miércoles, 14 de abril de 2021

Dar en el blanco

 Dar en el blanco


Es inconcebible pero un hecho que muchas de nuestros más grandes logros personales, aquellas conquistas espirituales tan placenteras y reconfortantes, incluso con rasgos de épica en algunas ocasiones; las conseguimos en medio de la irracionalidad, especialmente de la ajena, aunque hay casos en que esos estados de irracionalidad son colectivos y obviamente te absorben.

Fue así que despojé a Sara de su sostén y de ese cerrojo que había puesto entre sus piernas para alguien como yo. Sara se lo había dado a medio barrio, pero a mí no. Yo persistía, pero no había manera, Sara me tenía vetado el acceso a sus placeres. Pero una de esas jornadas de euforia colectiva bastó para que todo cambiara, para por fin regodearme con su disfrute.

Mi familia y yo nos mudamos a Santa Isabel, muy cerca al centro de Bogotá, a finales de los 90. Pero a Sara solo la vine a conocer entrados ya en la primera década del nuevo milenio. Desde esa primera tarde que la vi quedé fascinado con ella. Se me volvió una obsesión.

Ella caminaba por una de las aceras del barrio con su grupo de amigos. Maravillaba la vista del vecindario entero con su imponente escote, el cual pude apreciar al momento de cruzarnos por aquel parque. 

Ella ni se enteró de mi existencia mientras que yo quedé embelesado. Y eso me llevó a plantearme los objetivos de conocerla y conquistarla.

Santa Isabel es uno de los barrios de tradición futbolera en esta urbe de exiguo aporte a los grandes talentos del balompié nacional y de contadas alegrías para los seguidores de los equipos locales. En Santa Isabel se respira fútbol, o por lo menos así era cuando vivía allí. Hinchadas de algunos equipos se reunían en los bares a ver los partidos y en los parques a celebrar cuando el club de sus amores conseguía un título. Nacional y Once Caldas eran los equipos con mayor acogida entre los muchachos del vecindario. Yo era de Millonarios, y aunque también había una buena cantidad de fanáticos albiazules en el barrio, éramos minoría y además nos tocaba aguantar las celebraciones de las otras hinchadas, pues era una época en que Millonarios sufría una larga sequía. Los hinchas de Millonarios la pasábamos realmente mal, todas las hinchadas rivales habían celebrado alguna cosa, mientras que nuestro equipo acumulaba en ese entonces 16 años sin triunfo alguno. Y en Santa Isabel además tocaba aguantar el escándalo y la fiesta que montaban cada vez que ganaba el Once o Nacional.

Yo terminé renunciando a ser hincha de Millonarios, no porque esa vivencia en Santa Isabel me haya ocasionado un trauma ni nada por el estilo, sino porque terminé enamorándome de otros colores. No voy a negar que algo influyó el espíritu perdedor de Millonarios en el apaciguamiento de mis afectos hacia esos colores, pero lo esencial fue mi enamoramiento por el Once Caldas. Tampoco fue una gran pérdida para la hinchada azul, pues sinceramente siempre fui más un parco simpatizante que un apasionado hincha de ese equipo. Mi fervor futbolístico me lo despertó aquel épico Once Caldas campeón de Copa Libertadores, que de paso me valió para cumplir ese anhelo de comerme a Sara.

Ella era de Manizales e hincha del Once a morir. Se reunía con sus amigos los domingos para ir a uno de los bares a ver los partidos. Yo la conocí gracias a eso. Iba y me sentaba solo en la barra del bar a ver los partidos del Once, no tenía problema en ello, a mí más que Millonarios, me gustaba ver fútbol, y el objetivo principal era conocerla y socializar con ella. Y así lo fui haciendo, me fui haciendo amigo de ella y de su círculo social, como si yo fuera un hincha más, aunque hasta ese entonces no lo era.

Era una banda grande, más o menos 20 mancebos, ninguno mayor de 20 años. Siempre nos reuníamos para ese plan, para ver los partidos del Once en Rumbaland o en Juanchito.

