sábado, 20 de febrero de 2021

El maravilloso mundo de las drogas

 El maravilloso mundo de las drogas


Fumar porros es una de las grandes dicotomías con las que tienen que lidiar los jóvenes. Están aquellos que pasan su vida entera sin conocer la sensación de estar colocado. Creen que la marihuana es una aliada estratégica del demonio, que causa alucinaciones, que genera una adicción incontrolable que vuelve incluso agresivos a quienes la consumen. Compadezco a estas personas, pues morirán envueltas en su engaño, en medio de ignorantes suposiciones. Luego están aquellos que abiertamente dijeron que sí desde siempre, aquellos que no se lo pensaron y sucumbieron ante la tentación de la hierba a temprana edad. Y un último grupo es el de aquellos que en su infancia y en su adolescencia juraron nunca iban a consumirla, y años después terminaron cambiando de opinión.

En ese tercer grupo estoy yo, y creo que la mayoría de los que terminan convirtiéndose en unos consagrados “mariguaneros”. Yo la terminé probando por no querer pasar por beato ante una chica que me gustaba.

Nos conocíamos desde niños, de aquellas amistades que se forman en el barrio. Aunque luego nos fuimos alejando, y nuestros encuentros se hicieron cada vez más esporádicos.

Una tarde de un día cualquiera nos dimos cita para charlar y ponernos al día, y por el devenir de la conversación terminamos hablando de la hierba. Ella me preguntó si yo alguna vez había fumado, a lo que yo respondí afirmativamente, a pesar de que no era así.

Ella se entusiasmó, me reveló que también lo había hecho, y me propuso encontrarnos ese mismo fin de semana para compartir nuestro primer porro juntos. Yo no quería quedar como un mentiroso, así que acepté.

Esa primera experiencia fue ciertamente traumática, pues ella notó que yo no había consumido marihuana jamás en mi vida. Pero fue una buena compañía para mí en ese primer viaje, pues se encargó de tranquilizarme en esos instantes de paranoia, y me hizo más llevadera mi primera traba.

Nunca pude concretar mi cometido de conquistarla, o por lo menos echarle un polvo, pero su amistad me sirvió para introducirme en el mundo de las drogas, o por lo menos del cannabis, pues sinceramente nunca consumí nada más.

Cuando recién probé la marihuana, quedé enamorado de sus efectos; de la relajación, de la dispersión y levitación de la mente que hace aparecer tanta idea y pensamiento de la nada. Me acerqué a mi amiga como en aquellos años de infancia, pero ahora porque ella era quien me facilitaba la hierba para fumar.

Claro que llegó un momento en que yo entendí que no podía ser dependiente de ella para conseguir hierba, así que le pedí me presentara a su “camello” para así poder conseguir marihuana por mi propia cuenta.

“Frisby” le decían a aquel distribuidor. Era un tipo raro. De complexión delgada, pelo largo hasta los hombros y ondulado, tez blanca y un constante y misterioso silencio.

Comprarle hierba a Frisby era toda una odisea. Me citaba tanto en callejones solitarios, como en calles de mucho tránsito peatonal. En ocasiones me hacía esperar largos ratos en soledad, y otras tantas me citaba en su apartamento. Nunca fue cómodo comprarle hierba al tal “Frisby”.

Pero afortunadamente pude cambiar de dealer a medida que me fui adentrando en el mundo de los consumidores del cannabis. Juanito, un compañero de universidad, y consagrado porrero, me facilitó el contacto de Ana. Es más, me presentó con ella y me recomendó como un gran cliente.

Yo quedé cautivado con ella. No solo por su gran servicio, pues ella solía entregar la mercancía en la puerta de la casa del cliente, ofrecía gran variedad de flores, y era sumamente amable; también quedé encantado con su apariencia.

Ana era una de esas chicas de abundantes carnes. Sus piernas eran gruesas, verdaderamente anchas, aunque no desentonaban para nada, no eran gordas, grasientas o celulíticas, eran perfectamente voluminosas. De igual forma eran sus caderas, anchas, macizas, bien definidas; toda una tentación a la vista, y más todavía cuando las sacudía al caminar.

