Ese
primer vistazo que tuve de Daniela fue algo fugaz. La vi saliendo de la
droguería cuando yo recién entraba, nos cruzamos rápidamente, y aunque el
contacto visual fue casi nulo, fue suficiente para desatar esa historia de
pasiones que ella y yo íbamos a vivir.
Yo
estaba recién llegado al barrio, no conocía todavía a nadie, y mucho menos sabía
que ella era la más buscona de todo Santa Bárbara. Pero por algo el destino me
permitió conocerla casi que de inmediato.
Esa
vez me di vuelta, no llegué ni a saludar al dependiente de la droguería, y me
di a la tarea de seguir a esta bella señorita, que con solo unos instantes a la
vista había logrado obsesionarme, y no era para menos.
Daniela
es un bombazo. Tiene unas piernas alargadas y macizas, perfectamente torneadas,
absolutamente apetecibles en cualquier contexto, ya sea que use un jean
ajustado, una falda, unos leggins, o un pantalón que no se le ciña al cuerpo;
siempre se ven imponentes, majestuosas. Sus caderas son igualmente anchas,
correspondiéndose con el grosor de sus piernas, acentuando su feminidad, y
acrecentando el deseo del sexo opuesto.
Su
culo también es pulposo, aunque se trata más de un trasero ancho que de uno muy
redondo y curvilíneo. Eso uno de esos culos que logran verse provocativos más
por el ancho de sus caderas, que por el mismo mérito de sus nalgas. Pero no por
eso pasa desapercibido, es un pandero generoso, y se sacude armoniosamente cada
vez que ella camina.
Sus
senos más bien son discretos, casi inexistentes, del tipo piquete de mosquito.
Aunque están decorados por una aureola y un tierno pezón rosa, pero eso yo solo
lo sabría tiempo después. En esa primera ocasión no fueron sus pechos los que
me deslumbraron. Claro que no tengo la misma queja de su abdomen, pues ese día
ella llevaba una blusa blanca que se le ajustaba al torso, evidenciando la
belleza de su cintura y de su vientre, a la vez que demostrando lo bien
trabajada que tenía esta zona de su cuerpo.
Claro
que no todo en ella es excepcional. Su rostro no es de admirar, diría más bien
que es quizá este el aspecto físico que no le permitía apuntar más alto. No es
que sea una aberración, pero sus facciones son muy duras, muy cuadradas, lo que
le resta delicadeza, ternura y feminidad. Su cumbamba resalta, claro que no de
forma exagerada, pero es evidenciable su prominencia. Sus labios son bastante
comunes, ni muy gruesos ni muy delgados, aunque su sonrisa sí es de resaltar,
pues sus dientes están perfectamente alineados y son de un blanco absoluto. Su
nariz también es ciertamente común, sin irregularidad alguna, pero sin ser lo
suficientemente fina para incrementar sus rasgos femeninos. Sus ojos si son
bellos, son grandes y oscuros, contrastando a la perfección con el blanco de su
piel, además de estar decorados por unas largas y bellas pestañas. Su cabello
es largo, rubio y habitualmente liso; luce sedoso y abundante, lo que juega a
su favor, pues le da un toque de belleza a un rostro que no fue del todo
favorecido.
Ella
no notó que yo la seguí, supe ser lo suficientemente discreto. La seguí a la
distancia, sin perderla nunca de vista, pero sin hacer evidente que le
perseguía. Mi intención era saber si vivía cerca para cortejarla como se debe.
Efectivamente
Daniela vivía en el barrio, a tan solo dos cuadras de mi casa. Era un hecho que
me la volvería a cruzar, y en ese próximo encuentro tendría que aprovechar mi
oportunidad para, por lo menos, socializar con ella.
Pero
no estuve muy lúcido en esa siguiente ocasión, de nuevo me la encontré en uno
de los comercios del barrio, pero no supe qué decirle, no supe cómo abordar una
conversación con esta chica hasta ahora completamente desconocida.
Ese día ella iba muy casual, vestida con un jean ajustado y una camiseta
negra. Me enloqueció una vez más eso de ver sus carnes forradas, completamente
demarcadas por ese pantalón. Me deslumbró especialmente la manera como se le acentuaba
la entrepierna. Me enloquecía también la dimensión de sus caderas, eran más que
provocativas, eran una tentación a la vista; verla sacudirlas al caminar, ver
esas carnes ciertamente temblorosas ante cada uno de sus movimientos.
Lo
cierto es que me paralicé, no supe qué inventar para intercambiar palabras por
primera vez. No sabía para ese entonces lo mucho que a Daniela le gustaba el
sexo, sino, otra habría sido mi actuación.
Fue
nada más volver a mi casa para provocarme un orgasmo inspirado en ella, provocado
por el recuerdo de esas portentosas caderas y de esas exquisitas piernas.
Pero
no iba a pasar mucho tiempo para cruzarme con ella por tercera vez. En esa
ocasión yo estaba jugando fútbol en el polideportivo del barrio, y ella llegó
para llamar a su hermano, Andrés, de vuelta a casa. Yo me vine a enterar de que
ellos eran hermanos en ese momento, y a partir de ahí asumí a Andrés como una
pieza clave para lograr mi cometido, debía hacerme su amigo.