Sara, Erika y Mónica eran las únicas mujeres en el grupo, el resto hombres, así que podrán imaginar el puterío. Cuando una de las chicas se metía con alguno de los del grupo, todos los demás nos enterábamos y deseábamos la misma suerte. Allí todos sabían quién había estado con quien, y aun así no importaba, pues todos buscaban su oportunidad con una de las abanderadas señoritas. No es que fueran unas vulgares rameras, tenían sus filtros, es más como si este grupo de señoritas se diera el gusto de comer a la carta. Érika era la de menor apetito, se lo daba nada más a Elkin, era juiciosa la pelada. Las otras dos no tanto. Mónica era como la más facilonga, como que tenía su clítoris en perpetua efervescencia. Aparte le gustaba ser calientahuevos.

Sara era una tentación para muchos. Sus descomunales tetas así lo imponían. Es que debo comenzar por allí, porque estoy seguro de que, en aquella época, en ese barrio, los pechos de Sara eran uno de los tesoros más codiciados. Cómo le voy a negar a tan deslumbrantes senos el honor de tener un párrafo propio para su reseña.

Por mi halagüeña introducción es de suponerse que los senos de Sara son inmensos, efectivamente lo son, pero unos pechos descomunales no se limitan a su tamaño, unos senos a los que les cabe el adjetivo de la divinidad son más que volumen. Los de Sara son blancos, respingones, gordos, imponentes, realmente enormes. Lucen bien siempre, con camisas escotadas, con blusas ajustas, con pijama, hasta con esos sacos tipo cuello de tortuga, con lo que les pusiese encima siempre lograban llamar la atención.

Por lo demás Sara es una chica común y corriente. Es pequeña, calculo que medirá 1.55 como mucho. Su tez es supremamente blanca, dándole cierta apariencia de delicadeza, que luego se ve contrastada con su forma de ser, pues Sara es una chica de pocos modales y de temperamento fuerte.

Sus piernas también gozan de una linda forma, tienen buen grosor, aunque sin llegar a ser auténticamente carnosas; obviamente con el recubrimiento de aquella piel blanca. Su trasero también es macizo, aunque no propiamente curvo. Es uno de esos culos anchos pero chatos.

Al ser de escasa estatura aparenta ser una chica robusta, aunque para nada lo es. Su abdomen es tan común como el de cualquiera, con algún exceso normal entre mortales no adictos a las dietas y el ejercicio. Su cintura está lo suficientemente demarcada como para desear tomarla desde allí y manejarla a voluntad.

Su rostro es de forma redonda, tendiendo a tener un ligero relleno en sus mejillas. Sus labios sin destacamento alguno, de un tamaño promedio, con una apariencia ciertamente tenue, de alguna manera pálida, pues no era Sara una mujer muy habituada a pintar su boca. Su nariz tampoco presentaba irregularidad alguna. Era ligeramente ancha en su base, de tabique compacto, dándole una apariencia pequeña.  Sus ojos son de forma almendrada, de un verde muy bello, acentuados por unas cejas perfiladas en la misma forma del ojo. Su cabello es todo un enigma, pues la ha llevado corto, a la altura de los hombros, teñido de morado o de azul claro; así como lo ha llevado negro, sedoso y largo hasta la cintura, acentuando más su pequeña figura.

Cuando el Once Caldas derrotó al Santos en aquellos cuartos de final de la copa en el 2004, tuve la ilusión de que el ‘blanco blanco’ iba a ser campeón de América. No la tendría fácil, en semifinal se medía al Sao Paulo de Cicinho, Luis Fabiano, Grafite, Diego Tardelli, Rogério Ceni y compañía. Yo, quería ver si el Once Caldas era capaz de derrotar a ese Sao Paulo, quería presenciar esa proeza en el lugar de los hechos, así que conseguí boleta y me fui para el Palogrande a ver el compromiso de vuelta entre estos equipos.

En tierras paulistas Juan Carlos Henao había sido figura, y en Manizales lo volvería a ser, aunque esta vez iba a compartir la plaqueta de jugador del partido con Jorge Agudelo, que con un enganche magistral iba a derrotar a Ceni a escasos minutos del final para meter al humilde Once Caldas a una final continental. Ese partido me hizo hincha del Once para siempre, me parecía toda una proeza lo que ese equipo estaba logrando. Es que era un equipo verdaderamente barrial, sin nombres rutilantes, con tipos como Jorge Agudelo, que fácilmente podía ser tu vecino latonero que te encuentras comiendo fríjoles y mazamorra en la fonda del barrio.

