Comer pueblo
Turra,
naca, ñera, flaite, tukis, entre tantos otros calificativos le han dado a este
grupo de gente de clase baja y poca cultura. Pero mientras la sociedad les
margina, yo he desarrollado una cierta fascinación hacia las chicas de estos numerosos
grupos poblacionales.
No
se trata de una obsesión desarrollada gratuitamente. Ese encanto que profiero
hacia las ñeritas es algo adquirido.
Ocurrió
hace un poco más de una década. Para ese entonces yo era un estudiante de las
encopetadas universidades del centro de Bogotá. No vamos a mencionar su nombre
para evitar polémicas.
Mis
padres se dejaban un buen dineral para pagarme educación en tan renombrado
centro universitario. Y yo, a fin de semestre, tenía que corresponder tal
confianza con buenos resultados.
Eso
era lo de menos porque siempre fui juicioso y aplicado. Sin embargo, había dos
cosas que me atormentaban en esa época: el hecho de llegar a vivir solo a una
gran urbe como esta, y el hecho de tener que usar el sistema de transporte
masivo de esta ciudad, llamado TransMilenio.
Pensará
cada cual que los sistemas de transporte público habitualmente están atiborrados
y tienen sus fallas, pero el de acá no tiene competencia. Es sucio, lento,
tiene carriles exclusivos, pero aun así tiene que lidiar con atascos, atracan
de lo lindo, los buses ocasionalmente se rompen a mitad de recorrido, y
generalmente cargan a la gente como ganado, logrando seguramente el doble de la
capacidad permitida.
Afortunadamente
mi época de estudiante terminó hace unos años, y con ello finalizó también mi
necesidad de movilizarme en TransMilenio, pude comprar mi propio vehículo y
renunciar definitivamente a la pesadilla de subirme en uno de esos buses.
Claro
que no todo fue negativo, TransMilenio me dio una vivencia que terminó
delineando mi estilo de vida en los años venideros.
Fue
una noche de jueves. Salí a eso de las nueve de un gimnasio aledaño a la
universidad, llegué a la estación del Museo del Oro y monté el habitual B74 de
camino a casa.
A
esa hora los buses ya no partían saturados de pasajeros, aunque tampoco iban
vacíos. No había puestos disponibles, así que me situé en el acordeón para no
incomodar el paso. El acordeón, para los que no han tenido la oportunidad de
conocer un transmilenio, hace referencia a la parte media del bus, que no es
exactamente un bus sino dos unidos por una especie de lata en forma de
acordeón.
A
la altura de la calle 19 se subió una ñerita en todo el sentido de la palabra.
Iba vestida con unos pantaloncitos cortos, una camisa ombliguera y unos tenis
blancos con los cordones cafés de tanta mugre.
Eso
sí, la muchachita estaba en muy buena forma, y ante tanta exposición de carne y
piel, era inevitable dejar de mirarla.
Claro
que yo en esa época me sentía mucha cosa, mis padres me habían acostumbrado a
la buena vida y al clasismo, así que se me hacía inconcebible fijar mi atención
en alguien como ella.
Pero
esta mujercita iba a ser la encargada de hacerme dar un completo viraje, de
hacerme entender la delicia de comer pueblo. Y desde ese entonces me convertí
en un experto de esos menesteres.
Luego
de que pasamos la estación de Héroes, el bus quedó prácticamente vació. Pero ni
la exquisita ñerita en mención ni yo quisimos sentarnos. Ella desabotonó su
pantaloncito, bajó se bragueta, me miró perversamente, y empezó a mostrarme la
pelambre que había debajo de sus calzoncitos. Yo quedé hipnotizado ante su
desfachatez, ante el encanto de estar viendo su pubis solamente recubierto por
esa gruesa capa de pelo.
Su
exhibición se extendió por la siguientes 20 o 30 calles. Yo apenas babeaba con
el espectáculo que la chica me estaba brindando. Y fue ahí que me sacudí tanto
prejuicio infundado, y me tomé la libertad de apreciarle sus blancas,
estilizadas y bien torneadas piernas. También me fije en lo mucho que se le
ajustaba su blusa ombliguera, y en la forma de sus exuberantes senos.
Su
abdomen, que había estado siempre a la vista, consiguió en ese momento toda la
atención que me había negado a ponerle a lo largo del recorrido.
Pero
lo que más lograba cautivarme era su carita de sinvergüenza, de bandida y
pervertida. No me importó mucho esa apariencia pegajosa de su pelo, que por
cierto era de ondulado, de largo hasta los hombros y color café.