Su zona púbica lucía siempre ajustada, siempre carnosa, provocativa e insinuante. Ana era una de esas chicas con labios gruesos, evidentes a la vista, de esos que se asoman siempre en cualquier pantalón.

No puedo mentir, Ana era un poco gordita, o por lo menos tendía a la obesidad. Su abdomen no era exactamente un monumento al ejercicio y la tonificación, pero tampoco lucía desproporcionado o grasiento, apenas flácido. Es más, Ana no tenía panza, solo las carnes blandas en aquella zona.

A pesar de ser una chica gruesa, su cintura estaba bastante bien delineada. Ana era una de esas chicas que lograba esa silueta similar a la forma de una guitarra.

Sus senos eran de un tamaño medio. No eran abundantes, aunque tampoco diminutos. Quizá podían verse pequeños en un cuerpo generoso en casi todas partes.

Su piel era blanca y se apreciaba suave y delicada a la vista. Su cabello era de un color castaño claro y lo llevaba largo, hasta su cintura, a escasos centímetros de sus nalgas.

Su rostro también era muy bello, empezando por su extrema palidez, lo que le daba un aire de delicadeza e inocencia. Sus labios no eran muy notorios, ni por su tamaño ni por su color, eran de un bello y tenue rosa que solo es apreciable si te enfocas en estos al hablar con ella. Su dentadura estaba completamente alineada, blanca y bien cuidada, era un deleite verla sonreír.

Sus cachetes se correspondían con su cuerpo, estaban ciertamente rellenitos, sin hacer lucir gordo su rostro, aunque lo suficiente para hacerla ver más tierna de lo que realmente era.

Sus ojos eran relativamente pequeños, de un verde hermoso. Aunque lo realmente atrapante era su mirada, pues si algo sabía hacer Ana era mirar directamente a los ojos a su contraparte y sostener su mirada.

Claro que el mayor atributo de esta chica era su culo. Eso sí que era un monumento a la lascivia ¡Qué tremendo par de nalgas! Monumentales, gigantes, curvilíneas, notorias a la vista en cualquier circunstancia. Era uno de esos culos que resaltan bajo la prenda que sea: Jeans, leggins, sudaderas, faldas, bikinis, shorts; fuese lo que fuese lo que las recubriera, esas eran unas nalgas destinadas a robarse todas las miradas, por lo menos las de los hombres.

Ana cobraba un recargo por entregar la hierba a domicilio, pero era un costo que yo estaba dispuesto a pagar, no solo por la comodidad de recibir el encargo en la puerta de mi casa, sino por apreciarle ese maravilloso y abultado par de nalgas.

Lo mejor de Ana es que era una chica muy abierta a socializar con sus clientes. Siempre y cuando no fuera viernes o sábado, pues en esos días se disparaba el consumo y por ende su trabajo.

Poco a poco, y tras varios domicilios, me fui haciendo cada vez más cercano a ella. La primera vez fue una que me vendió un poco de “Pink Kush”, o marihuana morada, como yo la llamaba en esos tiempos de ignorancia cannábica.

Esa vez ella me la anunció como una exclusividad, pero terminó siendo decepcionante, pues los efectos de este tipo de hierba tienden más al relajamiento que a otra cosa. Lo bueno fue que compartí un porro con ella. Me di la oportunidad de charlar con Ana, saber un poco más de su trabajo, de sus aspiraciones en la vida, así como de su día a día.

Y eso de compartir porros se nos fue volviendo tradición. Siempre que la llamaba para comprarle, terminábamos fumando y charlando por un considerable rato.

Yo lo hacía para grabar en mi retina un mejor recuerdo de su cuerpo, especialmente de ese ostentoso culo. Trataba de coquetear con ella, pero mis intentos eran infructuosos. No sabía si Ana ignoraba a propósito mis señales, o si sencillamente no las captaba. Me fui resignando, pues entendía que no tenía posibilidades con ella.

Pero la vida me tenía guardada una jugosa recompensa. Llamé a Ana la tarde de un lunes. Había presentado ese día lo que iba a ser el último examen de mi vida universitaria. Merecía relajarme, así que llamé a la bella Anita para que me facilitara un poco de su rico cannabis.