Me entusiasmé tanto con ese agónico triunfo ante Sao Paulo, que una vez acabó el partido contemplé conseguir una boleta para la final. Lastimosamente para mí eso no pudo hacerse realidad. Las boletas volaron entre los manizaleños, y un foráneo, sin conocidos e influencias en Manizales, no tenía mayores chances de conseguir una boleta.

Me resigné a tener que ver esa histórica definición por televisión. Que no era lo mismo que estar en el epicentro de los hechos, pero no era para nada mal plan, iba a estar con la gente del barrio, con el parchesito del Once que había integrado a un rolo desubicado como yo. Un rolo hincha del Once Caldas, eso sí que es raro…

Nos juntamos para ver los dos partidos, el de Buenos Aires y el de Manizales. Los que recuerdan esa final saben que no fueron partidos vistosos, aunque no por ello carentes de emotividad. El empate sin goles en La Bombonera fue tenso, con un Boca que tuvo más chances, aunque no del todo claras, y con un Once que sobre el final silenció La Bombonera con un disparo de Soto que se terminó estrellando contra el travesaño.

En el bar celebramos ese empate como un triunfo, el Once le había hecho resistencia a la temida Bombonera y ahora se jugaba el todo por el todo en casa ¿Cómo no íbamos a estar ilusionados?

Compramos canasta de cerveza y un par de botellas de aguardiente y armamos la fiesta en ese bar hasta que cerraron. Salimos todos ebrios, algunos rumbo a casa, a cumplir la acordada cita con la almohada, y algunos otros con ganas de seguir el festejo.

Nos sentamos en el parque que queda frente al CAI y terminamos de tomarnos una de las botellas de aguardiente. Esa vez fue la primera vez que besé a Sara. Me ofrecí a acompañarla a la casa cuando todos nos despedimos, ella estaba muy borracha. Caminamos apenas dos calles, pero ese trayecto fue suficiente para sonsacarle uno de sus besos. No fue difícil, bastó con repetirle lo muy bella que me parecía, lo que siempre le decía, pero que ahora, por el efecto del alcohol, me hacía lograr mi cometido. Nos rumbeamos al frente de su casa. Esa no fue solo la primera vez que nos besamos sino también la primera vez que le sentí las tetas con mis manos. Pensé en llevármela a mi casa y aprovecharme de su ebriedad, pero ella estaba tan alicorada que era factible que se durmiera en medio del polvo, y yo quería tirármela bien, quería que ella fuera consciente de su disfrute, que me viera a la cara y fuera cómplice del gozo que estaba sintiendo y que estaba generando. Así que desistí de tan maquiavélica idea.

Esa noche, con el recuerdo fresco de la sensación de sus senos entre mis manos, me fue imposible negarme el gusto de saciar mi lascivia por mi cuenta, una y otra vez. Ha de ser la vez que más me he masturbado en mi vida.

La religión, el deporte y la política, son esos tres extraños y complejos mundos los que pueden desatar la pasión irracional de los seres humanos. Hay gente dispuesta a matar en nombre de la religión, el deporte o la política, y esa misma gente puede encontrar y acomodar los pretextos que hagan falta para hacer ver que ese acto era justo y necesario. En este caso, yo sabía que un triunfo deportivo era capaz de despertar ese lado irracional en Sara, y de eso se aferraba mi ilusión por poseerla, de eso sí que podía y debía aprovecharme.

Esa esperada noche del 1 de julio de 2004 por fin llegó. El Once Caldas recibía en Manizales al por entonces encopetado Boca de Carlos Bianchi, y toda Colombia se unía deseando un triunfo del equipo manizaleño. Fue quizá la única vez que hinchas de todos los clubes colombianos quisieron que ganara uno concretamente, como si de la selección se tratase. No pasó igual con Nacional o con Santa Fe en sus triunfos continentales. El título del Once fue algo que festejó toda Colombia.

El recibimiento al Once fue digno del de un finalista de Copa Libertadores. El colorido de las tribunas reflejaba el entusiasmo y la efervescencia de toda una ciudad que esa noche se dio cita en Palogrande y sus alrededores para presenciar la mayor gesta que el pueblo manizaleño haya visto en todos los tiempos.

