La profe Luciana
Capítulo X: Derrota en el embalaje
Antes de continuar,
Luciana me ofreció tomarnos un descanso. Pedimos una botella de vino a la
habitación y una vez nos la entregaron, la consumimos en la pequeña sala, acompañada
con un cigarrito de cannabis, que obviamente tuvo a Luciana a cargo de su armado.
Ella lucía algo despeinada, quizá un poco colorada, pero en líneas generales no
aparentaba el desgaste que se supone causa el más exigente de los ejercicios.
Yo, a diferencia, me sentía ciertamente agotado. Estaba recubierto de sudor, de
lo que, en su momento, y para darme valor, catalogué como ‘las perlas del
guerrero’.
Claro que aún me
quedaban reservas en el tanque. Es más, así me sintiera al borde del colapso,
estaba dispuesto a entregar más de lo necesario por amanecer fornicando con
esta diosa de los placeres de la carne. Pero con el paso de las horas y del
frote de mi cuerpo con el suyo, fui entendiendo que iba a ser imposible ponerme
a la par.
Luciana entró de nuevo
a la habitación, mientras que yo permanecí por unos instantes más en la sala,
mientras terminaba el porro y mientras me mentalizaba para disfrutar y sacar
provecho de la hasta entonces mejor noche de mi existencia.
Cuando entré no la
encontré en la habitación sino en el baño. Allí estaba ella, mirándose su
hermosa silueta ante el espejo, contemplando su divinidad antes de tomar una
ducha.
Le pedí que me regalara
una foto de ese instante, que posara para mí y me permitiera tener un recuerdo
de esa noche. Ella posó, me regaló esa bonita postal y entró a la ducha.
Teniendo su cuerpo humectado
por el agua, sus poros abiertos por el vapor que invadió el ambiente, y su
generoso culo apoyado contra las frías baldosas, me invitó a ducharme con ella.
Luciana se mantuvo
recostada en las baldosas, exponiendo sus senos, su abdomen, su vagina, sus
piernas y su rostro para mi completo deleite. Decidí entonces agacharme y
saborearle su entrepierna una vez más. Ella lo merecía. Aparte esto era una
forma de ganar tiempo para recuperar algo de la líbido que se me había ido
minutos atrás entre sus nalgas.
Claro que el agua que
bajaba por su torso y por su entrepierna terminó distorsionado el exquisito
sabor de sus fluidos. No fue una extensa incursión de mi lengua entre su coño,
pero fue suficiente para hacerle encender motores, para provocar de nuevo el
ardor de esa vagina que parecía insaciable.
Me puse en pie, de
nuevo cara a cara con la bella Luciana. Mirarla directamente al rostro era toda
una fruición, era una experiencia mística perderse en la profundidad de sus
hermosos y oscuros ojos; era una exquisitez contemplar esos labios húmedos y
tentadores, y era especialmente reconfortante encontrar complicidad y
perversión en cada uno de sus gestos.
Antes de penetrarla por
enésima vez en la noche, lancé mi mano hacia su vulva, para experimentar de
nuevo sus ardores en mis manos, para constatar que estuviera lista para la
acción. Acto seguido conduje mi pene con mi otra mano hacia su entrepierna.
Se nos dificultó un
poco el coito por la humedad del suelo, pues fueron varios los conatos de
caída, aunque siempre logramos mantener el equilibrio.
A esta altura de la
noche no hubo contemplación o delicadeza alguna. Mi penetración fue profunda y
sin ningún tipo de miramiento. Claro que yo ya no contaba con la misma energía
que en un comienzo, el cansancio me invadía, y esto se iba a manifestar minutos
después con calambres en mis piernas.
Pero allí seguí yo,
soportando como un auténtico campeón de los fornicarios, exigiendo a mi cuerpo
a algo para lo que no estaba preparado.
Este coito fue
sumamente extenso, pues sinceramente tuve cierto tipo de dificultad para llegar
al orgasmo. Pero Luciana no llegó a fastidiarse jamás por ello, es más, expresó
su disfrute a cada instante. No tuvo reclamos o reparos hacia mí por el exceso
de frote entre mi pene y las carnes vivas de su concha.