Pensé que al ser lunes iba a llegar pronto, pero no fue así, se demoró un par de horas en llegar. Yo estaba con un amigo, también consumidor de la hierba sagrada. Pero como Ana no llegaba con el encargo, decidimos esperarla bebiendo unas cervezas.

Ana llegó en su moto sobre las siete de la noche. Me llamó al celular y me avisó que estaba en portería. Le pregunté si tenía apuro, a lo que me contestó que no, por lo que la terminé invitando a entrar y compartir un porro con nosotros. También le brindé una cerveza nomás al verla cruzar la puerta.

Ella fue la encargada del ensamble del canuto, era una chica supremamente talentosa para el armado de los porros. No tardó más que un par de minutos para tener uno listo. No tenía bultos o turupes, era parejo, no había zonas más delgadas o más gruesas, era simplemente perfecto, casi tanto como su hermoso culo.

Anita no solo fumó el churrito con nosotros, sino que se quedó a beber. Inicialmente por un rato, pero luego, al verse afectada por el licor y por el THC, prefirió quedarse, pues no era conveniente conducir en ese estado.

Les propuse entonces que fuéramos al supermercado, antes de que lo cerraran, para comprar algo más fuerte con que mojar el cogote. Nos decidimos por un ron. Ron que se convirtió en la mejor decisión de mi vida.

No solo porque se encargó de embriagar y dormir a mi amigo, sino porque le aflojó y le abrió las piernas a Anita.

En esa época yo tenía una gran capacidad de aguante para el ron. No me ocurría igual con otros licores, whisky, vino, aguardiente, vodka; todos me embriagaban con cierta facilidad, pero el ron no.

Cuando mi amigo cayó dormido sobre la mesa, le propuse a Ana que fumáramos otro porro, a lo que ella accedió gustosamente. A pesar de su evidente estado de embriaguez, Ana se dio mañas para armar y pegar un nuevo porro, de nuevo perfectamente concebido. Lo fumamos en el balcón. Ella se retiró por un instante, adujo ir al baño. Yo me quedé solo en el balcón consumiendo lo que quedaba del canuto.

Mi sorpresa fue total cuando entré de nuevo a la sala. Allí estaba ella, completamente desnuda, ardiente, empelotica, clamando por sexo descarnado mientras se apoyaba con sus manos sobre uno de los sillones.

Mi erección fue cuestión de milisegundos, me bastó solo con ver sus carnes al desnudo para que la sangre recorriera rápidamente mi cuerpo hasta hacer inflamar mi pene.

Ella no pronunció palabra, solo me miró, se tambaleó un poco, y antes de que abriera la boca, ya estaba yo abalanzándome sobre ella para besarla.

La agarré delicadamente de la cara y la besé. Nuestro intercambio de aliento, saliva y hormonas fue realmente duradero; Ana supo excitarme todavía más con su manera de besar.

Mis manos no tardaron en posarse en las generosas carnes de sus nalgas. Eran todavía más perfectas al desnudo. Tan monumentales eran que no me cabía una sola de sus nalgas entre mis dos manos.

Luego me atreví a posar una de mis manos sobre su vulva, que estaba absolutamente ardiente a pesar de que solo habíamos intercambiado un beso y unos escasos manoseos.

Empecé a sacarme la ropa casi que con desespero. Una vez estuve desnudo, ella lanzó una de sus manos a mi miembro. Me masturbó mientras seguimos besándonos allí de pie en la sala ¡Qué excepcional forma de besar tenía Anita!

Los primeros instantes de mi mano sobre su vulva fueron eso sencillamente, un tacto, no una intromisión. La palpé y acaricié los tejidos blandos de esa zona que ella llevaba sin el menor rastro de bello.

Era una vulva auténticamente carnosa, tal y como lo había avizorado tantas veces a través de sus prendas. Su clítoris también era generoso en tamaño, o por lo menos lo fue durante esos minutos, lo que me hizo más fácil aquello de manipularlo entre mis dedos.

Ana no era una chica reservada. Cuando se le antojó gemir, lo hizo. Yo me derretí ante cada uno de sus gemidos, eran exquisitos, aunque aún lo era más la sensación de ardor y humedad de su entrepierna.