Pasaron solo siete minutos para que la gente en toda Colombia estallara en júbilo con el recordado zapatazo de Jhon Viafara, con hjueputazo incluido. Las transmisiones de radio manizaleñas se inundaban del tan orgulloso canto “Ay Manizales del alma…”, la gente en la tribuna del Palogrande se miraban los unos a los otros sin poder creer lo que estaba ocurriendo, y el mundo del fútbol quedaba atónito por la inesperada caída de un gigante.

Al momento del gol abracé a Sara, y ella en medio de su emoción me besó, esta vez a la vista de todo el parche, y sin tener como justificante o disculpa los efectos del alcohol, pues hasta entonces no era mucho lo que habíamos bebido.

Ese beso de alguna manera me arruinó el partido, me desconcentró por momentos. Era apenas obvio, estaba incrédulo de lo que había ocurrido, y a la vez a la expectativa por lo que podía ocurrir entre nosotros. Entendía que no debía forzarlo, que lo primero era conocer el desenlace del partido.

Las cosas se torcieron un poco en el arranque de la segunda mitad, pues Burdisso, anticipándose en el cabezazo, iba a conseguir el empate para los argentinos. Y entonces empezó la desconfianza y el nerviosismo entre la afición, rondaban los fantasmas de la supuesta épica y jerarquía de ese Boca, a la vez que los del negativismo tan propio del deporte colombiano. Pero en el partido no iba a pasar mucho más. Ni el Once ni Boca supieron como acechar a su rival y acordaron ir a los penales, donde al parecer Abbondanzieri hacía imbatible a Boca en ese tipo de definiciones.

Pero el que brilló fue Henao, con todo y que era merecedor de pasar por un cambio extremo. Los focos apuntaron a aquel golero de buzo rojo y pantaloneta de fútbol ochentero. Le patearon cuatro penales, no le convirtieron ni uno. Claro que no los atajó todos, pero en el registro queda la estadística de un arco invicto, no su circunstancia.

Suena a que fue sencillo, pero no lo fue. El Once también erró, con el bueno de Valentierra, que era el cerebro de ese equipo; y con Wilmer Ortegón, que con disciplina táctica se afianzó en la defensa de aquel histórico Once Caldas. Los aciertos los lograron dos de los tipos que quizá más afecto despertaban entre la afición. Elkin Soto, hijo de la tierra, manizaleño de pura cepa, del barrio La Sultana: ‘El Sultán’, o el ‘poeta de la zurda’ como lo denominó su padre, Javier Soto, que también jugo en el onceno del ‘blanco blanco’. Y Jorge Agudelo, con su aspecto tan de parroquiano, tan barrial, tan terrenal y a la vez tan heroico para este equipo, pues había sido él quien había sellado el triunfo ante Barcelona en la tanda de penales y quien marcó el gol de la histórica clasificación ante Sao Paulo. La figura sin duda alguna fue Henao, ‘viruña’, como algunos le decían; que le atajó ese penal decisivo a Cángele y logró que se terminara de escribir una página dorada en la épica del deporte colombiano. Todos corrieron a abrazarle: compañeros, cuerpo técnico, prensa, fotógrafos, alcanzapelotas, porristas, familiares, e incluso algún aficionado que se habrá colado al campo de juego.

Colombia entera celebraba a esa hora el icónico triunfo que en algún momento dudó. En Bogotá, en Cali, en Bucaramanga, en Barranquilla, en todo lado, el júbilo era total por un equipo que parecía despertar la simpatía de todos.

En Santa Isabel empezaron a sonar esos estallidos de pólvora tan característicos en el barrio, tan propios de esos días en que uno de los equipos querido en el sector quedaba campeón. En cuestión de minutos el parque principal se llenó de gente que se lanzaba harina unos a otros, bebían y cantaban en honor a Henao, el profe Montoya, y los demás héroes de esta hazaña deportiva.

En el bar, en Juanchito, el ambiente era similar: mucho algarabío, gente saltando, bebiendo y cantando, y especialmente mucho griterío.

Sara y yo volvimos a abrazarnos en ese épico momento en que Henao atajó el penal, los dos sabíamos que estábamos destinados a hacerlo, habíamos compensando la euforia y exaltación de nuestro inconsciente con tocamientos supuestamente involuntarios que poco a poco se nos convirtieron en voluntarios. Y ya con el triunfo escrito y el descontrol colectivo desatado, ni ella ni yo sentimos impedimento alguno para desearnos y para tenernos.

