Frutos rojos
El gozo de una
pelirroja no es como el de cualquier otra mujer, por lo menos esa fue la
impresión que me quedó de mi experiencia con Dianita, una chica de cabellos
rojizos por la cual tuve que reevaluar todo lo que hasta ahora entendía como placer.
No es una exageración,
Diana me revolucionó el mundo, me creó una adicción a ella. Con todo y su
ausencia de gracia, me hizo disfrutar más que cualquier otra chica. Y he de
mencionar que antes de probar las delicias de su sexo, ya contaba yo con un
amplio historial amatorio.
Nos conocimos cursando
una maestría de Mediación de Conflictos, sobre la cual no ahondaré, pues no es
el motivo de la presente narración. Para ese entonces ella debía tener unos 25
o 26 años, yo era un par de años menor.
Sinceramente, Diana era
una chica común. Apreciar una belleza así es más un don que tenemos cierto tipo
de sátiros como yo, pues se ha de saber valorar cada atributo para encontrarle
gracia a una chica como ella.
Diana es una mujer de
piel blanca, de un 1,60 de estatura, delgada, de suma elegancia y de permanente
sonrisa en su rostro. Sobre este último he de decir que cumple con los rasgos
clásicos de aquellas personas de cabellos rojizos: piel extremadamente blanca,
decorada por pecas, ojos claros (verdes en el caso de ella), grandes y
expresivos, acentuados por unas cejas de la misma tonalidad del cabello.
Obviamente que no todas las personas de cabellos naranjas o rojizos cumplen con
estas características, aunque realmente son patrones habituales.
Su silueta era fina,
delgada y delicada. Sus atributos se acentuaban por su ajustada forma de
vestir. No es que ella fuera por ahí provocando, todo lo contrario, pues su
estilo era más de faldas largas y sacos o blusas que exponían la menor
proporción de piel que les fuese posible; pero se trataba de ropa que se le
ceñía perfectamente a su aparentemente insulso cuerpo.
Pude apreciarlo desde
aquella primera vez que la vi cruzar por la puerta y entrar al salón. Quedé
especialmente impactado con sus nalgas. No porque tuviera un trasero inmenso,
sino por lo bien que se le podía apreciar con aquella falda ajustada. Se le
notaba esa forma perfectamente redonda, quizá carente de volumen,
extremadamente blando y tembloroso. Esa primera clase de mi maestría la
recuerdo por haber tenido que disimular la erección que me generó aquel
apetecible culito.
De sus senos debo hacer
una reseña similar, pues Dianita jamás nos dio el gusto de enseñarlos luciendo
un escote, pero sí nos permitió apreciarlos al vestir aquellas blusas tan
ajustadas a su torso. Fue así que dimensioné tan hermosa creación de la
naturaleza. Eran ciertamente voluminosos, aunque sin llegar a ser algo
desmesurado; un tanto caídos, más considerando su juventud, pero siempre
atractivos, siempre llamativos, siempre forrados en aquellas ajustadas prendas.
Por lo demás, Diana era
una chica común, de linda figura por su acentuada cintura, de inexistente
gordura en su zona abdominal, de caderas pequeñas, pero bien definidas gracias
a la marcada curvatura de su cuerpo.
Fantaseé con ella
durante aquella primera clase. Es más, fantaseé con ella a lo largo de todo el
primer día de clases, que no es poca cosa, pues esta maestría constaba de
largas jornadas: diez horas durante los viernes y seis horas los sábados. Era
normal salir agotado, con la cabeza a punto de estallar luego de recibir tanta
información.
Claro que aquel primer
día yo no absorbí muchos nuevos conocimientos, básicamente porque mi obsesión
hacia Dianita no me había permitido concentrarme.
Me pareció una delicia
desde un principio. Tenía entonces dos grandes objetivos en aquella maestría,
el primero de ellos era terminarla, obviamente aprovechando para conseguir
grandes conocimientos; y el segundo era el de copular con aquella chica de
cabellos rojizos y ondulados.
Supe así que debía
socializar con ella, y aunque en un comienzo me resultó difícil, luego fue
verdaderamente sencillo, pues teníamos en común aquel apasionamiento por el
mismo saber, el de la mediación.
