viernes, 2 de abril de 2021

La profe Luciana (Capítulo X)

 La profe Luciana


Capítulo X: Derrota en el embalaje



Antes de continuar, Luciana me ofreció tomarnos un descanso. Pedimos una botella de vino a la habitación y una vez nos la entregaron, la consumimos en la pequeña sala, acompañada con un cigarrito de cannabis, que obviamente tuvo a Luciana a cargo de su armado. Ella lucía algo despeinada, quizá un poco colorada, pero en líneas generales no aparentaba el desgaste que se supone causa el más exigente de los ejercicios. Yo, a diferencia, me sentía ciertamente agotado. Estaba recubierto de sudor, de lo que, en su momento, y para darme valor, catalogué como ‘las perlas del guerrero’.

Claro que aún me quedaban reservas en el tanque. Es más, así me sintiera al borde del colapso, estaba dispuesto a entregar más de lo necesario por amanecer fornicando con esta diosa de los placeres de la carne. Pero con el paso de las horas y del frote de mi cuerpo con el suyo, fui entendiendo que iba a ser imposible ponerme a la par.

Luciana entró de nuevo a la habitación, mientras que yo permanecí por unos instantes más en la sala, mientras terminaba el porro y mientras me mentalizaba para disfrutar y sacar provecho de la hasta entonces mejor noche de mi existencia.

Cuando entré no la encontré en la habitación sino en el baño. Allí estaba ella, mirándose su hermosa silueta ante el espejo, contemplando su divinidad antes de tomar una ducha.

Le pedí que me regalara una foto de ese instante, que posara para mí y me permitiera tener un recuerdo de esa noche. Ella posó, me regaló esa bonita postal y entró a la ducha.

Teniendo su cuerpo humectado por el agua, sus poros abiertos por el vapor que invadió el ambiente, y su generoso culo apoyado contra las frías baldosas, me invitó a ducharme con ella.

Luciana se mantuvo recostada en las baldosas, exponiendo sus senos, su abdomen, su vagina, sus piernas y su rostro para mi completo deleite. Decidí entonces agacharme y saborearle su entrepierna una vez más. Ella lo merecía. Aparte esto era una forma de ganar tiempo para recuperar algo de la líbido que se me había ido minutos atrás entre sus nalgas.

Claro que el agua que bajaba por su torso y por su entrepierna terminó distorsionado el exquisito sabor de sus fluidos. No fue una extensa incursión de mi lengua entre su coño, pero fue suficiente para hacerle encender motores, para provocar de nuevo el ardor de esa vagina que parecía insaciable.

Me puse en pie, de nuevo cara a cara con la bella Luciana. Mirarla directamente al rostro era toda una fruición, era una experiencia mística perderse en la profundidad de sus hermosos y oscuros ojos; era una exquisitez contemplar esos labios húmedos y tentadores, y era especialmente reconfortante encontrar complicidad y perversión en cada uno de sus gestos.

Antes de penetrarla por enésima vez en la noche, lancé mi mano hacia su vulva, para experimentar de nuevo sus ardores en mis manos, para constatar que estuviera lista para la acción. Acto seguido conduje mi pene con mi otra mano hacia su entrepierna.

Se nos dificultó un poco el coito por la humedad del suelo, pues fueron varios los conatos de caída, aunque siempre logramos mantener el equilibrio.

A esta altura de la noche no hubo contemplación o delicadeza alguna. Mi penetración fue profunda y sin ningún tipo de miramiento. Claro que yo ya no contaba con la misma energía que en un comienzo, el cansancio me invadía, y esto se iba a manifestar minutos después con calambres en mis piernas.

Pero allí seguí yo, soportando como un auténtico campeón de los fornicarios, exigiendo a mi cuerpo a algo para lo que no estaba preparado.

Este coito fue sumamente extenso, pues sinceramente tuve cierto tipo de dificultad para llegar al orgasmo. Pero Luciana no llegó a fastidiarse jamás por ello, es más, expresó su disfrute a cada instante. No tuvo reclamos o reparos hacia mí por el exceso de frote entre mi pene y las carnes vivas de su concha.