Yo la besé, la agarré fuerte de su cabeza, y abalancé su cara contra la mía. Pero ella rápidamente se detuvo. Me miró a los ojos, me agarró de una mano y empezó a conducirme hacia los baños. Nos encerramos en uno de ellos. Y ahí si nos dimos el gusto de besarnos y manosearnos cuanto nos dio la gana.

Yo estaba extasiado con eso de sentir, de dimensionar sus descomunales senos por sobre la tela de aquella tan recordada camiseta negra del Once. Y mientras yo me regodeaba sintiendo aquellos inmensos pechos entre mis manos, ella no dejaba de restregar su pubis contra el mío. Estábamos aún vestidos, pero su insinuante y repitente movimiento me hizo entender que no íbamos a durar mucho tiempo con nuestras prendas. Yo quería disfrutar el momento, no apurarme, más bien disfrutar cada instante, al fin y al cabo que llevaba un par de años anhelando esto.

Claro que Sara parecía tener más apuro, pues no tardó en sacarse aquel pantalón de sudadera para revelarme que ese día se había puesto una braga blanca en honor al Once, pues según decía ella solo usaba ropa interior oscura, por aquello de la comodidad y las apariencias. Y una vez posó así, semiempelotica, no dudó en acercarse de nuevo a mí para bajar mi pantalón. No hubo tiempo para cariños o felaciones, Sara estaba obsesa por sacarse esa lascivia que la invadía. Tampoco es que hubiese necesidad de felaciones, por lo menos en lo que a mis deseos refiere, pues yo ya traía el pene en posición de ataque desde aquel momento en que nos besamos al finalizar el partido.

Entonces Sara lo frotó un poco contra su vulva, permitiéndole a la vez saber de sus ardores, y tras unos escasos segundos restregando mi sexo contra el suyo, se dio el gusto de ensartarse con mi entusiasta y venosa verga.

Y ahí entendí que esa vagina no era solo de ardores, también de vapores y de sudores, era un compendio exquisito de sensaciones el que le era posible brindar a ese coño, que, por las circunstancias, no había tenido el placer de probar primero con mi lengua.

Sentados sobre aquella encimera, ella empezó a cabalgarme, a menearse suave con mi miembro adentro suyo. Yo seguía acariciando sus tetas todavía recubiertas por esa bella camisa alternativa del nuevo campeón del continente.

Ella rápidamente fue incrementando el ritmo de las sacudidas de sus caderas, y entonces mi pene dejó de menearse entre esa vagina para pasar a enterrarse a profundidad, y sus meneos dejaron de serlo para pasar a ser pequeños brincos. Sus preciosos senos saltaban a la par con ella, se notaba como botaban esas descomunales mamas a pesar de la camisa que les reprimía.

Y fue entonces cuando vino el premio mayor. Ella se sacó su camisa, la revoleó por el aire por unos cuantos segundos, la tiró y dejó por primera vez libres a tan preciosos tesoros para mi contemplación. Eran una exquisitez, blancas, voluminosas, respingonas, de recubrimiento frágil, de pezón rosa y erecto, un poco separada la una de la otra, de relleno completamente natural ¡Así deben tener las tetas las diosas!

Yo quedé embebido, prácticamente tarado viendo tan divinos pechos. Los tomé entre mis manos mientras ella seguía azotando sus caderas contra las mías, y las conduje hacia mi boca. Se las chupé con desenfreno, como queriendo arrancárselas; las estrujé y las palpé cuanto quise. Y cuando Sara me vio más maniático y vicioso, me tiró una frase que me remató: “trátame como tu puta”. Eso me enloqueció.

La tomé entre mis manos, me puse en pie, sin dejar de penetrarla en ningún momento y empecé a follarla de pie en aquel pequeño baño de bar. Le enterraba mi falo con supremo entusiasmo, diría incluso que con rabia, y sus pechos saltaban descontroladamente. Su carita correspondía igualmente esa faena de goce, en su boquita semiabierta y en sus ojitos continuamente cerrados y apretados me revelaba el deleite del que era posesa aquella noche del 1 de julio. No pude resistirlo, estallé en disfrute rápidamente, rellené a Sara cual Viáfara a Boca Juniors. Pero la noche estaba lejos de terminar, a Sara y a mí nos quedaban aún mucha efervescencia por quemar.