Me
tenía atrapado con lo impúdico de su ademán de mostrarme su pubis, y todavía
más con sus provocativos gestos.
Me
acerqué a ella sin saber todavía bien lo que pretendía hacer. No sabía si
besarla, si tocarla o si sencillamente debía presentarme. Pero ella ya tenía
previsto su siguiente paso, así que cuando me vio acercarme, tomó una de mis
manos y la dirigió hacia su pubis.
No
sabía si alguien nos miraba, aunque tampoco me importaba. Lo único que era
relevante para mí en ese momento era sentir esa vagina peluda. Estaba
calientita y ligeramente húmeda. Empecé a manosearla, especialmente a tratar de
jugar con su clítoris entre mis dedos, a pesar de que por la posición y por la espesa
capa de pelo, me era imposible verlo. Pero pude sentirlo creciente, vibrante y
latente.
Ella
me rodeó con sus brazos y yo a ella con el que me quedaba libre, pretendiendo
un abrazo que solo era una coartada para seguir viviendo nuestro caliente
momento en el transporte público de Bogotá.
Faltaban
apenas unas 20 calles para llegar a mi estación de destino, aunque eso poco me
importaba, pues estaba dispuesto a pasar de largo con tal de seguir manoseando
esa tierna panochita.
Claro
que a último momento recapacité. Apenas escuché la voz robótica que anuncia la
estación a la que se llega, tomé a la chica de una de sus manos y la halé para
bajarla del bus conmigo.
Ella
no tuvo tiempo de reaccionar, así que se dejó arrastrar por mi intempestivo
jalón. Una vez fuera del bus, la chica abrochó de nuevo sus pantaloncitos y me
preguntó:
- ¿Usted vive por acá?
- Sí, a un par de calles de esta estación
- Uy remelo… ¿Me va a invitar a su casa?
- Obvio, para eso te hice bajar del bus
- Pero me tiene que invitar a dormir, porque si no cómo me devuelvo
después…
- Claro que sí. Afortunado yo de disfrutar de tu compañía durante toda la
noche
Apenas
salimos de la estación, la chica se sacó algo de su sostén. Acto seguido me
preguntó “¿Fuma baretico?”
Yo
me negué porque no sabía si auténticamente me estaba ofreciendo eso u otra cosa,
y además porque en esa época yo era todo un militante de la vida sana y el
bienestar. Claro que no le expliqué todo eso a ella, solo contesté con un
cortante no.
“Veníamos
lo más de rico en ese transmi, yo vengo de lo más arrechita”, dijo mi bella ñerita
mientras se fumaba su porro mientras cruzábamos el peatonal de la 142.
Fue
nada más entrar al ascensor del edificio para sumergirnos en un apasionado
beso, acompañado de su consecuente manoseo. Ella no tuvo mayor reparo para
lanzar su mano directamente al paquete, es más, no esperó a que terminara el
ascenso de cinco pisos para meter su mano bajo mi pantalón.
Yo
enloquecía mientras tanto deslizando mis manos sobre sus piernas,
acariciándolas especialmente por la cara interna de sus muslos, y obviamente,
alternando tales toqueteos con el de sus senos, que se sentían grandes e
inflamados, aunque todavía reprimidos bajo su sostén y bajo su camisa.
Abrí
la puerta del apartamento con cierta dificultad, pues mientras yo trataba de
insertar la llave y girarla, ella no se detenía en su manoseo sobre mi cuerpo.
Una
vez que entramos, la empuje contra la pared, continué besándola por el cuello
mientras le desabrochaba sus pantaloncitos y se los quitaba. La tanguita se la
arranqué con una alta dosis de agresividad, la rompí de un jalón. Ella apenas
rio, me miró con cierto rasgo de sorpresa, y posteriormente con una alta dosis
de perversión.
Empecé
a palparle su vulva y posteriormente introduje uno de mis dedos para
masturbarla como no había podido en el bus, por aquello de guardar compostura y
especialmente porque en ese escenario me había sido incómodo hacerlo. Esta vez
me deleité jugueteando con mis dedos al interior de su peludo coño.
Y
mientras la masturbaba, seguía besándola. Con mi otra mano acariciaba sus pechos
aún recubierto por su ropa. Pero luego no aguanté más y le quité con cierto
desespero su blusa y su sostén, y fue ahí que realmente quedé deslumbrado. Qué
tetas impresionantes: grandes, blancas, con pezón rosa y erecto, un poco
venosas, sencillamente maravillosas. Las chupé como si de un neonato se
tratara, las estruje y me regodee con ellas entre mis manos.