Tan largo fue que me di la oportunidad de reflexionar en medio del polvo. Me puse a pensar en lo maravilloso que habría sido encontrarme a Luciana 15 años atrás. No solo por conocer una versión mucho más joven de ella, sino por haber puesto a prueba mi fogosidad en el máximo de su esplendor. Claro que habría sido algo que habría jugado en doble sentido, pues seguramente Luciana en su juventud había sido muchísimo más activa de lo que era ahora.

Luciana, evidenciando algo de cansancio por estar allí de pie, me invitó a cogerla en cuatro. Seguimos allí, bajo el inclemente chorro de agua, pero ahora en esta posición que tanta fascinación me causaba; ver ese descomunal culo era un gozo en todo el sentido de la palabra.

En esta ocasión me di el lujo de azotarle esa magistral par de nalgas. Lo hice con toda la desfachatez del caso, sin importarme nada. Tanto así que no me detuve hasta que las dejé del todo coloradas. Luciana acompañó mis azotes con estruendosos gritos, y fue esto lo que logró llevarme al éxtasis por tercera vez en la velada.

Mi agotamiento era evidente. Admití, a esa altura de la noche, que no iba a poder cumplir con el reto que me había impuesto antes de llegar el motel, aquel de causarle tanto placer como el que ella me provocaría a mí.

Claro que tampoco podía darse por mal servida, pues con esos tres polvos le había generado el gozo que posiblemente no conseguía en casa a lo largo de todo un año. La había visto retorcerse del gusto, había sentido las contracciones de su culo y los espasmos de sus piernas sobre mí, había sido testigo de sus fluidos escapando de su entrepierna, había sido un espectador de lujo de los ardores de su coño. Pero con todo y eso iba a ser imposible que Luciana sintiera todo el placer que ella me había hecho sentir a mí.

Salimos de la ducha, secamos nuestros cuerpos, y nos sentamos de nuevo a beber un poco más de vino, a rellenar el silencio con una charla sensata entre dos adultos que entendían como un fracaso sus matrimonios.

Luciana me preguntó si estaba listo para una nueva cópula, a lo que le respondí con completa sinceridad, admitiendo mi absoluto agotamiento. Pero ella no aceptaría un no como respuesta. “Déjame, ya vas a ver como yo te reanimo”, dijo ella antes de tomarme de la mano y llevarme a la cama.

Me tumbó allí, y empezó a acariciar mi pene, comenzó a masturbarme, a mirarme con esa picardía tan propia de su ser mientras agitaba mi convaleciente miembro entre sus manos. Se ayudó de su coqueta lengua y de sus hermosos labios, y lo consiguió, de nuevo tuvo a mi pene listo para ingresar una vez más en su ser.

Ese fue un coito que comandó Luciana de principio a fin, me montó y me cabalgó hasta sentirse satisfecha, y obviamente hasta verme doblar de placer una vez más en la noche.

No sabía qué hora era, ni me importaba. De hecho, lo único relevante para mí a esa hora era descansar. Por fin vi a esta máquina sexual encontrar el sueño. Fue todo un alivio, pues mantenerle el paso a esta ninfómana era como disputarle un embalaje a Peter Sagan.

Amanecimos en el Rocamar, lo que nos significó pagar el doble de la tarifa, pues cuando se excede la estancia de seis horas cuenta como un nuevo servicio. De todas formas, no me arrepiento en lo más mínimo por lo que me costó nuestra estancia allí, mucho menos al amanecer junto a ella y verle esa sonrisa de complacencia y de satisfacción.

Capítulo XI: “Déjalo que escurra”

Ver su rostro al despertar es verdaderamente satisfactorio. Aunque he de aceptar que al momento de ponerme en pie he sido muy sigiloso. No quería despertar abruptamente a esta fiera insaciable de los placeres de la carne. No podía, en un aspecto espiritual y físico, tener más sexo...



La Profe Luciana (Capítulo XXI)

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