Dar en el blanco
Es
inconcebible pero un hecho que muchas de nuestros más grandes logros
personales, aquellas conquistas espirituales tan placenteras y reconfortantes,
incluso con rasgos de épica en algunas ocasiones; las conseguimos en medio de
la irracionalidad, especialmente de la ajena, aunque hay casos en que esos
estados de irracionalidad son colectivos y obviamente te absorben.
Fue
así que despojé a Sara de su sostén y de ese cerrojo que había puesto entre sus
piernas para alguien como yo. Sara se lo había dado a medio barrio, pero a mí
no. Yo persistía, pero no había manera, Sara me tenía vetado el acceso a sus
placeres. Pero una de esas jornadas de euforia colectiva bastó para que todo
cambiara, para por fin regodearme con su disfrute.
Mi
familia y yo nos mudamos a Santa Isabel, muy cerca al centro de Bogotá, a
finales de los 90. Pero a Sara solo la vine a conocer entrados ya en la primera
década del nuevo milenio. Desde esa primera tarde que la vi quedé fascinado con
ella. Se me volvió una obsesión.
Ella
caminaba por una de las aceras del barrio con su grupo de amigos. Maravillaba
la vista del vecindario entero con su imponente escote, el cual pude apreciar
al momento de cruzarnos por aquel parque.
Ella
ni se enteró de mi existencia mientras que yo quedé embelesado. Y eso me llevó
a plantearme los objetivos de conocerla y conquistarla.
Santa
Isabel es uno de los barrios de tradición futbolera en esta urbe de exiguo
aporte a los grandes talentos del balompié nacional y de contadas alegrías para
los seguidores de los equipos locales. En Santa Isabel se respira fútbol, o por
lo menos así era cuando vivía allí. Hinchadas de algunos equipos se reunían en
los bares a ver los partidos y en los parques a celebrar cuando el club de sus
amores conseguía un título. Nacional y Once Caldas eran los equipos con mayor acogida
entre los muchachos del vecindario. Yo era de Millonarios, y aunque también
había una buena cantidad de fanáticos albiazules en el barrio, éramos minoría y
además nos tocaba aguantar las celebraciones de las otras hinchadas, pues era
una época en que Millonarios sufría una larga sequía. Los hinchas de
Millonarios la pasábamos realmente mal, todas las hinchadas rivales habían
celebrado alguna cosa, mientras que nuestro equipo acumulaba en ese entonces 16
años sin triunfo alguno. Y en Santa Isabel además tocaba aguantar el escándalo
y la fiesta que montaban cada vez que ganaba el Once o Nacional.
Yo
terminé renunciando a ser hincha de Millonarios, no porque esa vivencia en
Santa Isabel me haya ocasionado un trauma ni nada por el estilo, sino porque
terminé enamorándome de otros colores. No voy a negar que algo influyó el
espíritu perdedor de Millonarios en el apaciguamiento de mis afectos hacia esos
colores, pero lo esencial fue mi enamoramiento por el Once Caldas. Tampoco fue
una gran pérdida para la hinchada azul, pues sinceramente siempre fui más un
parco simpatizante que un apasionado hincha de ese equipo. Mi fervor
futbolístico me lo despertó aquel épico Once Caldas campeón de Copa
Libertadores, que de paso me valió para cumplir ese anhelo de comerme a Sara.
Ella
era de Manizales e hincha del Once a morir. Se reunía con sus amigos los
domingos para ir a uno de los bares a ver los partidos. Yo la conocí gracias a
eso. Iba y me sentaba solo en la barra del bar a ver los partidos del Once, no
tenía problema en ello, a mí más que Millonarios, me gustaba ver fútbol, y el
objetivo principal era conocerla y socializar con ella. Y así lo fui haciendo,
me fui haciendo amigo de ella y de su círculo social, como si yo fuera un
hincha más, aunque hasta ese entonces no lo era.
Era
una banda grande, más o menos 20 mancebos, ninguno mayor de 20 años. Siempre
nos reuníamos para ese plan, para ver los partidos del Once en Rumbaland o en Juanchito.
Sara,
Erika y Mónica eran las únicas mujeres en el grupo, el resto hombres, así que
podrán imaginar el puterío. Cuando una de las chicas se metía con alguno de los
del grupo, todos los demás nos enterábamos y deseábamos la misma suerte. Allí
todos sabían quién había estado con quien, y aun así no importaba, pues todos
buscaban su oportunidad con una de las abanderadas señoritas. No es que fueran
unas vulgares rameras, tenían sus filtros, es más como si este grupo de
señoritas se diera el gusto de comer a la carta. Érika era la de menor apetito,
se lo daba nada más a Elkin, era juiciosa la pelada. Las otras dos no tanto.
