viernes, 30 de abril de 2021

La profe Luciana (Capítulo XIV)

 La profe Luciana


Capítulo XIV: Regocijo dominical




Estábamos adictos el uno del otro. Luciana y yo entramos en una vorágine de desenfreno pasional, que poco a poco empezó a vislumbrar sus primeros y auténticos visos de enamoramiento. El desenfreno era total, habitualmente para nuestros adulterios, ella visitaba mi apartamento. La expedición “motelera” tampoco se detuvo, pero de la nada surgió un nuevo escenario que nos fascinó a los dos: su casa.

Su casa era un lugar prácticamente prohibido para nuestros fornicios por la casi habitual presencia de su marido y su hijo. Solo dos veces habíamos copulado allí, la de la profanación del santuario de Luis Gabriel y la de la fiesta.

Nunca más habíamos encontrado la oportunidad de desatar nuestras pasiones al interior de su hogar. Lo peor de todo es que la tuvimos frente a nuestros ojos durante mucho tiempo, pero fuimos incapaces de advertirlo.

Los domingos fueron siempre un día muy especial en nuestra relación. Al cometer casi todos nuestros adulterios las ardientes noches de los sábados, fueron muchos los domingos que nos vieron amanecer juntos. Y a medida que nos hicimos más íntimos, se nos hizo cada vez más extraño el hecho de no amanecer un domingo el uno al lado del otro. Veíamos con cierta melancolía esos domingos en que cada uno despertaba por separado.

Luciana y yo fuimos creando, inconscientemente, una rutina para esos domingos que nos encontraban separados. Básicamente compuesta por el envío de mensajes calientes acompañados de sus respectivas fotos y videos. Era una genuina jornada de ‘sexting’ que desataba nuestra lujuria durante casi toda la mañana de los domingos.

Luciana aprovechaba que su esposo y su hijo iban a misa, y con la casa solo para ella, se paseaba al desnudo, registrando todo con la cámara de su celular para mi deleite.



“Estoy sin bragas”, me escribió a las 6:30 de la mañana de uno de tantos domingos. El mensaje venía acompañado de una foto de ella, estando en la cama, bajo las cobijas, en el lecho que comparte con su marido, que se encuentra de espalda, aparentemente aún dormido. A partir de ahí toda la mañana se convirtió en un trueque de provocaciones.

“Clamo por sexo descarnado”, arrancó otra mañana de domingo con una de sus insinuantes imágenes. El desenlace para mí, ante la imposibilidad de vernos, era un pajazo. Pero uno bien echado, un pajazo producto de la perversión desatada durante toda una mañana, con su consecuente registro fílmico y fotográfico. Sendos pajazos me pegué viendo sus tentadoras carnes e imaginándole esa carita chorreada.

“Los pezones se me inflaman de puro deseo”, escribió de nuevo un domingo muy temprano. Esta vez sobre las seis de la mañana aproximadamente. Su mensaje venía acompañado de una foto en la que lucía una blusa manga sisa, de la cual parecía que sus pechos iban a escapar. Luciana era una verdadera maestra de la seducción, utilizando incluso el menor de sus atributos conseguía provocarme hasta sacarme de quicio.



Esa vez me propuso que fuese a su casa, que aprovecháramos el rato que su esposo y su hijo se ausentan para dar gusto a nuestras pasiones. No era mucho tiempo, una hora, quizá hora y media si se distraían en el camino de vuelta a casa. Acepté de todas formas.

Teníamos que ser muy meticulosos para llevar a cabo nuestro furtivo encuentro. El tiempo era limitado, a diferencia del riesgo, que era mucho. Teníamos que calcular todo a la perfección. Yo no podía llegar antes de que Luis Gabriel hubiese abandonado la casa, tampoco podía llegar mucho después, pues perdería invaluables minutos para satisfacer un instinto pasional que parecía insaciable.