Me resigné a dejar de recibir sus ricos besos, pues ahora eran sus otros labios los que me interesaba besar. Ella permaneció de pie, yo me agaché y empecé a lamerle con lentitud y suavidad aquella zona caliente que me tenía al borde de la locura.

Su vagina se fue humedeciendo cada vez más, y ese incremento fue proporcional al de su expresión oral, pues a medida que se iba excitando, el volumen de sus gemidos también iba en aumento.

Ana no se guardaba nada. Así como se daba completa libertad para jadear y gemir, tampoco escatimaba en improperios o expresiones lujuriosas. De su bella boca oí salir un repetitivo “cómeme la cuquita”, también un frecuente “¡qué rico!”, y un más escaso “métemelo ya”, que al final terminó convirtiéndose en realidad.

Cuando la sentí completamente empapada, cuando la vi perdida de la calentura, me puse en pie y conduje mi miembro erecto por esa carnosa y ardiente vagina. Comenzó siendo un coito un poco lento, quizá delicado, pero ella me fue animando para que fuera cada vez más agresivo. Primero con sus manos posadas en mis nalgas para empujarme hacia ella, y luego alentándome para fornicarla como a mí me diera la gana. “Eso, eso”, era lo que más repetía, aunque también utilizó expresiones un poco menos sutiles como “métamela así” o el clásico “duro, duro”.

Pero lo que más me enloqueció, en lo que refiere a sus expresiones, fue aquel momento en que recostó su rostro sobre uno de mis hombros, juntó su boca a una de mis orejas y empezó a susurrarme “rico, rico, eso, eso”.

Para ese entonces yo la penetraba no solo a profundidad, sino ejerciendo castigo con brutales movimientos. Pero ella parecía disfrutarlos, ella deliraba con mi miembro clavándose a fondo, mientras que yo enloquecía escuchando nuestros cuerpos calientes y húmedos al chocar.

Claro que la faena no iba a estar completa sino me daba el gusto de penetrarla mientras ese portentoso culo me miraba a la cara. Le di vuelta, ella quedó de espaldas a mí, y acto seguido le volví a hundir mi pene por su caliente coñito.

Deslizaba con una facilidad digna de reseñar, esa vagina era un tobogán del placer.

Mientras la penetraba, la besaba por el cuello. Ella me hacía espacio para que así fuera, yo la rodeaba con mis brazos por su cintura, agarraba su pequeña pancita y me deleitaba con ello.

En ese momento despertó mi amigo, posiblemente por el ruido que hacíamos. Pensé que se iba a unir a la fiesta, pero extrañamente se quedó ahí sentado, mirándonos. Eso sí, no hubo instante alguno en que dejase de vernos.

Me dio mucho morbo que nos viera fornicar. Eso me impulso a penetrar cada vez con mayor vehemencia a Ana. Era exquisito ver sus nalgas temblorosas, gelatinosas ante cada uno de mis empellones, eran todavía mejores de lo que las había imaginado.

Fue tal la excitación que me generó ver ese culo regordete sucumbiendo ante mi castigo, que terminé soltándole una considerable y generosa descarga de esperma al interior de su coño.

Inicialmente Ana no lo notó, pero cuando me vio disminuir la velocidad hasta el completo detenimiento, sumado eso a mí evidente cara de goce; supo que mi orgasmo ya había tenido lugar.

“¿Pero qué haces? ¿Acaso eres imbécil? ¿Quién te dijo que podías correrte en mí?”, dijo ella antes de despegar su cuerpo del mío.

Emprendió caminó hacia el baño, seguramente se limpió, y al instante volvió a la sala para recoger sus prendas y vestirse. En ningún momento dejó de insultarme. Una vez que se vistió, salió azotando la puerta.

Mi amigo seguía allí sentado, sin moverse. Me acerqué a él para ver si estaba bien. “Tranquilo, estoy bien. No sé qué me pasó, pero mientras ustedes culeaban no pude moverme”. Lo ayudé a ponerse en pie para luego acostarlo en el sofá para que durmiera.

Afortunadamente mi abusivo actuar no deterioró la relación cliente-dealer que tenía con Ana. Ella siguió vendiéndome seguramente por la obligación de no perder a un buen cliente. Pero lo de follar no volvió a repetirse jamás.

 

 

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