No
fue muy difícil pues Andrés era el típico marginado del barrio. No tenía
amigos, y ante cualquier insinuación de amistad, estaba dispuesto. Era apenas
lógico que no tuviera amigos, era prepotente y fastidioso, pero parecía ser
esencial para cumplir mi objetivo de follar a Daniela.
Si
bien su amistad era casi insoportable, también tuvo ventajas. Por ejemplo, la
de visitar su casa y ver a su exquisita hermana en pijama, o en general en
cualquier otro atuendo.
Para
ese entonces yo tenía 19 años. Andrés tenía 18 y Daniela 15, aunque por su
estatura y por la voluminosidad de su cuerpo, pensé que era mayor, pero de eso
iba a enterarme días después.
Luego
de varios cotejos futboleros trabé amistad con los demás en el barrio, y fue
entonces que entendí que no había necesidad de ser amigo de Andrés para
follarme a Daniela. Es más, no había que hacer mucho esfuerzo para conquistarla,
según decían ellos. “Basta con que te encuentres la hembrita un viernes por la
tarde, habitualmente está por ahí, revoloteando por el barrio con sus amigas,
buscando plan. Le invitas unas polas o unos traguitos, y la nenita cae, no hay
pierde. Acá ya le hicimos la vuelta Néstor, José, Richard, Juanito, Juanpa; es
más, me demoro menos diciéndote quienes no se la han comido”, dijo Carlos, uno
de los habituales en los partidos de los domingos, en los que apostábamos la
gaseosa.
Y
entonces fue cuando me animé. Hice caso al consejo de Carlos, salí a la caza un
viernes en la tarde, a eso de las cinco más o menos, con un amigo para no verme
patético de salir en soledad a hacerle una emboscada. Hasta que por fin me la
encontré, estaba con dos de sus amigas sentadas en las graderías del
polideportivo.
Llegué
con mi amigo, nos sentamos a escasos diez metros de ellas y abrimos un par de
cervezas. El sonido de las latas al abrir llamó la atención de las chicas, y
una vez que voltearon sus rostros hacia nosotros, les ofrecí una cerveza
mientras dibujaba una amistosa sonrisa en mí cara. Daniela aceptó la
invitación, comentando a sus amigas que se trataba de un “muchacho del barrio,
es de confianza”.
Las
cosas resultaron ser tal y como me lo había dicho Carlos, pues en menos de nada
había entrado en confianza con Daniela. Nos besamos por primera vez sobre las
frías graderías de cemento. Ella lo hacía con alto grado de experticia, parecía
tener muy adiestrada su lengua a pesar de su corta edad.
En
la antesala a este momento pensé que tendría que embriagarla para lograr mi
cometido, pero viendo el avance que estaba teniendo la situación, comprendí que
no iba a ser necesario. A Daniela le bastaba la invitación a unas cervezas, una
buena charla, y un par de caricias para prender motores.
Sin
embargo, no podía ser tan zafio de meterle mano allí, en público y de frente a
sus amigas. Fue entonces que decidí invitarlas a mi casa para continuar
bebiendo bajo el pretexto de la comodidad y de no aguantar frío.
La
invitación fue suficiente para espantar a una de sus amigas, pues seguramente
el plan le dio mala espina. La otra decidió quedarse, parecía ser también de
calentón fácil, y con mi amigo ya habían entrado en materia, por lo menos de
morreos.
Así
que nos fuimos a mi casa. Nos sentamos los cuatro en la sala y continuamos
bebiendo por un rato más. Pero esa charla amena se deformó con los
apasionamientos de cada una de las parejitas. Daniela se dejó meter mano allí
en la sala, al frente de los demás, no le importó mucho que mi mano se pasara
por su entrepierna, ni que yo empezara a besarle por el cuello para descender
hasta sus pechos. De hecho fui yo quien le propuso dejar la sala y buscar un
poco de intimidad en uno de los cuartos.
Así
que nos excusamos con mi amigo y con su amiga, les pedimos un permiso para
retirarnos, y acto seguido nos encerramos en mi habitación. Daniela tomó la
iniciativa al empujarme sobre la cama. Una vez me tuvo allí, recostado,
desabrochó el cinturón de mi pantalón, bajó este último un poco, y me regaló
una mamada digna de recordación.
A
pesar de que ya ha pasado una buena cantidad de años desde eso, tengo todavía
fresco el recuerdo de sus labios posándose sobre mi pene, para luego empezar a
tragarlo como si de un caramelo se tratase. Es cierto que su rostro no era el
más agraciado que existía, pero su mirada me generó mucho morbo y perversión al
instante de tener mi miembro erecto entre su boca, es que prácticamente no dejó
de mirarme, de insinuarme perversión y lujuria con su expresión. Lo mejor de
todo es que Daniela no opuso resistencia, ni manifestó lamento o molestia
cuando la tome por la cabeza para hacer más profunda su mamada.