Ella era una chica de
alguna manera introvertida, quizá un poco carente de seguridad en sí misma,
posiblemente por aquel señalamiento o matoneo al que son sometidos los
pelirrojos. Pero esos mismos rasgos de timidez iban a terminar jugando a mi
favor.
En una ocasión tuvimos
que trabajar en parejas, las cuales fueron conformadas por el profesor, al
mejor estilo de la escuela. Para mi fortuna, mi pareja fue ella. Se trataba de
un ejercicio de negociación, en el que cual yo cedí y me dejé vencer para
hacerla sentir conforme.
Mientras todos los
demás seguían concentrados en la dinámica, Dianita y yo quedamos desocupados,
por lo menos mientras el resto acababa. Permanecimos allí, sentados, callados,
sin saber qué decir, ni como rellenar ese incómodo silencio. Yo mantuve mi
mirada en su rostro, mientras que a ella le resultaba imposible sostenerme la
mirada, y solo me observaba de reojo. Yo no le quité los ojos de encima ni un
instante, y viendo que todos nuestros compañeros estaban sumergidos en aquel
ejercicio, no dudé a la hora de lanzar mi rostro hacia el suyo y darle un beso.
Fue corto. Más que un
beso fue un arrejunte de mis labios contra los suyos, pero fue suficiente para
sembrar deseo en aquella chica de rostro poco agraciado y de cabellos rojos.
Ella no dijo nada, solo
se quedó mirándome, como incrédula por lo que acababa de pasar. Y cuando se
cansó de sostenerme la mirada, cortó el silencio diciendo que iba al baño.
Esa mañana nada iba a
pasar. La dinámica iba a finalizar, se socializaron las conclusiones de cada
uno de los grupos, y luego continuó con el desarrollo de la temática.
Yo me preguntaba para
mis adentros lo que estaría pensando Diana luego del beso que le robé. Me
afectaba su silencio, lo interpretaba como una negativa, como el fin a aquella
fantasía de copular con aquella pelirroja.
Pero lo interesante iba
a ocurrir en la jornada de la tarde de aquel memorable viernes.
El regreso a clase
luego de almorzar era complicado, pues había que saber sopesar esas ganas de
dormir con las venideras seis horas de clase. Pero ese viernes todo fue diferente.
Al finalizar la primera
de las seis horas, salí del salón con la intención de ir al baño, quizá echarme
algo de agua en la cara para no ser vencido por el sueño, y probablemente
fumarme un cigarrillo para despertarme del todo.
Pero de aquellos planes
lo único que se concretó fue lo de ir al váter. Pues una vez que terminé de
orinar y me di la vuelta, me encontré con Diana cara a cara. Allí estaba, para
tras de mí, en el servicio de caballeros, sin sonrojo alguno por ello.
Antes de que yo
terminara de preguntarle por el porqué de su presencia allí, ella se abalanzó
sobre mí y empezó a besarme. Lo hacía con absoluto desenfreno, y yo, al verla
tan apasionada, tan desatada, me sentí en plena libertad de meterle mano.
Fue así que acaricié
por primera vez aquellas seductoras nalguitas, que se sentían tan blandas como
se veían. Ella igualmente me lo permitió, no hizo seña alguna de molestia por
el atrevido recorrido de mis manos por sus carnes.
Nos encerramos en uno
de los cubículos y seguimos besándonos ininterrumpidamente. Ella, que se veía
tan tímida y recatada, no tuvo problema alguno al momento de lanzar una de sus
manos hacia mis genitales. Primero los palpó por sobre el pantalón, pero no
tardó mucho en meter su mano bajo estos para empezar a agarrar mi pene, que
para ese instante ya estaba erecto y deseoso de sentir las carnes de esta
deliciosa flaquita.
Ambos sabíamos que
teníamos que regresar a clase, no solo para no perder el hilo, sino porque en
aquel baño nos estábamos exponiendo más de la cuenta. Pero los dos éramos
posesos del deseo, y poco y nada nos importaron las consecuencias que pudiera
generarnos el ser atrapados.