No pasó mucho tiempo entre que Luciana me envió su provocativo mensaje y el instante en que acordamos que iría a su casa. Me puse en pie rápidamente, tomé un baño y un desayuno rápido, y partí hacia su hogar. La eucaristía era a las diez, y como Luis Gabriel iba a un templo que le quedaba cerca de casa, estaría partiendo sobre la hora, faltando quince o quizás diez minutos.

Yo llegué sobre las nueve de la mañana, pero no fui directamente a su casa, sino que me quedé en una zona comercial aledaña al barrio, esperando a que Luciana me diera el afirmativo vía Whatsapp.   

Faltando un cuarto para la diez llegó el anhelado mensaje, tenía vía libre para ir a fornicar a Luciana en una mañana de domingo. Era toda una novedad, pues en todas nuestras amanecidas dominicales nunca nos permitimos copular.

Todavía en pijama, despeinada y con gestos de galbana, Luciana me recibió, me abrió la puerta y me invitó a seguir, evitando perder tiempo, para así poder echar un polvo lo suficientemente placentero, pero que no podía extenderse más de la cuenta.

Nos fuimos directo al santuario de Luis Gabriel. Allí Luciana tenía acomodada una colchoneta en el piso, por si hacía falta. Empezó a desvestirse no más al entrar. Hice lo mismo, y una vez desnudos dejamos nuestras prendas sobre un atril dispuesto para apoyar biblias.

Luciana adoptó posición canina, abrió sus piernas y me invitó a deleitarme con ese postre exquisito que tiene entre sus muslos. Clavé mi rostro allí, me deleité con los sabores de sus labios internos, a la vez que con mis dedos acariciaba su clítoris.

Sus jadeos se hicieron poco a poco más notorios. Lo que si apareció rápidamente fue su humedad, que abundantemente fue colmando mi barbilla.

Luciana y yo pretendíamos placer exprés, y si hay una forma de garantizar eso para ambas partes es con una empotrada. Retiré mi rostro de su coño, para hundir mi miembro entre sus carnes.

Que desfogue ese primer instante de contacto carnal, de auténtica complicidad en el placer, ese primer encuentro de dos almas. Encantador ese primer suspiro, jadeo o gemido que emana una ninfa cuyas carnes arden del gusto.

Eso de vernos cómplices una mañana de domingo fue maravilloso. Este coito dominguero tenía un sabor especial, un no sé qué, imposible de definir, con un evidente gusto a prohibido.

Busqué no precipitarme con mis movimientos, pero Luciana me agarraba de las piernas para orientarme, para hacer de mi empuje algo cada vez más notorio y contundente.

Un rayo de sol entraba por la ventana y me daba a la cara, mientras que yo solo tenía ojos para ver sus ostentosas nalgas rebotando contra mí. La agarraba fuertemente de sus caderas, y la sometía cada vez con más fuerza a mis abrumadoras embestidas.

El desenlace fue una notoria corrida en su siempre hambriento coño. Ella se apoyó en sus rodillas y echó su cuerpo hacia atrás, hasta dejarlo recostar contra el mío, para luego recompensarme con un largo beso.

Creo que, hasta ese entonces, ese había sido el beso más romántico y más sentido en nuestra ya consolidada relación adúltera.

Eran las 10:30 aproximadamente. Estábamos justos de tiempo. Me vestí, la besé de nuevo, y salí de su casa, deseando, ilusamente, que pasara el resto del día conmigo. Eso no iba a pasar, tendría que conformarme con el delicioso recuerdo del beso con el que remató esta faena de amancebamiento dominguero.

Era extraño eso de verme una mañana de domingo caminando por una de las desoladas calles de la ciudad, bajo ese sol tan característico de las jornadas dominicales, mientras mis pensamientos se perdían en el recuerdo de lo recientemente vivido.


