el suficiente para advertir la humedad de su veterano coño. Una vez sentí ese ardor creciente, esa humedad notoria, me puse en pie, desabroché mi pantalón, lo dejé caer un poco, más o menos hasta la altura de mis rodillas, y acto seguido le introduje mi miembro a fondo.

Fue simplemente exquisito eso de sentir mi pene enterrándose entre sus piernas, escucharle ese primer gemido, verla recostar su cabeza hacia atrás en un gesto de completa sumisión.

No hubo nunca delicadeza por mi parte, siempre pretendí penetrarla de forma brutal. A todo momento fueron empellones que buscaban enterrarme en ella a más no poder.

La sonoridad de sus gemidos fue en aumento rápidamente, por lo que mi mano volvió a situarse en su boca.

Mariajosé era de contextura delgada, como sus hijas, pero seguramente el paso de los años y la ralentización de su metabolismo le hizo perder esa magra figura. Al penetrarla con vehemencia no podía sentir los huesos de su pelvis lastimándome, como si me ocurría habitualmente con Majo.

Claro que yo no podía dejar pasar esta oportunidad sin penetrarla a la vez que la veía a los ojos. Así que le di vuelta, la subí en la encimera, y le volví a penetrar su descolgada vagina.

El ardor de su coño peludo era una sensación placentera, pero lo era todavía más el hecho de poder ver su cara de viciosa. Sus dientes apretados, dejando escapar suspiros y gemidos, sus ojos maliciosos clavados en los míos, su boca ocasionalmente abierta, dejando escapar quejidos que eran ahogados con mis besos.

Confieso que a Mariajosé la follé como a una vulgar puta. La penetré con cierta belicosidad, sin importarme en lo más mínimo el bienestar de sus paredes vaginales. Me apasioné escuchando nuestros cuerpos chocar y especialmente contemplando sus gestos de cincuentona calentorra ¡Qué golfa resultó ser la madre de mi bella Majo!

No tardé mucho en estallar de placer, en descargar mi esperma al interior de su caliente y desgastado coño. Ella permaneció durante unos segundos más sentada allí sobre la encimera, con la respiración agitada, y con un notorio gesto de incredulidad.

Me vestí rápidamente y le advertí que no debía soltar ni una sola palabra de esto, pues de lo contrario podría afectar psicológicamente a su frágil hija.

Lastimosamente para mí, esa advertencia, con visos de amenaza, resultó insuficiente para la debacle. Mariajosé optó por contarle a Majo lo ocurrido, y a pesar de que ella parecía negarse a creerlo, no podía asumir como falso el hecho de que su madre le contara que yo le había forzado. Obviamente esto precipitó el fin de nuestra relación, y a pesar de que yo luché por recuperarla, no hubo manera de que eso ocurriera.

Podría decir que me doy por bien servido al haber cumplido mi fantasía de fornicar con las cinco mujeres de esta familia, pero eso no se equipara con lo que perdí, mi bella Majo. Extraño todo de ella, su dulce forma de ser, su emotividad para asumir el día a día, su suave y delicada piel, sus bellos y expresivos ojos, pero especialmente lo que más extraño de ella es su forma de culear; esa fogosidad que la alentaba a sostener relaciones en cualquier lugar, público o privado, esa insaciable forma de ser que la llevaba a copular sin descanso a lo largo de una noche, el estrangulamiento al que sometía su estrecha vagina a mi pene, lo pervertida que se ponía bajo el efecto de los porros, sus besos profundos capaces de provocar orgasmos. Eso lo perdí para siempre, y hoy, a pesar de que han pasado unos cuantos años, la sigo extrañando como el mismo día que me dejó.

  

 



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