Me gustó mucho de ella que no hizo mayor drama cuando le rellené de esperma su malcriado y picarón coño. Asumía que algo así podía pasar cuando se actúa con la cabeza caliente, y era consciente de que esa noche era muy factible que eso ocurriera. Solo me hizo saber del malestar que le daba de pensar que tendría que consumir la pastillita del día después, aunque admitía venía mentalizada con ello, “al fin y al cabo que no será la primera vez que me las tome”, decía.

Nos vestimos y salimos de aquel baño. En el bar seguía reinando el algarabío, pero nuestro grupo de amigos ya no estaba allí. No tardamos mucho en encontrarlos, pues fue solo salir del bar para encontrarlos allí en el parque principal. 

Ellos ni se habían percatado de nuestra ausencia, se habían integrado rápidamente a los festejos con harina y espuma de los demás aficionados. Sara y yo también lo hicimos, aunque solo por un rato, pues parecía que teníamos más deseo de jugar con nuestros genitales que de lanzarnos harina, y sin despedirnos de nadie, tratando de pasar desapercibidos, desaparecimos de aquel parque. Nos fuimos para su casa, que estaba sola aquella noche. Y fue nada más entrar y cerrar la puerta de la casa para de nuevo enfrascarnos en un largo y apasionado beso.

Ella interrumpió el beso, me tomó de la mano y me condujo hacia su cuarto. Subimos tambaleándonos por aquellas escaleras, mientras yo me sentía como aquella presa que llevan para el matadero. Y finalmente fue así, pues copularíamos tanto que los genitales nos iban a quedar en carne viva.

Esta vez Sara se tumbó sobre la cama y me invitó a hacerle lo que me diera la gana, y yo, que venía con ese anhelo reprimido de saborear su coño, no dudé segundo alguno en bajar su pantalón, bajar su braguita blanca, y enterrar mi cara entre aquella vulva tan misteriosa por tanto tiempo, por lo menos para mí.

Al fin la tenía ante mis ojos, la llevaba depilada, como suponiendo que habría visita, estaba al ras, se veía blanquita, ciertamente carnosa, y especialmente apetecible. Me di un auténtico banquete saboreando su clítoris, jugando con este entre mi boca hasta hacerla estremecer, hasta hacerla desahogarse a punta de incontenibles pataleos. No voy a negar que el sabor era fuerte, ligeramente hostigante, pero a mí me sabía a gloria, estaba bebiendo del néctar que solo se sirve al conquistar un continente.

Ella interrumpió mi delicioso banquete tomándome del pelo y jalándome de allí para hacerme poner la cara frente a la suya, y penetrarla una vez más. Yo, sabiéndome afortunado, y entendiéndome como subyugado de la situación, accedí a todas sus pretensiones.

Ese segundo enterramiento de mi humanidad entre sus piernas fue nuevamente sublime. Su coñito estaba empapado, revelando esa ansiedad de ser penetrado. Mi falo se deslizó con suprema facilidad por aquella vivaracha vagina. Me di la licencia de penetrarla con altas dosis de vehemencia, con cierto grado de rudeza, y lo mejor de todo fue que ella, no solo me lo permitió, sino que me alentó, pues cuando me veía reducir el ritmo, empezaba a empujarme para que de nuevo la azotara sin pensar en lo más mínimo en su bienestar.

Sus pechos nuevamente se sacudían alocadamente, era una marea de provocación moviéndose, sacudiéndose sin obedecer patrón o ritmo alguno, eran un puro descontrol.

Me aferré a estos y de nuevo me di el gusto de palparlos, de acariciarlos y de estrujarlos entre mis manos, y eso funcionó como detonante de mi segundo orgasmo de la noche, como si se tratara de apretar un botón, pues fue cuestión de apretarlos y ver la cara que hacía Sara para encontrar de nuevo el climax.

Ella obviamente tenía ganas de seguir, y para no perder ritmo ni tiempo me hizo una mamada que no solo logró que mi pene se rellenara de sangre en cuestión de segundos, sino que me hizo recuperar ese anhelo de lascivia que había parecido haberse esfumado con el orgasmo. Estaba una vez más desatado, con desenfrenado anhelo de disparar y dar en el blanco.

