La profe Luciana
Capítulo XV: Adictos a lo prohibido
Ese fue el primer
domingo de tantos dedicados al fornicio al interior de la casa de mi amada
Luciana. Se nos convirtió en un vicio eso de copular como animales desesperados
mientras su esposo y su hijo se ausentaban de casa. Esa primera vez fue en el
santuario de Luis Gabriel, pero luego nos dimos el gusto de hacerlo en la
cocina, en la sala, y en su dormitorio. ¡Que rutina de felonía más exquisita la
que fuimos creando!
Pero el desenfreno que sentíamos el uno por el otro, y ese gusto por fornicar
en un espacio o contexto prohibido, no se iba a limitar a los domingos y a la
casa de Luciana.
Me hacía falta a mí
matar ese morbo que se apoderaba de mi al imaginar penetrando a Luciana en la
academia de poledance a plena luz del día, a escasos minutos del inicio de una
de sus clases.
De la fantasía al hecho
no hubo mucho trecho, fue cuestión de imaginar el momento y luego aventurarme a
que se realizara.
Se dio tan solo un par
de días después de unos de nuestros adulterios dominicales. No pude evitarlo,
apenas habían pasado unas horas desde el último roce de su sexo con el mío,
pero yo estaba obsesionado. Escapé del trabajo ese martes, a eso de las cuatro
de la tarde, para llegar por sorpresa al despacho de Luciana.
Allí la encontré, en
silencio, concentrada organizado unos papeles. Ella no notó el instante en el
que entré, por lo menos hasta que cerré la puerta. Ahí levantó su bonito
rostro, me vio y me preguntó qué hacía allí.
-
No
pude aguantar las ganas de verte. Te traje esto – Dije mientras le entregaba un
juego de collar, pulsera y aretes de plata.
-
¡Qué
tierno! Pero no puedes estar aquí, en un rato tengo que dar una lección
-
No te
preocupes, vine solo a charlar, a refrescar en mi mente el recuerdo de tus
hermosos ojos, y a llevarme uno de tus besos para que no se me haga tan larga
la semana
-
Vienes
romántico ¿eh?… Está bien, siéntate y me ayudas con estas cuentas
Me senté frente a ella,
supuestamente para ayudarle a hacer números con los ingresos de su academia,
aunque en verdad no le colaboré en nada. Me perdí contemplando su rostro, que
esa tarde estaba decorado por unas gafas de lente grande y marco delgado.
Llevaba una pañoleta en la mitad de su cabeza, y tras esta escapaba su cabello
que estaba amarrado y peinado como si se tratara del agua de una fuente mientras
cae. Este peinado la hacía lucir joven y desinhibida. Me perdí en más de una
ocasión observándola. Luciana era verdaderamente hermosa, me traía loco.
-
¿No me
ibas a ayudar?
-
Sí,
discúlpame. Es que hoy luces más bella que de costumbre. No he podido concentrarme
en algo que no sea tu majestuosidad
-
De
todas formas, no hace falta, ya es hora de cambiarme, no falta mucho para que
comience la clase
Luciana tomó en sus
manos unas mallas enterizas y empezó a desvestirse frente a mí.
Quedó apenas cubierta
por sus braguitas, mientras que yo seguía allí, en ese lugar de privilegio,
sentado, presenciando la divinidad de su cuerpo semidesnudo. Luciana rodeó su
abdomen con una faja y una vez la cerró, se acercó a su escritorio, tomó su
celular y me tomó una foto. “Es para que luego puedas ver la cara de depravado
que estás poniendo”, me dijo mientras reía sutilmente.
No aguanté más, me
acerqué a ella, la tomé del rostro y la besé. Ella no opuso mayor resistencia,
supongo que presentía para dónde iban las cosas. Es más, una vez que el beso
terminó, ella tomó mi cabeza con ambas manos y la dirigió hacia sus pechos, que
estaban todavía al desnudo.
Me concentré en
chuparlos, en succionarlos como pocas veces lo había hecho, a la vez que dirigí
mi mano hacia su vulva, todavía resguardada por ese calzoncito beige.
Sentir su pubis entre
mis manos era algo celestial, incluso cuando era a través de una tela. Claro
que no me concentré exclusivamente solo en sus carnosos labios, también me di
el gusto de acariciar sus bien logradas piernas.
Las acaricié
lentamente, tanto así que la hice erizar. Sentí los poros de su piel
expandiéndose entre mis manos, lo que a su vez estuvo acompañado con el aumento
de la humedad de su vagina.
Su braguita estaba
empapada. No solo podía sentirse al tacto, sino que una pequeña mancha en la
parte frontal de sus calzones lo ratificaba ¡Cómo me gustaba su rápido
humedecer!
Ella volvió a besarme,
a la vez que se permitió el atrevimiento de agarrar mis testículos y mi pene de
una sola manotada; movimiento que acompañó con una de sus pícaras e insinuantes
miradas.