Cuando
se sintió conforme con su trabajo oral, Daniela apartó su rostro de mi falo y
me preguntó si quería follarla desnuda o si prefería que se dejara su vestido
puesto y apenas correr sus braguitas hacia un costado. Obviamente que prefería
tenerla encueradita y vulnerable frente a mis ojos. Estaba ansioso por
penetrarla, pero supe aguantar, pues perderme su exquisita divinidad al desnudo
habría sido un descomunal desperdicio.
Ese
día Daniela llevaba un vestido negro, con el cual pude apreciar sus piernas
desde un comienzo. Me sentí afortunado al encontrarla vestida así, pero más
afortunado me sentí cuando lo desabrochó y lo dejó caer al suelo.
Mis
estimaciones visuales sobre sus caderas habían sido desacertadas, eran todavía
más espectaculares al desnudo. Con solo verlas me dieron ganas de inseminarla
una y otra vez. Claro que la realidad iba a ser otra, pues usé juiciosamente el
preservativo.
Enloquecí
viéndola desnuda, es que su cuerpo era de escándalo. Esas caderas anchas eran
toda una tentación. Pero sus piernas no se quedaban atrás, eran una auténtica delicatesen.
Y lo era todavía más su esa vulva, tan carnosa, tan tiernita, tan depilada y
tan exudante de deseo.
Debo
aceptar que la lujuria me venció, y entonces me salté ese privilegio tan
delicioso de saborear un exquisito coño. Claro que la vida me iba a regalar una
nueva oportunidad para atragantarme con los jugos y las carnes deliciosas de su
vagina.
Pero
esa vez apenas me di la oportunidad de sentirla ardiente y húmeda entre mis
manos. Acaricié su clítoris, sin que en esa época yo tuviera muy claro de que
el clítoris quedaba ahí, pero algo hice bien, pues su humedad se incrementó en
cuestión de segundos.
Y
mientras nos regalamos caricias mutuas en nuestros genitales, nos fuimos
besando. La boca le sabía a cerveza y cigarro, que no es que fuera un sabor del
todo agradable, pero a mí esa sensación me sirvió para acrecentar la fantasía,
pues la percibí más sucia, más vagabunda, más puta.
Me
puse el condón y a continuación la tumbé sobre la cama. La penetré en la
tradicional posición del misionero. Ese instante de ingreso de mi miembro entre
sus ardientes carnes fue épico, místico, simplemente glorioso. Ese momento que
sentí su vagina quinceañera abrazando mi falo fue una exquisitez a la altura de
los dioses.
Daniela
era una chica muy escandalosa a la hora de copular. No tenía reparo alguno en
gemir, incluso en gritar, pero lo que mejor se le daba era eso de hablar sucio.
Insultar era una de las cosas que más hacía, y cuando ya no le era suficiente
con ello, pedía ser ella quien recibiera los improperios.
Fue
así que resulté tratando a mi vecina, prácticamente desconocida hasta ese
entonces, como “mi perrita”, o “mi deliciosa puta”, o como “mi rubia
calentorra”.
A
pesar de su corta edad, Daniela tenía un notorio recorrido carnal, por lo que
no iba a ser suficiente eso de penetrarla en el clásico misionero. Fue entonces
que pidió tomar la iniciativa. Nos detuvimos, me tumbé sobre el colchón y a
continuación ella me montó.
A
partir de ahí, ella dominó la situación. Se sentó introduciéndose mi miembro,
se meneó inicialmente y con el pasar de los minutos esos meneos se
transformaron en brincos de su humanidad sobre la mía. Me encantaba el sonido
que nuestros cuerpos hacían al chocar, pero más me gustaban sus jadeos, y
especialmente sus gemidos y sus insultos.
Por
momentos ella dejaba caer su torso sobre el mío, me deleitaba con un par de sus
ricos besos, me permitía chuparle sus diminutos senos, y de nuevo volvía
enderezarse para coordinar y dirigir el polvo desde la altura. Fue tan
magistral su cabalgata, que no tardó en provocarme el orgasmo.
Cuando
terminamos de copular, Daniela me pidió que le dejara dar un duchazo antes de
irse a su casa. Yo no tuve problema alguno en ello, así que le alcancé una
toalla y le expliqué el funcionamiento de la ducha.
Mientras
ella se bañaba, esculque su bolso con el ánimo de aprender más sobre ella.
Encontré sus documentos, llevándome la sorpresa de su edad, pues hasta ese
entonces yo estaba convencido de que ella sería apenas un año menor que yo.
Claro que no hice mayor drama de eso, pues la diferencia entre nosotros era
apenas de cuatro años, aunque esa edad parece toda una eternidad, pero era
tanto el deseo que me producía, que no vi problema en ello.
Capítulo II: Baño de gozo
Pero
a la larga esa diferencia de edad si terminó significando un problema, pues
cuando ella terminó el colegio, dejó la ciudad para empezar sus estudios
universitarios en otra urbe, lo que iba a significar el final de nuestros
coitos, por lo menos temporalmente...