Hice que Sara se pusiese en pie, y a punta de arrimones la fui llevando contra la pared. La arrinconé allí, ella me daba la espalda, se dejaba dominar, como pretendiendo entregarme toda la iniciativa. Ella seguramente esperaba mi penetración, pero yo, una vez que la tuve allí, recostada contra la pared, me agaché y me di el gusto de saborear su coño por segunda vez en la noche. Si bien yo le comía el coño por exclusiva satisfacción de mis deseos, ella no era menos partícipe del deleite de mi lengua paseándose por las carnes de su vulva. ¡Cómo me gustaba sentir los vapores de su vagina cerca de mi cara!

Y cuando por fin me sentí satisfecho del sustancioso sabor de su entrepierna, me puse en pie para penetrarle y así sentir una vez más el ardor de su sexo con el mío. No podía verle a la cara, tampoco veía del todo bien sus descomunales senos. Tenía que conformarme con sus ricos gemidos y con la contemplación de un par de nalgas que nunca fueron motivo de mis fantasías, pero ahora que las tenía cara a cara, las supe apreciar, aun con su carencia de redondez. Me sedujo lo ancho que podía llegar a ser, lo macizo que puede llegar a ser un culo incluso cuando no logra esas dimensiones redondas. Me enloquecía ver las carnes de sus posaderas rebotando con mis empellones.

Sara ocasionalmente giraba su cara, permitiéndome apreciar sus gestos, aunque fuera de forma parcial y momentánea.

De su ojete también me vi tentado, pero supe que era demasiado pronto para pedirle tan atrevida concesión. Entonces me conforme con ver sus pálidas y anchas nalgas sacudiéndose al ritmo de mis embestidas. Dejé caer mi torso sobre su espalda, y estando en esa posición, me di el placer de volver a domarla por las tetas. Me aferré de ellas nuevamente, se las acaricié suavemente desde abajo hasta su pezón; todavía no sé por qué, pero sus pechos se sentían calientes, y a mí esto me fascinó. Me agarré de esos senos para no soltarlos más. Así fue, no los solté hasta que alcancé mi tercer orgasmo de la noche.

Sonará poco o nada creíble para algunos, mientras que otros sabrán que es algo que puede pasar, pero esa noche alcance nueve orgasmos en igual número de coitos. Fue la noche que más forniqué en mi vida. La historia la conocen muchos de mis amigos, pero solo algunos me creen lo de que fueron nueve coitos. Gente de poca fe, si supieran nada más que Jon Dough ostenta un récord de 101 fornicaciones en un día…

Lo cierto es que así fue, nos echamos nueve polvos. Bromeamos con que debieron haber sido once, para hacer homenaje a nuestro campeón de América, pero sinceramente el cuerpo ya no respondía.

No sé cuántos orgasmos habrá tenido Sara aquella noche, pues la conocía tan poco sexualmente que no sabía interpretar sus señas o sus gestos a la hora de alcanzar el clímax. Sé que tuvo por lo menos un par de ellos, pues su gozo y las manifestaciones inconscientes de su cuerpo lo hicieron evidente.

En todo caso a Sara le quedó gustando eso de copular conmigo, por lo menos durante un tiempo. Fueron como tres meses en los que nos bastaba cruzarnos en la calle para anhelar estar fornicando. Fue un celo que se extendió como máximo unos seis meses, incluida aquella madrugada en que el Once cayó ante el Porto en la tande de penales de la Intercontinental, y luego el encanto fue desapareciendo.

Tanto ella como yo follábamos con otros, y ya no nos importaba, sabíamos que habíamos quemado una etapa de amigos que culean, y ahora nuestra amistad podría ser auténticamente amistad. De hecho, lo fue durante muchos años, nos confiábamos nuestros secretos, nos aconsejábamos, nos confesábamos nuestros deseos y temores, gracias a la ausencia de esa tensión que produce el deseo. Aunque luego la vida nos tenía preparados rumbos diferentes que, se quiera o no, siempre terminan distanciando a las personas. Sara hoy es una reconocida conferencista, seguramente alejada del mundo del fútbol, de las barras y de los bares. Hace mucho no charlo con ella, pero se ve que le va bien, bueno, y que todavía tiene ese par de hermosas tetas en su sitio.

 





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