No
tenía preservativos a la mano, pero ya no había oportunidad de comprar uno. Era
un todo o nada, y yo me la jugué. Me quité mis pantalones mientras la besaba, y
casi que por sorpresa la penetré.
Estaba
tan húmeda que mi miembro se deslizó con gran facilidad por aquel canal
estrecho y pecaminoso. Ella suspiró y pasó saliva al sentir mi miembro viril
por primera vez en la noche al interior de su humanidad.
Quise
ir despacio en un principio, pero ella me incitó a aumentar el ritmo al
agarrarme por el culo y empujarme para hacer más vehemente la penetración.
Su
humead fue en aumento, así como el volumen de sus gemidos y expresiones. Me
encantaba esa forma burda de expresarse, pero me gustaba aún más mirarla
directamente a esos ojos pequeños y rojizos por efecto del cannabis.
Su
vagina era tan estrecha que pasé grandes dificultades para no llegar al orgasmo
antes de tiempo.
-
Si le gusta mi cuquita – preguntó ella mientras seguíamos fornicando allí de
pie contra la pared
-
Sí, sí, pero no me hables que me calientas de más, termino antes de tiempo y te
defraudas
-
Ja, ja ja, no hable mierda mor, que hasta ahora estamos empezando…
Yo
soporté cuanto pude, pero su apretada vagina y su perversa expresión
desencadenó en mi orgasmo. Me tomé la delicadeza de retirar mi pene y
derramarme sobre su abdomen para ver recorrer mi esperma cuesta abajo hasta
detenerse en su denso pelambre.
Claro
que yo no estaba dispuesto a defraudar a mi hermosa ñerita, así que, al
acostarnos, supuestamente a dormir, me la volví a tirar.
Esta
vez la penetré a traición. Ella estaba acostada de medio lado, al parecer
dispuesta a conciliar el sueño, y yo, sin mediar palabra, le introduje mi pene
aprovechando la posición.
Había
pasado tan poco tiempo desde el primer polvo que, en este nuevo ingreso de mi
humanidad en la suya, me la volví a encontrar húmeda.
Ella
no opuso resistencia, de hecho, empezó a menear su cuerpo para ser partícipe de
este nuevo coito. Esta vez duramos un largo rato en esa posición. Yo me
deleitaba con su olor a colonia barata entremezclada con sudor, que se hacía
más notorio bajo las cobijas, mientras que ella estiraba sus brazos por detrás
de mi cabeza, como evitando que yo me fuese a escapar.
Pero
luego me antojé de poseerla en cuatro, se lo dije y ella fue complaciente a mis
deseos. Se apoyó en rodillas y manitos y me permitió una vez más la entrada a
su inquieta vagina.
Me
dejé llevar y terminé azotándole sus nalguitas. Se las dejé completamente
rojas. Sentí por primera vez esa fascinación de castigar a alguien. Mientras le
vapuleaba su trasero, le decía que la estaba castigando por ser tan guarra, a
lo que ella me respondía con una de sus fascinantes frases sureñas: “Severa
loca…”.
Escucharla
decirme esto, a la vez que sus gemidos, me hizo de nuevo derramar mi esperma
sobre su cuerpo. Esta vez sobre sus coloradas nalgas. Esparcí el semen con mis
dedos sobre estas, también un poco sobre su espalda, a la vez que sentía la
humedad de su vagina con mi otra mano.
El
resto del recuerdo no es tan grato, pues mi deliciosa ñerita madrugó a irse
luego de haberme cajoneado. Claro que no fue una gran suma, fue lo que
encontró, y para el par de polvos deliciosos que echamos, sentí que igual me
salió barata la experiencia.
Desde
ese entonces me volví adicto a eso de comer pueblo. Tenía entre mis pasatiempos
irme para los barrios del sur a ver que conquistaba, a sus bares y billares, y
cuando no había suerte, me iba a donde una cualquierita, a alquilar el goce de
sus carnes.
¡Cómo
me gusta este mundo bajo y ruin! Celebro la crapulencia y la inmundicia en la
que vivimos. Celebro hasta el cansancio que un pequeño adicto a la crudeza baja
del mundo, como yo, pueda alquilar un ano o una vagina a cambio de unos cuantos
pesos ¡Qué vivan los malos vicios!