Capítulo XV: Adictos de lo prohibido

Ese fue el primer domingo de tantos dedicados al fornicio al interior de la casa de mi amada Luciana. Se nos convirtió en un vicio eso de copular como animales desesperados mientras su esposo y su hijo se ausentaban de casa. Esa primera vez fue en el santuario de Luis Gabriel, pero luego nos dimos el gusto de hacerlo en la cocina, en la sala, y en su dormitorio. ¡Que rutina de felonía más exquisita la que fuimos creando!...


jueves, 29 de abril de 2021

La facilona del barrio

 La facilona del barrio



Capítulo I: La vecinita tiene antojo





Ese primer vistazo que tuve de Daniela fue algo fugaz. La vi saliendo de la droguería cuando yo recién entraba, nos cruzamos rápidamente, y aunque el contacto visual fue casi nulo, fue suficiente para desatar esa historia de pasiones que ella y yo íbamos a vivir.

Yo estaba recién llegado al barrio, no conocía todavía a nadie, y mucho menos sabía que ella era la más buscona de todo Santa Bárbara. Pero por algo el destino me permitió conocerla casi que de inmediato.

Esa vez me di vuelta, no llegué ni a saludar al dependiente de la droguería, y me di a la tarea de seguir a esta bella señorita, que con solo unos instantes a la vista había logrado obsesionarme, y no era para menos.

Daniela es un bombazo. Tiene unas piernas alargadas y macizas, perfectamente torneadas, absolutamente apetecibles en cualquier contexto, ya sea que use un jean ajustado, una falda, unos leggins, o un pantalón que no se le ciña al cuerpo; siempre se ven imponentes, majestuosas. Sus caderas son igualmente anchas, correspondiéndose con el grosor de sus piernas, acentuando su feminidad, y acrecentando el deseo del sexo opuesto.

Su culo también es pulposo, aunque se trata más de un trasero ancho que de uno muy redondo y curvilíneo. Eso uno de esos culos que logran verse provocativos más por el ancho de sus caderas, que por el mismo mérito de sus nalgas. Pero no por eso pasa desapercibido, es un pandero generoso, y se sacude armoniosamente cada vez que ella camina.

Sus senos más bien son discretos, casi inexistentes, del tipo piquete de mosquito. Aunque están decorados por una aureola y un tierno pezón rosa, pero eso yo solo lo sabría tiempo después. En esa primera ocasión no fueron sus pechos los que me deslumbraron. Claro que no tengo la misma queja de su abdomen, pues ese día ella llevaba una blusa blanca que se le ajustaba al torso, evidenciando la belleza de su cintura y de su vientre, a la vez que demostrando lo bien trabajada que tenía esta zona de su cuerpo.

Claro que no todo en ella es excepcional. Su rostro no es de admirar, diría más bien que es quizá este el aspecto físico que no le permitía apuntar más alto. No es que sea una aberración, pero sus facciones son muy duras, muy cuadradas, lo que le resta delicadeza, ternura y feminidad. Su cumbamba resalta, claro que no de forma exagerada, pero es evidenciable su prominencia. Sus labios son bastante comunes, ni muy gruesos ni muy delgados, aunque su sonrisa sí es de resaltar, pues sus dientes están perfectamente alineados y son de un blanco absoluto. Su nariz también es ciertamente común, sin irregularidad alguna, pero sin ser lo suficientemente fina para incrementar sus rasgos femeninos. Sus ojos si son bellos, son grandes y oscuros, contrastando a la perfección con el blanco de su piel, además de estar decorados por unas largas y bellas pestañas. Su cabello es largo, rubio y habitualmente liso; luce sedoso y abundante, lo que juega a su favor, pues le da un toque de belleza a un rostro que no fue del todo favorecido.  

Ella no notó que yo la seguí, supe ser lo suficientemente discreto. La seguí a la distancia, sin perderla nunca de vista, pero sin hacer evidente que le perseguía. Mi intención era saber si vivía cerca para cortejarla como se debe.

Efectivamente Daniela vivía en el barrio, a tan solo dos cuadras de mi casa. Era un hecho que me la volvería a cruzar, y en ese próximo encuentro tendría que aprovechar mi oportunidad para, por lo menos, socializar con ella.