Mónica era como la más facilonga, como que tenía su clítoris en perpetua
efervescencia. Aparte le gustaba ser calientahuevos.
Sara
era una tentación para muchos. Sus descomunales tetas así lo imponían. Es que
debo comenzar por allí, porque estoy seguro de que, en aquella época, en ese
barrio, los pechos de Sara eran uno de los tesoros más codiciados. Cómo le voy
a negar a tan deslumbrantes senos el honor de tener un párrafo propio para su
reseña.
Por
mi halagüeña introducción es de suponerse que los senos de Sara son inmensos, efectivamente
lo son, pero unos pechos descomunales no se limitan a su tamaño, unos senos a
los que les cabe el adjetivo de la divinidad son más que volumen. Los de Sara
son blancos, respingones, gordos, imponentes, realmente enormes. Lucen bien siempre,
con camisas escotadas, con blusas ajustas, con pijama, hasta con esos sacos
tipo cuello de tortuga, con lo que les pusiese encima siempre lograban llamar
la atención.
Por
lo demás Sara es una chica común y corriente. Es pequeña, calculo que medirá
1.55 como mucho. Su tez es supremamente blanca, dándole cierta apariencia de
delicadeza, que luego se ve contrastada con su forma de ser, pues Sara es una
chica de pocos modales y de temperamento fuerte.
Sus
piernas también gozan de una linda forma, tienen buen grosor, aunque sin llegar
a ser auténticamente carnosas; obviamente con el recubrimiento de aquella piel blanca.
Su trasero también es macizo, aunque no propiamente curvo. Es uno de esos culos
anchos pero chatos.
Al
ser de escasa estatura aparenta ser una chica robusta, aunque para nada lo es.
Su abdomen es tan común como el de cualquiera, con algún exceso normal entre
mortales no adictos a las dietas y el ejercicio. Su cintura está lo
suficientemente demarcada como para desear tomarla desde allí y manejarla a
voluntad.
Su
rostro es de forma redonda, tendiendo a tener un ligero relleno en sus
mejillas. Sus labios sin destacamento alguno, de un tamaño promedio, con una
apariencia ciertamente tenue, de alguna manera pálida, pues no era Sara una
mujer muy habituada a pintar su boca. Su nariz tampoco presentaba irregularidad
alguna. Era ligeramente ancha en su base, de tabique compacto, dándole una
apariencia pequeña. Sus ojos son de forma
almendrada, de un verde muy bello, acentuados por unas cejas perfiladas en la
misma forma del ojo. Su cabello es todo un enigma, pues la ha llevado corto, a
la altura de los hombros, teñido de morado o de azul claro; así como lo ha
llevado negro, sedoso y largo hasta la cintura, acentuando más su pequeña
figura.
Cuando
el Once Caldas derrotó al Santos en aquellos cuartos de final de la copa en el
2004, tuve la ilusión de que el ‘blanco blanco’ iba a ser campeón de América. No
la tendría fácil, en semifinal se medía al Sao Paulo de Cicinho, Luis Fabiano,
Grafite, Diego Tardelli, Rogério Ceni y compañía. Yo, quería ver si el Once
Caldas era capaz de derrotar a ese Sao Paulo, quería presenciar esa proeza en
el lugar de los hechos, así que conseguí boleta y me fui para el Palogrande a
ver el compromiso de vuelta entre estos equipos.
En
tierras paulistas Juan Carlos Henao había sido figura, y en Manizales lo
volvería a ser, aunque esta vez iba a compartir la plaqueta de jugador del
partido con Jorge Agudelo, que con un enganche magistral iba a derrotar a Ceni
a escasos minutos del final para meter al humilde Once Caldas a una final
continental. Ese partido me hizo hincha del Once para siempre, me parecía toda
una proeza lo que ese equipo estaba logrando. Es que era un equipo
verdaderamente barrial, sin nombres rutilantes, con tipos como Jorge Agudelo,
que fácilmente podía ser tu vecino latonero que te encuentras comiendo fríjoles
y mazamorra en la fonda del barrio.
