viernes, 7 de mayo de 2021

La profe Luciana (Capítulo XV)

 La profe Luciana


Capítulo XV: Adictos a lo prohibido




Ese fue el primer domingo de tantos dedicados al fornicio al interior de la casa de mi amada Luciana. Se nos convirtió en un vicio eso de copular como animales desesperados mientras su esposo y su hijo se ausentaban de casa. Esa primera vez fue en el santuario de Luis Gabriel, pero luego nos dimos el gusto de hacerlo en la cocina, en la sala, y en su dormitorio. ¡Que rutina de felonía más exquisita la que fuimos creando!

Pero el desenfreno que sentíamos el uno por el otro, y ese gusto por fornicar en un espacio o contexto prohibido, no se iba a limitar a los domingos y a la casa de Luciana.

Me hacía falta a mí matar ese morbo que se apoderaba de mi al imaginar penetrando a Luciana en la academia de poledance a plena luz del día, a escasos minutos del inicio de una de sus clases.

De la fantasía al hecho no hubo mucho trecho, fue cuestión de imaginar el momento y luego aventurarme a que se realizara.

Se dio tan solo un par de días después de unos de nuestros adulterios dominicales. No pude evitarlo, apenas habían pasado unas horas desde el último roce de su sexo con el mío, pero yo estaba obsesionado. Escapé del trabajo ese martes, a eso de las cuatro de la tarde, para llegar por sorpresa al despacho de Luciana.

Allí la encontré, en silencio, concentrada organizado unos papeles. Ella no notó el instante en el que entré, por lo menos hasta que cerré la puerta. Ahí levantó su bonito rostro, me vio y me preguntó qué hacía allí.

-       No pude aguantar las ganas de verte. Te traje esto – Dije mientras le entregaba un juego de collar, pulsera y aretes de plata.

-       ¡Qué tierno! Pero no puedes estar aquí, en un rato tengo que dar una lección

-       No te preocupes, vine solo a charlar, a refrescar en mi mente el recuerdo de tus hermosos ojos, y a llevarme uno de tus besos para que no se me haga tan larga la semana

-       Vienes romántico ¿eh?… Está bien, siéntate y me ayudas con estas cuentas

Me senté frente a ella, supuestamente para ayudarle a hacer números con los ingresos de su academia, aunque en verdad no le colaboré en nada. Me perdí contemplando su rostro, que esa tarde estaba decorado por unas gafas de lente grande y marco delgado. Llevaba una pañoleta en la mitad de su cabeza, y tras esta escapaba su cabello que estaba amarrado y peinado como si se tratara del agua de una fuente mientras cae. Este peinado la hacía lucir joven y desinhibida. Me perdí en más de una ocasión observándola. Luciana era verdaderamente hermosa, me traía loco.

-       ¿No me ibas a ayudar?

-       Sí, discúlpame. Es que hoy luces más bella que de costumbre. No he podido concentrarme en algo que no sea tu majestuosidad

-       De todas formas, no hace falta, ya es hora de cambiarme, no falta mucho para que comience la clase

Luciana tomó en sus manos unas mallas enterizas y empezó a desvestirse frente a mí.

Quedó apenas cubierta por sus braguitas, mientras que yo seguía allí, en ese lugar de privilegio, sentado, presenciando la divinidad de su cuerpo semidesnudo. Luciana rodeó su abdomen con una faja y una vez la cerró, se acercó a su escritorio, tomó su celular y me tomó una foto. “Es para que luego puedas ver la cara de depravado que estás poniendo”, me dijo mientras reía sutilmente.

No aguanté más, me acerqué a ella, la tomé del rostro y la besé. Ella no opuso mayor resistencia, supongo que presentía para dónde iban las cosas. Es más, una vez que el beso terminó, ella tomó mi cabeza con ambas manos y la dirigió hacia sus pechos, que estaban todavía al desnudo.

Me concentré en chuparlos, en succionarlos como pocas veces lo había hecho, a la vez que dirigí mi mano hacia su vulva, todavía resguardada por ese calzoncito beige.

Sentir su pubis entre mis manos era algo celestial, incluso cuando era a través de una tela. Claro que no me concentré exclusivamente solo en sus carnosos labios, también me di el gusto de acariciar sus bien logradas piernas.

Las acaricié lentamente, tanto así que la hice erizar. Sentí los poros de su piel expandiéndose entre mis manos, lo que a su vez estuvo acompañado con el aumento de la humedad de su vagina.

Su braguita estaba empapada. No solo podía sentirse al tacto, sino que una pequeña mancha en la parte frontal de sus calzones lo ratificaba ¡Cómo me gustaba su rápido humedecer!