Follar en un baño
público es verdaderamente incómodo, de alguna manera complejo. Este, al ser uno
de una universidad privada, era limpio y de alguna manera confortable. Sin
embargo, no nos dimos la oportunidad de ver nuestros cuerpos al desnudo. Yo
solo bajé mis pantalones, mientras que ella recogió su larga falda, corrió su
braguita hacia un costado y me permitió sentir aquella vagina húmeda y
caliente.
En ese instante fui
consciente del placer de penetrar a una pelirroja. Sentí su vagina
auténticamente ardiente, más que cualquier otra que hubiese probado a lo largo
de mi vida. Sus vapores se sentían a lo largo y ancho de mi pubis. Ese coño
estaba más vivo que cualquier otro. Abrazaba mi pene, lo rodeaba con cada
centímetro de sus músculos. Parecía que lo succionaba. Y no era solo su ardor o
su humedad lo que lo hacía tan exquisito, era esa sensación de ser tan
ajustado.
En medio de aquellos
brincos de su humanidad sobre la mía, Dianita me iba a confesar que estaba
deseosa de este momento, pues aquel beso que me había atrevido a darle en la
mañana, la había revitalizado, la había hecho sentir llena de confianza, la
había hecho sentir bella y deseada, como hace mucho no se concebía.
Yo le repetía que ella
se lo merecía, que era hermosa y merecía ser consciente de su belleza (aunque
realmente no lo era) y disfrutarla.
Me obsesioné
agarrándole sus bellos pechos, hasta que llegó un momento en que ella levantó
su blusa y me dejó verlos. Obviamente que no solo los vi, sino que me encargué
de acariciarlos, de estimular sus lindos y grandes pezones de color marrón, y
especialmente de saborearlos.
Era notorio que ella
traía guardado un monumental calentón, quién sabe desde hace cuánto. Lo cierto
es que se dio el gusto de menearse y brincar sobre mi falo cuanto quiso. Sus
jadeos se fueron convirtiendo en gemidos, que tuve que reprimir con besos o
sencillamente tapando su boca con mi mano.
Creímos en un comienzo
que sería un polvo fugaz, un “aquí te pillo, aquí te mato”, pero se nos terminó
extendiendo. A ella seguramente por ese deseo reprimido desde hace tanto
tiempo, y a mí por lo exquisito que me resultó aquel fruto rojo resguardado en
su entrepierna.
Fue así que nos pusimos
en pie, ella dándome la espalda para cederme la iniciativa a la hora de ser
penetrada. Lo largo de su falda me hizo imposible ver ese gelatinoso y seductor
culito, tuve que conformarme con saber que bajo aquella pollera se meneaba su
trasero al son de mis empellones. Claro que esa no iba a ser la única vez que
íbamos a fornicar, y más temprano que tarde tuve la oportunidad de contemplar
ese rico par de nalgas.
Teniéndola así,
empotrada contra una de las paredes del cubículo, me di el gusto de rodear su
torso con mis brazos para de nuevo apasionarme estrujando sus voluminosas y escurridas
tetas. Eso terminó por provocar el derrame de mi esperma sobre su cuerpo.
Sinceramente no sé donde cayó mi líquido seminal, pues apenas sé que retiré mi
pene justo a tiempo, y luego fue a dar contra sus nalgas o sus piernas,
realmente no lo sé. Lo cierto es que ella se dio vuelta. De nuevo quedamos cara
a cara. Una gran sonrisa estaba dibujada en aquella cara pecosa, y viéndose
complacida, se abalanzó sobre mí para besarme nuevamente.
Antes de regresar al
aula la invité a fumar. Ella no lo hacía, pero accedió a acompañarme para tapar
el olor a sexo con humo de tabaco.
Esa noche, al finalizar
las clases, Diana me invitó a su apartamento para rematar lo que horas antes
habíamos comenzado en la facultad. Era tanto el deseo que nos teníamos, que
pasamos la noche entera fornicando, sintiendo por primera vez nuestros cuerpos
desnudos, sudorosos y calientes.
Yo estaba
verdaderamente colado por aquel coño estrecho y de pelaje igualmente rojizo.
Pero mi obsesión era exclusivamente por aquella vagina, no por todo su ser. Los
planes de ella eran diferentes, pues ella si fue adquiriendo cariño hacia mí,
el cual no iba a ser correspondido.