Me
entusiasmé tanto con ese agónico triunfo ante Sao Paulo, que una vez acabó el partido
contemplé conseguir una boleta para la final. Lastimosamente para mí eso no
pudo hacerse realidad. Las boletas volaron entre los manizaleños, y un foráneo,
sin conocidos e influencias en Manizales, no tenía mayores chances de conseguir
una boleta.
Me
resigné a tener que ver esa histórica definición por televisión. Que no era lo
mismo que estar en el epicentro de los hechos, pero no era para nada mal plan,
iba a estar con la gente del barrio, con el parchesito del Once que había
integrado a un rolo desubicado como yo. Un rolo hincha del Once Caldas, eso sí
que es raro…
Nos
juntamos para ver los dos partidos, el de Buenos Aires y el de Manizales. Los
que recuerdan esa final saben que no fueron partidos vistosos, aunque no por
ello carentes de emotividad. El empate sin goles en La Bombonera fue tenso, con
un Boca que tuvo más chances, aunque no del todo claras, y con un Once que
sobre el final silenció La Bombonera con un disparo de Soto que se terminó
estrellando contra el travesaño.
En
el bar celebramos ese empate como un triunfo, el Once le había hecho
resistencia a la temida Bombonera y ahora se jugaba el todo por el todo en casa
¿Cómo no íbamos a estar ilusionados?
Compramos
canasta de cerveza y un par de botellas de aguardiente y armamos la fiesta en
ese bar hasta que cerraron. Salimos todos ebrios, algunos rumbo a casa, a
cumplir la acordada cita con la almohada, y algunos otros con ganas de seguir
el festejo.
Nos
sentamos en el parque que queda frente al CAI y terminamos de tomarnos una de
las botellas de aguardiente. Esa vez fue la primera vez que besé a Sara. Me
ofrecí a acompañarla a la casa cuando todos nos despedimos, ella estaba muy
borracha. Caminamos apenas dos calles, pero ese trayecto fue suficiente para
sonsacarle uno de sus besos. No fue difícil, bastó con repetirle lo muy bella
que me parecía, lo que siempre le decía, pero que ahora, por el efecto del
alcohol, me hacía lograr mi cometido. Nos rumbeamos al frente de su casa. Esa
no fue solo la primera vez que nos besamos sino también la primera vez que le
sentí las tetas con mis manos. Pensé en llevármela a mi casa y aprovecharme de
su ebriedad, pero ella estaba tan alicorada que era factible que se durmiera en
medio del polvo, y yo quería tirármela bien, quería que ella fuera consciente
de su disfrute, que me viera a la cara y fuera cómplice del gozo que estaba
sintiendo y que estaba generando. Así que desistí de tan maquiavélica idea.
Esa
noche, con el recuerdo fresco de la sensación de sus senos entre mis manos, me
fue imposible negarme el gusto de saciar mi lascivia por mi cuenta, una y otra
vez. Ha de ser la vez que más me he masturbado en mi vida.
La
religión, el deporte y la política, son esos tres extraños y complejos mundos
los que pueden desatar la pasión irracional de los seres humanos. Hay gente
dispuesta a matar en nombre de la religión, el deporte o la política, y esa
misma gente puede encontrar y acomodar los pretextos que hagan falta para hacer
ver que ese acto era justo y necesario. En este caso, yo sabía que un triunfo
deportivo era capaz de despertar ese lado irracional en Sara, y de eso se
aferraba mi ilusión por poseerla, de eso sí que podía y debía aprovecharme.
Esa
esperada noche del 1 de julio de 2004 por fin llegó. El Once Caldas recibía en
Manizales al por entonces encopetado Boca de Carlos Bianchi, y toda Colombia se
unía deseando un triunfo del equipo manizaleño. Fue quizá la única vez que
hinchas de todos los clubes colombianos quisieron que ganara uno concretamente,
como si de la selección se tratase. No pasó igual con Nacional o con Santa Fe
en sus triunfos continentales. El título del Once fue algo que festejó toda
Colombia.
El
recibimiento al Once fue digno del de un finalista de Copa Libertadores. El
colorido de las tribunas reflejaba el entusiasmo y la efervescencia de toda una
ciudad que esa noche se dio cita en Palogrande y sus alrededores para
presenciar la mayor gesta que el pueblo manizaleño haya visto en todos los
tiempos.