Ella volvió a besarme, a la vez que se permitió el atrevimiento de agarrar mis testículos y mi pene de una sola manotada; movimiento que acompañó con una de sus pícaras e insinuantes miradas.

-       ¿Cerraste la puerta con llave?

-       Claro. No estoy dispuesto a compartir nuestra intimidad. A menos que tú quieras

-       Ja, ja, ja, más bien calla y cómeme el coño.

Una vez que terminó esa oración, Luciana puso una de sus manos sobre mi cabeza, empujándome hacia abajo, para ponerme una vez más cara a cara con ese suculento plato de su entrepierna.

Bajé sus braguitas con cierta delicadeza, y una vez quedaron en el suelo, las tomé, las olí y posteriormente las guardé en uno de mis bolsillos.

Me deleité una vez más paseando mi lengua sobre su vulva, acariciando suave y horizontalmente su inflamado clítoris. Metí un par de dedos, los deslicé lentamente por entre su coño, permitiéndoles humectarse a su paso.

Luciana me regaló un poco de sus sonoros jadeos, pero con lo que realmente me embelesó fue con sus tentadores gestos, con su lasciva mordida de labios, con la constante picardía de su mirada.

“Tiene que ser algo rápido, tengo una clase que dar”. Escucharla decir esto me precipitó a terminar mi “boccato di cardinale”, y de esa forma precipitarnos a tener uno de los coitos más brutales del que se tenga recuerdo.

Me puse en pie, desabroché mis pantalones con cierto apuro y los dejé caer al suelo. Ella apenas pudo ver fugazmente mi miembro erecto, porque antes de que cualquier cosa ocurriera, la tomé entre mis manos, le di vuelta, la apoyé contra una pared, y lo deslicé por entre su vagina.

Completamente, sin dejar centímetro alguno sin humedecer con sus sagrados fluidos vaginales. Pero no fue solo que se lo metiera, más bien se lo enterré, pues lo hice con cierto grado de agresividad que se vio reflejado en su intempestivo gemido.

La agarré de su cabello, halé su cabeza un poco hacia atrás, y seguí sacudiéndola con todo el tesón que mis caderas me permitían.

Un escándalo total era el que hacían nuestros cuerpos estrellándose entre sí. Los dos estábamos profundamente perdidos por el deseo; ni a Luciana ni a mí nos importó que alguien pudiese llegar a escucharnos.

El azote de mi pelvis contra la suya se vio acompañado por esa humedad tan propia de su vagina. También por los constantes improperios que Luciana me profería, pues para ese entonces esa era una de sus grandes fascinaciones, insultarme mientras la penetraba.

La agarré de los hombros e intensifiqué tanto sus movimientos como los míos. Ella apenas giraba su cabeza para mirarme y alentarme con su obscena mirada.

Y fue en ese instante, cuando la bestialidad estaba desatada, que se dio un nuevo episodio de sus escapes urofílicos. Esto solo precipitó el desenlace del coito, pues yo, al ver y sentir lo ocurrido, no tuve más remedio que descargarle mi esperma una vez más entre sus carnes.

La agarré de su mechón y la halé hacia mí, esta vez para besarla. Ella se dio vuelta, me rodeó con sus brazos y siguió besándome. A la vez, empezó a frotar su pubis contra mi cuerpo. Pero no hubo penetración, solo fue un restregón para evidenciarme su calentura, para permitirme sentir el goce que la poseía. “Cuando se acabe la clase echamos otro…”, dijo antes de darse vuelta y agacharse para recoger las mallas que había pretendido colocarse minutos atrás.    

Yo accedí a su petición. Es más, estaba ansioso por el fin de su clase, anhelante de repetir esa sensación tan deliciosa y única que solo sabía brindarme Luciana.

Pretendí esperarla allí en su despacho, pero la ansiedad me venció, y llegó un momento en que decidí ir al recinto en el que daba su clase para observarla.

Allí estaba mi bella Luciana, colgada de ese tubo, seguramente aún con la vagina ardiendo, mientras enseñaba a un puñado de mujeres como ser sensuales y provocativas mediante el baile. También estaba allí Adriana, que al no encontrar explicación a mi presencia en ese lugar, tuvo que haber entendido al fin que la responsable de mis adulterios había sido Luciana.

 

Capítulo XVI: ¡Luces, cámara, fruición!

Eso de pegarle una buena culeada en la academia antes de la clase, fue una delicatesen. Pero mi depravación hacia Luciana no tenía límite. Yo quería más y más de ella. Ya no me bastaba con pasearla por moteles, o con saberla gustosa de engañar a su marido, ni con perforar su angosto ojete, ni si quiera con eso de sentir su goce y sus delirios en un espacio público o en un contexto prohibido. No me conformaba con ello. Fue entonces cuando le propuse empezar a grabar nuestros coitos...





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