Pero no estuve muy lúcido en esa siguiente ocasión, de nuevo me la encontré en uno de los comercios del barrio, pero no supe qué decirle, no supe cómo abordar una conversación con esta chica hasta ahora completamente desconocida.

Ese día ella iba muy casual, vestida con un jean ajustado y una camiseta negra. Me enloqueció una vez más eso de ver sus carnes forradas, completamente demarcadas por ese pantalón. Me deslumbró especialmente la manera como se le acentuaba la entrepierna. Me enloquecía también la dimensión de sus caderas, eran más que provocativas, eran una tentación a la vista; verla sacudirlas al caminar, ver esas carnes ciertamente temblorosas ante cada uno de sus movimientos.

Lo cierto es que me paralicé, no supe qué inventar para intercambiar palabras por primera vez. No sabía para ese entonces lo mucho que a Daniela le gustaba el sexo, sino, otra habría sido mi actuación.

Fue nada más volver a mi casa para provocarme un orgasmo inspirado en ella, provocado por el recuerdo de esas portentosas caderas y de esas exquisitas piernas.

Pero no iba a pasar mucho tiempo para cruzarme con ella por tercera vez. En esa ocasión yo estaba jugando fútbol en el polideportivo del barrio, y ella llegó para llamar a su hermano, Andrés, de vuelta a casa. Yo me vine a enterar de que ellos eran hermanos en ese momento, y a partir de ahí asumí a Andrés como una pieza clave para lograr mi cometido, debía hacerme su amigo.

No fue muy difícil pues Andrés era el típico marginado del barrio. No tenía amigos, y ante cualquier insinuación de amistad, estaba dispuesto. Era apenas lógico que no tuviera amigos, era prepotente y fastidioso, pero parecía ser esencial para cumplir mi objetivo de follar a Daniela.

Si bien su amistad era casi insoportable, también tuvo ventajas. Por ejemplo, la de visitar su casa y ver a su exquisita hermana en pijama, o en general en cualquier otro atuendo.

Para ese entonces yo tenía 19 años. Andrés tenía 18 y Daniela 15, aunque por su estatura y por la voluminosidad de su cuerpo, pensé que era mayor, pero de eso iba a enterarme días después.

Luego de varios cotejos futboleros trabé amistad con los demás en el barrio, y fue entonces que entendí que no había necesidad de ser amigo de Andrés para follarme a Daniela. Es más, no había que hacer mucho esfuerzo para conquistarla, según decían ellos. “Basta con que te encuentres la hembrita un viernes por la tarde, habitualmente está por ahí, revoloteando por el barrio con sus amigas, buscando plan. Le invitas unas polas o unos traguitos, y la nenita cae, no hay pierde. Acá ya le hicimos la vuelta Néstor, José, Richard, Juanito, Juanpa; es más, me demoro menos diciéndote quienes no se la han comido”, dijo Carlos, uno de los habituales en los partidos de los domingos, en los que apostábamos la gaseosa.

Y entonces fue cuando me animé. Hice caso al consejo de Carlos, salí a la caza un viernes en la tarde, a eso de las cinco más o menos, con un amigo para no verme patético de salir en soledad a hacerle una emboscada. Hasta que por fin me la encontré, estaba con dos de sus amigas sentadas en las graderías del polideportivo.

Llegué con mi amigo, nos sentamos a escasos diez metros de ellas y abrimos un par de cervezas. El sonido de las latas al abrir llamó la atención de las chicas, y una vez que voltearon sus rostros hacia nosotros, les ofrecí una cerveza mientras dibujaba una amistosa sonrisa en mí cara. Daniela aceptó la invitación, comentando a sus amigas que se trataba de un “muchacho del barrio, es de confianza”.

Las cosas resultaron ser tal y como me lo había dicho Carlos, pues en menos de nada había entrado en confianza con Daniela. Nos besamos por primera vez sobre las frías graderías de cemento. Ella lo hacía con alto grado de experticia, parecía tener muy adiestrada su lengua a pesar de su corta edad.