Pasaron
solo siete minutos para que la gente en toda Colombia estallara en júbilo con
el recordado zapatazo de Jhon Viafara, con hjueputazo incluido. Las
transmisiones de radio manizaleñas se inundaban del tan orgulloso canto “Ay
Manizales del alma…”, la gente en la tribuna del Palogrande se miraban los unos
a los otros sin poder creer lo que estaba ocurriendo, y el mundo del fútbol
quedaba atónito por la inesperada caída de un gigante.
Al
momento del gol abracé a Sara, y ella en medio de su emoción me besó, esta vez
a la vista de todo el parche, y sin tener como justificante o disculpa los
efectos del alcohol, pues hasta entonces no era mucho lo que habíamos bebido.
Ese
beso de alguna manera me arruinó el partido, me desconcentró por momentos. Era
apenas obvio, estaba incrédulo de lo que había ocurrido, y a la vez a la
expectativa por lo que podía ocurrir entre nosotros. Entendía que no debía
forzarlo, que lo primero era conocer el desenlace del partido.
Las
cosas se torcieron un poco en el arranque de la segunda mitad, pues Burdisso,
anticipándose en el cabezazo, iba a conseguir el empate para los argentinos. Y
entonces empezó la desconfianza y el nerviosismo entre la afición, rondaban los
fantasmas de la supuesta épica y jerarquía de ese Boca, a la vez que los del
negativismo tan propio del deporte colombiano. Pero en el partido no iba a
pasar mucho más. Ni el Once ni Boca supieron como acechar a su rival y
acordaron ir a los penales, donde al parecer Abbondanzieri hacía imbatible a
Boca en ese tipo de definiciones.
Pero
el que brilló fue Henao, con todo y que era merecedor de pasar por un cambio extremo. Los focos apuntaron a
aquel golero de buzo rojo y pantaloneta de fútbol ochentero. Le patearon cuatro
penales, no le convirtieron ni uno. Claro que no los atajó todos, pero en el
registro queda la estadística de un arco invicto, no su circunstancia.
Suena
a que fue sencillo, pero no lo fue. El Once también erró, con el bueno de
Valentierra, que era el cerebro de ese equipo; y con Wilmer Ortegón, que con
disciplina táctica se afianzó en la defensa de aquel histórico Once Caldas. Los
aciertos los lograron dos de los tipos que quizá más afecto despertaban entre
la afición. Elkin Soto, hijo de la tierra, manizaleño de pura cepa, del barrio
La Sultana: ‘El Sultán’, o el ‘poeta de la zurda’ como lo denominó su padre,
Javier Soto, que también jugo en el onceno del ‘blanco blanco’. Y Jorge
Agudelo, con su aspecto tan de parroquiano, tan barrial, tan terrenal y a la
vez tan heroico para este equipo, pues había sido él quien había sellado el
triunfo ante Barcelona en la tanda de penales y quien marcó el gol de la
histórica clasificación ante Sao Paulo. La figura sin duda alguna fue Henao, ‘viruña’,
como algunos le decían; que le atajó ese penal decisivo a Cángele y logró que
se terminara de escribir una página dorada en la épica del deporte colombiano.
Todos corrieron a abrazarle: compañeros, cuerpo técnico, prensa, fotógrafos, alcanzapelotas,
porristas, familiares, e incluso algún aficionado que se habrá colado al campo
de juego.
Colombia
entera celebraba a esa hora el icónico triunfo que en algún momento dudó. En
Bogotá, en Cali, en Bucaramanga, en Barranquilla, en todo lado, el júbilo era
total por un equipo que parecía despertar la simpatía de todos.
En
Santa Isabel empezaron a sonar esos estallidos de pólvora tan característicos
en el barrio, tan propios de esos días en que uno de los equipos querido en el
sector quedaba campeón. En cuestión de minutos el parque principal se llenó de
gente que se lanzaba harina unos a otros, bebían y cantaban en honor a Henao,
el profe Montoya, y los demás héroes de esta hazaña deportiva.
En
el bar, en Juanchito, el ambiente era
similar: mucho algarabío, gente saltando, bebiendo y cantando, y especialmente
mucho griterío.
Sara
y yo volvimos a abrazarnos en ese épico momento en que Henao atajó el penal,
los dos sabíamos que estábamos destinados a hacerlo, habíamos compensando la
euforia y exaltación de nuestro inconsciente con tocamientos supuestamente
involuntarios que poco a poco se nos convirtieron en voluntarios. Y ya con el
triunfo escrito y el descontrol colectivo desatado, ni ella ni yo sentimos
impedimento alguno para desearnos y para tenernos.