-
¿Cerraste
la puerta con llave?
-
Claro.
No estoy dispuesto a compartir nuestra intimidad. A menos que tú quieras
-
Ja,
ja, ja, más bien calla y cómeme el coño.
Una vez que terminó esa
oración, Luciana puso una de sus manos sobre mi cabeza, empujándome hacia
abajo, para ponerme una vez más cara a cara con ese suculento plato de su
entrepierna.
Bajé sus braguitas con
cierta delicadeza, y una vez quedaron en el suelo, las tomé, las olí y
posteriormente las guardé en uno de mis bolsillos.
Me deleité una vez más
paseando mi lengua sobre su vulva, acariciando suave y horizontalmente su
inflamado clítoris. Metí un par de dedos, los deslicé lentamente por entre su
coño, permitiéndoles humectarse a su paso.
Luciana me regaló un
poco de sus sonoros jadeos, pero con lo que realmente me embelesó fue con sus
tentadores gestos, con su lasciva mordida de labios, con la constante picardía
de su mirada.
“Tiene que ser algo
rápido, tengo una clase que dar”. Escucharla decir esto me precipitó a terminar
mi “boccato di cardinale”, y de esa forma precipitarnos a tener uno de los
coitos más brutales del que se tenga recuerdo.
Me puse en pie,
desabroché mis pantalones con cierto apuro y los dejé caer al suelo. Ella
apenas pudo ver fugazmente mi miembro erecto, porque antes de que cualquier
cosa ocurriera, la tomé entre mis manos, le di vuelta, la apoyé contra una
pared, y lo deslicé por entre su vagina.
Completamente, sin
dejar centímetro alguno sin humedecer con sus sagrados fluidos vaginales. Pero
no fue solo que se lo metiera, más bien se lo enterré, pues lo hice con cierto
grado de agresividad que se vio reflejado en su intempestivo gemido.
La agarré de su
cabello, halé su cabeza un poco hacia atrás, y seguí sacudiéndola con todo el
tesón que mis caderas me permitían.
Un escándalo total era
el que hacían nuestros cuerpos estrellándose entre sí. Los dos estábamos
profundamente perdidos por el deseo; ni a Luciana ni a mí nos importó que
alguien pudiese llegar a escucharnos.
El azote de mi pelvis
contra la suya se vio acompañado por esa humedad tan propia de su vagina.
También por los constantes improperios que Luciana me profería, pues para ese
entonces esa era una de sus grandes fascinaciones, insultarme mientras la
penetraba.
La agarré de los
hombros e intensifiqué tanto sus movimientos como los míos. Ella apenas giraba
su cabeza para mirarme y alentarme con su obscena mirada.
Y fue en ese instante,
cuando la bestialidad estaba desatada, que se dio un nuevo episodio de sus
escapes urofílicos. Esto solo precipitó el desenlace del coito, pues yo, al ver
y sentir lo ocurrido, no tuve más remedio que descargarle mi esperma una vez
más entre sus carnes.
La agarré de su mechón
y la halé hacia mí, esta vez para besarla. Ella se dio vuelta, me rodeó con sus
brazos y siguió besándome. A la vez, empezó a frotar su pubis contra mi cuerpo.
Pero no hubo penetración, solo fue un restregón para evidenciarme su calentura,
para permitirme sentir el goce que la poseía. “Cuando se acabe la clase echamos
otro…”, dijo antes de darse vuelta y agacharse para recoger las mallas que
había pretendido colocarse minutos atrás.
Yo accedí a su
petición. Es más, estaba ansioso por el fin de su clase, anhelante de repetir
esa sensación tan deliciosa y única que solo sabía brindarme Luciana.
Pretendí esperarla allí
en su despacho, pero la ansiedad me venció, y llegó un momento en que decidí ir
al recinto en el que daba su clase para observarla.
Allí estaba mi bella
Luciana, colgada de ese tubo, seguramente aún con la vagina ardiendo, mientras
enseñaba a un puñado de mujeres como ser sensuales y provocativas mediante el
baile. También estaba allí Adriana, que al no encontrar explicación a mi
presencia en ese lugar, tuvo que haber entendido al fin que la responsable de
mis adulterios había sido Luciana.
Capítulo XVI: ¡Luces, cámara, fruición!
Eso de pegarle una
buena culeada en la academia antes de la clase, fue una delicatesen. Pero mi
depravación hacia Luciana no tenía límite. Yo quería más y más de ella. Ya no
me bastaba con pasearla por moteles, o con saberla gustosa de engañar a su
marido, ni con perforar su angosto ojete, ni si quiera con eso de sentir su
goce y sus delirios en un espacio público o en un contexto prohibido. No me
conformaba con ello. Fue entonces cuando le propuse empezar a grabar nuestros
coitos...