Tan largo fue que me di
la oportunidad de reflexionar en medio del polvo. Me puse a pensar en lo
maravilloso que habría sido encontrarme a Luciana 15 años atrás. No solo por
conocer una versión mucho más joven de ella, sino por haber puesto a prueba mi
fogosidad en el máximo de su esplendor. Claro que habría sido algo que habría
jugado en doble sentido, pues seguramente Luciana en su juventud había sido
muchísimo más activa de lo que era ahora.
Luciana, evidenciando
algo de cansancio por estar allí de pie, me invitó a cogerla en cuatro.
Seguimos allí, bajo el inclemente chorro de agua, pero ahora en esta posición
que tanta fascinación me causaba; ver ese descomunal culo era un gozo en todo
el sentido de la palabra.
En esta ocasión me di
el lujo de azotarle esa magistral par de nalgas. Lo hice con toda la
desfachatez del caso, sin importarme nada. Tanto así que no me detuve hasta que
las dejé del todo coloradas. Luciana acompañó mis azotes con estruendosos
gritos, y fue esto lo que logró llevarme al éxtasis por tercera vez en la
velada.
Mi agotamiento era
evidente. Admití, a esa altura de la noche, que no iba a poder cumplir con el
reto que me había impuesto antes de llegar el motel, aquel de causarle tanto
placer como el que ella me provocaría a mí.
Claro que tampoco podía
darse por mal servida, pues con esos tres polvos le había generado el gozo que
posiblemente no conseguía en casa a lo largo de todo un año. La había visto
retorcerse del gusto, había sentido las contracciones de su culo y los espasmos
de sus piernas sobre mí, había sido testigo de sus fluidos escapando de su
entrepierna, había sido un espectador de lujo de los ardores de su coño. Pero
con todo y eso iba a ser imposible que Luciana sintiera todo el placer que ella
me había hecho sentir a mí.
Salimos de la ducha,
secamos nuestros cuerpos, y nos sentamos de nuevo a beber un poco más de vino, a
rellenar el silencio con una charla sensata entre dos adultos que entendían
como un fracaso sus matrimonios.
Luciana me preguntó si
estaba listo para una nueva cópula, a lo que le respondí con completa
sinceridad, admitiendo mi absoluto agotamiento. Pero ella no aceptaría un no
como respuesta. “Déjame, ya vas a ver como yo te reanimo”, dijo ella antes de
tomarme de la mano y llevarme a la cama.
Me tumbó allí, y empezó
a acariciar mi pene, comenzó a masturbarme, a mirarme con esa picardía tan
propia de su ser mientras agitaba mi convaleciente miembro entre sus manos. Se
ayudó de su coqueta lengua y de sus hermosos labios, y lo consiguió, de nuevo
tuvo a mi pene listo para ingresar una vez más en su ser.
Ese fue un coito que
comandó Luciana de principio a fin, me montó y me cabalgó hasta sentirse
satisfecha, y obviamente hasta verme doblar de placer una vez más en la noche.
No sabía qué hora era,
ni me importaba. De hecho, lo único relevante para mí a esa hora era descansar.
Por fin vi a esta máquina sexual encontrar el sueño. Fue todo un alivio, pues
mantenerle el paso a esta ninfómana era como disputarle un embalaje a Peter
Sagan.
Amanecimos en el
Rocamar, lo que nos significó pagar el doble de la tarifa, pues cuando se
excede la estancia de seis horas cuenta como un nuevo servicio. De todas
formas, no me arrepiento en lo más mínimo por lo que me costó nuestra estancia
allí, mucho menos al amanecer junto a ella y verle esa sonrisa de complacencia
y de satisfacción.
Capítulo XI: “Déjalo que escurra”
Ver su rostro al
despertar es verdaderamente satisfactorio. Aunque he de aceptar que al momento
de ponerme en pie he sido muy sigiloso. No quería despertar abruptamente a esta
fiera insaciable de los placeres de la carne. No podía, en un aspecto
espiritual y físico, tener más sexo...