Yo
la besé, la agarré fuerte de su cabeza, y abalancé su cara contra la mía. Pero
ella rápidamente se detuvo. Me miró a los ojos, me agarró de una mano y empezó
a conducirme hacia los baños. Nos encerramos en uno de ellos. Y ahí si nos
dimos el gusto de besarnos y manosearnos cuanto nos dio la gana.
Yo
estaba extasiado con eso de sentir, de dimensionar sus descomunales senos por
sobre la tela de aquella tan recordada camiseta negra del Once. Y mientras yo
me regodeaba sintiendo aquellos inmensos pechos entre mis manos, ella no dejaba
de restregar su pubis contra el mío. Estábamos aún vestidos, pero su insinuante
y repitente movimiento me hizo entender que no íbamos a durar mucho tiempo con
nuestras prendas. Yo quería disfrutar el momento, no apurarme, más bien disfrutar
cada instante, al fin y al cabo que llevaba un par de años anhelando esto.
Claro
que Sara parecía tener más apuro, pues no tardó en sacarse aquel pantalón de
sudadera para revelarme que ese día se había puesto una braga blanca en honor
al Once, pues según decía ella solo usaba ropa interior oscura, por aquello de
la comodidad y las apariencias. Y una vez posó así, semiempelotica, no dudó en
acercarse de nuevo a mí para bajar mi pantalón. No hubo tiempo para cariños o
felaciones, Sara estaba obsesa por sacarse esa lascivia que la invadía. Tampoco
es que hubiese necesidad de felaciones, por lo menos en lo que a mis deseos
refiere, pues yo ya traía el pene en posición de ataque desde aquel momento en
que nos besamos al finalizar el partido.
Entonces
Sara lo frotó un poco contra su vulva, permitiéndole a la vez saber de sus
ardores, y tras unos escasos segundos restregando mi sexo contra el suyo, se
dio el gusto de ensartarse con mi entusiasta y venosa verga.
Y
ahí entendí que esa vagina no era solo de ardores, también de vapores y de
sudores, era un compendio exquisito de sensaciones el que le era posible
brindar a ese coño, que, por las circunstancias, no había tenido el placer de
probar primero con mi lengua.
Sentados
sobre aquella encimera, ella empezó a cabalgarme, a menearse suave con mi
miembro adentro suyo. Yo seguía acariciando sus tetas todavía recubiertas por
esa bella camisa alternativa del nuevo campeón del continente.
Ella
rápidamente fue incrementando el ritmo de las sacudidas de sus caderas, y
entonces mi pene dejó de menearse entre esa vagina para pasar a enterrarse a
profundidad, y sus meneos dejaron de serlo para pasar a ser pequeños brincos.
Sus preciosos senos saltaban a la par con ella, se notaba como botaban esas
descomunales mamas a pesar de la camisa que les reprimía.
Y
fue entonces cuando vino el premio mayor. Ella se sacó su camisa, la revoleó
por el aire por unos cuantos segundos, la tiró y dejó por primera vez libres a
tan preciosos tesoros para mi contemplación. Eran una exquisitez, blancas,
voluminosas, respingonas, de recubrimiento frágil, de pezón rosa y erecto, un
poco separada la una de la otra, de relleno completamente natural ¡Así deben
tener las tetas las diosas!
Yo
quedé embebido, prácticamente tarado viendo tan divinos pechos. Los tomé entre
mis manos mientras ella seguía azotando sus caderas contra las mías, y las
conduje hacia mi boca. Se las chupé con desenfreno, como queriendo
arrancárselas; las estrujé y las palpé cuanto quise. Y cuando Sara me vio más
maniático y vicioso, me tiró una frase que me remató: “trátame como tu puta”.
Eso me enloqueció.
La
tomé entre mis manos, me puse en pie, sin dejar de penetrarla en ningún momento
y empecé a follarla de pie en aquel pequeño baño de bar. Le enterraba mi falo
con supremo entusiasmo, diría incluso que con rabia, y sus pechos saltaban
descontroladamente. Su carita correspondía igualmente esa faena de goce, en su boquita
semiabierta y en sus ojitos continuamente cerrados y apretados me revelaba el
deleite del que era posesa aquella noche del 1 de julio. No pude resistirlo,
estallé en disfrute rápidamente, rellené a Sara cual Viáfara a Boca Juniors.
Pero la noche estaba lejos de terminar, a Sara y a mí nos quedaban aún mucha
efervescencia por quemar.
Me
gustó mucho de ella que no hizo mayor drama cuando le rellené de esperma su
malcriado y picarón coño. Asumía que algo así podía pasar cuando se actúa con
la cabeza caliente, y era consciente de que esa noche era muy factible que eso
ocurriera. Solo me hizo saber del malestar que le daba de pensar que tendría
que consumir la pastillita del día después, aunque admitía venía mentalizada
con ello, “al fin y al cabo que no será la primera vez que me las tome”, decía.
Nos
vestimos y salimos de aquel baño. En el bar seguía reinando el algarabío, pero
nuestro grupo de amigos ya no estaba allí. No tardamos mucho en encontrarlos,
pues fue solo salir del bar para encontrarlos allí en el parque principal.
Ellos
ni se habían percatado de nuestra ausencia, se habían integrado rápidamente a
los festejos con harina y espuma de los demás aficionados. Sara y yo también lo
hicimos, aunque solo por un rato, pues parecía que teníamos más deseo de jugar
con nuestros genitales que de lanzarnos harina, y sin despedirnos de nadie,
tratando de pasar desapercibidos, desaparecimos de aquel parque. Nos fuimos
para su casa, que estaba sola aquella noche. Y fue nada más entrar y cerrar la
puerta de la casa para de nuevo enfrascarnos en un largo y apasionado beso.
Ella
interrumpió el beso, me tomó de la mano y me condujo hacia su cuarto. Subimos
tambaleándonos por aquellas escaleras, mientras yo me sentía como aquella presa
que llevan para el matadero. Y finalmente fue así, pues copularíamos tanto que
los genitales nos iban a quedar en carne viva.
Esta
vez Sara se tumbó sobre la cama y me invitó a hacerle lo que me diera la gana,
y yo, que venía con ese anhelo reprimido de saborear su coño, no dudé segundo
alguno en bajar su pantalón, bajar su braguita blanca, y enterrar mi cara entre
aquella vulva tan misteriosa por tanto tiempo, por lo menos para mí.
Al
fin la tenía ante mis ojos, la llevaba depilada, como suponiendo que habría
visita, estaba al ras, se veía blanquita, ciertamente carnosa, y especialmente
apetecible. Me di un auténtico banquete saboreando su clítoris, jugando con
este entre mi boca hasta hacerla estremecer, hasta hacerla desahogarse a punta
de incontenibles pataleos. No voy a negar que el sabor era fuerte, ligeramente
hostigante, pero a mí me sabía a gloria, estaba bebiendo del néctar que solo se
sirve al conquistar un continente.
Ella
interrumpió mi delicioso banquete tomándome del pelo y jalándome de allí para
hacerme poner la cara frente a la suya, y penetrarla una vez más. Yo,
sabiéndome afortunado, y entendiéndome como subyugado de la situación, accedí a
todas sus pretensiones.
Ese
segundo enterramiento de mi humanidad entre sus piernas fue nuevamente sublime.
Su coñito estaba empapado, revelando esa ansiedad de ser penetrado. Mi falo se
deslizó con suprema facilidad por aquella vivaracha vagina. Me di la licencia
de penetrarla con altas dosis de vehemencia, con cierto grado de rudeza, y lo
mejor de todo fue que ella, no solo me lo permitió, sino que me alentó, pues
cuando me veía reducir el ritmo, empezaba a empujarme para que de nuevo la
azotara sin pensar en lo más mínimo en su bienestar.
Sus
pechos nuevamente se sacudían alocadamente, era una marea de provocación
moviéndose, sacudiéndose sin obedecer patrón o ritmo alguno, eran un puro
descontrol.
Me
aferré a estos y de nuevo me di el gusto de palparlos, de acariciarlos y de
estrujarlos entre mis manos, y eso funcionó como detonante de mi segundo
orgasmo de la noche, como si se tratara de apretar un botón, pues fue cuestión
de apretarlos y ver la cara que hacía Sara para encontrar de nuevo el climax.
Ella
obviamente tenía ganas de seguir, y para no perder ritmo ni tiempo me hizo una
mamada que no solo logró que mi pene se rellenara de sangre en cuestión de
segundos, sino que me hizo recuperar ese anhelo de lascivia que había parecido
haberse esfumado con el orgasmo. Estaba una vez más desatado, con desenfrenado
anhelo de disparar y dar en el blanco.
Hice
que Sara se pusiese en pie, y a punta de arrimones la fui llevando contra la
pared. La arrinconé allí, ella me daba la espalda, se dejaba dominar, como
pretendiendo entregarme toda la iniciativa. Ella seguramente esperaba mi
penetración, pero yo, una vez que la tuve allí, recostada contra la pared, me
agaché y me di el gusto de saborear su coño por segunda vez en la noche. Si
bien yo le comía el coño por exclusiva satisfacción de mis deseos, ella no era
menos partícipe del deleite de mi lengua paseándose por las carnes de su vulva.
¡Cómo me gustaba sentir los vapores de su vagina cerca de mi cara!
Y
cuando por fin me sentí satisfecho del sustancioso sabor de su entrepierna, me
puse en pie para penetrarle y así sentir una vez más el ardor de su sexo con el
mío. No podía verle a la cara, tampoco veía del todo bien sus descomunales senos.
Tenía que conformarme con sus ricos gemidos y con la contemplación de un par de
nalgas que nunca fueron motivo de mis fantasías, pero ahora que las tenía cara
a cara, las supe apreciar, aun con su carencia de redondez. Me sedujo lo ancho
que podía llegar a ser, lo macizo que puede llegar a ser un culo incluso cuando
no logra esas dimensiones redondas. Me enloquecía ver las carnes de sus
posaderas rebotando con mis empellones.
Sara
ocasionalmente giraba su cara, permitiéndome apreciar sus gestos, aunque fuera
de forma parcial y momentánea.
De
su ojete también me vi tentado, pero supe que era demasiado pronto para pedirle
tan atrevida concesión. Entonces me conforme con ver sus pálidas y anchas
nalgas sacudiéndose al ritmo de mis embestidas. Dejé caer mi torso sobre su
espalda, y estando en esa posición, me di el placer de volver a domarla por las
tetas. Me aferré de ellas nuevamente, se las acaricié suavemente desde abajo
hasta su pezón; todavía no sé por qué, pero sus pechos se sentían calientes, y
a mí esto me fascinó. Me agarré de esos senos para no soltarlos más. Así fue,
no los solté hasta que alcancé mi tercer orgasmo de la noche.
Sonará
poco o nada creíble para algunos, mientras que otros sabrán que es algo que
puede pasar, pero esa noche alcance nueve orgasmos en igual número de coitos.
Fue la noche que más forniqué en mi vida. La historia la conocen muchos de mis
amigos, pero solo algunos me creen lo de que fueron nueve coitos. Gente de poca
fe, si supieran nada más que Jon Dough ostenta un récord de 101 fornicaciones
en un día…
Lo
cierto es que así fue, nos echamos nueve polvos. Bromeamos con que debieron
haber sido once, para hacer homenaje a nuestro campeón de América, pero
sinceramente el cuerpo ya no respondía.
No
sé cuántos orgasmos habrá tenido Sara aquella noche, pues la conocía tan poco
sexualmente que no sabía interpretar sus señas o sus gestos a la hora de
alcanzar el clímax. Sé que tuvo por lo menos un par de ellos, pues su gozo y
las manifestaciones inconscientes de su cuerpo lo hicieron evidente.
En
todo caso a Sara le quedó gustando eso de copular conmigo, por lo menos durante
un tiempo. Fueron como tres meses en los que nos bastaba cruzarnos en la calle
para anhelar estar fornicando. Fue un celo que se extendió como máximo unos
seis meses, incluida aquella madrugada en que el Once cayó ante el Porto en la
tande de penales de la Intercontinental, y luego el encanto fue desapareciendo.
Tanto
ella como yo follábamos con otros, y ya no nos importaba, sabíamos que habíamos
quemado una etapa de amigos que culean, y ahora nuestra amistad podría ser
auténticamente amistad. De hecho, lo fue durante muchos años, nos confiábamos
nuestros secretos, nos aconsejábamos, nos confesábamos nuestros deseos y
temores, gracias a la ausencia de esa tensión que produce el deseo. Aunque
luego la vida nos tenía preparados rumbos diferentes que, se quiera o no,
siempre terminan distanciando a las personas. Sara hoy es una reconocida
conferencista, seguramente alejada del mundo del fútbol, de las barras y de los
bares. Hace mucho no charlo con ella, pero se ve que le va bien, bueno, y que
todavía tiene ese par de hermosas tetas en su sitio.