En la antesala a este momento pensé que tendría que embriagarla para lograr mi cometido, pero viendo el avance que estaba teniendo la situación, comprendí que no iba a ser necesario. A Daniela le bastaba la invitación a unas cervezas, una buena charla, y un par de caricias para prender motores.

Sin embargo, no podía ser tan zafio de meterle mano allí, en público y de frente a sus amigas. Fue entonces que decidí invitarlas a mi casa para continuar bebiendo bajo el pretexto de la comodidad y de no aguantar frío.

La invitación fue suficiente para espantar a una de sus amigas, pues seguramente el plan le dio mala espina. La otra decidió quedarse, parecía ser también de calentón fácil, y con mi amigo ya habían entrado en materia, por lo menos de morreos.

Así que nos fuimos a mi casa. Nos sentamos los cuatro en la sala y continuamos bebiendo por un rato más. Pero esa charla amena se deformó con los apasionamientos de cada una de las parejitas. Daniela se dejó meter mano allí en la sala, al frente de los demás, no le importó mucho que mi mano se pasara por su entrepierna, ni que yo empezara a besarle por el cuello para descender hasta sus pechos. De hecho fui yo quien le propuso dejar la sala y buscar un poco de intimidad en uno de los cuartos.

Así que nos excusamos con mi amigo y con su amiga, les pedimos un permiso para retirarnos, y acto seguido nos encerramos en mi habitación. Daniela tomó la iniciativa al empujarme sobre la cama. Una vez me tuvo allí, recostado, desabrochó el cinturón de mi pantalón, bajó este último un poco, y me regaló una mamada digna de recordación.

A pesar de que ya ha pasado una buena cantidad de años desde eso, tengo todavía fresco el recuerdo de sus labios posándose sobre mi pene, para luego empezar a tragarlo como si de un caramelo se tratase. Es cierto que su rostro no era el más agraciado que existía, pero su mirada me generó mucho morbo y perversión al instante de tener mi miembro erecto entre su boca, es que prácticamente no dejó de mirarme, de insinuarme perversión y lujuria con su expresión. Lo mejor de todo es que Daniela no opuso resistencia, ni manifestó lamento o molestia cuando la tome por la cabeza para hacer más profunda su mamada.

Cuando se sintió conforme con su trabajo oral, Daniela apartó su rostro de mi falo y me preguntó si quería follarla desnuda o si prefería que se dejara su vestido puesto y apenas correr sus braguitas hacia un costado. Obviamente que prefería tenerla encueradita y vulnerable frente a mis ojos. Estaba ansioso por penetrarla, pero supe aguantar, pues perderme su exquisita divinidad al desnudo habría sido un descomunal desperdicio.

Ese día Daniela llevaba un vestido negro, con el cual pude apreciar sus piernas desde un comienzo. Me sentí afortunado al encontrarla vestida así, pero más afortunado me sentí cuando lo desabrochó y lo dejó caer al suelo.

Mis estimaciones visuales sobre sus caderas habían sido desacertadas, eran todavía más espectaculares al desnudo. Con solo verlas me dieron ganas de inseminarla una y otra vez. Claro que la realidad iba a ser otra, pues usé juiciosamente el preservativo.

Enloquecí viéndola desnuda, es que su cuerpo era de escándalo. Esas caderas anchas eran toda una tentación. Pero sus piernas no se quedaban atrás, eran una auténtica delicatesen. Y lo era todavía más su esa vulva, tan carnosa, tan tiernita, tan depilada y tan exudante de deseo.

Debo aceptar que la lujuria me venció, y entonces me salté ese privilegio tan delicioso de saborear un exquisito coño. Claro que la vida me iba a regalar una nueva oportunidad para atragantarme con los jugos y las carnes deliciosas de su vagina.

Pero esa vez apenas me di la oportunidad de sentirla ardiente y húmeda entre mis manos. Acaricié su clítoris, sin que en esa época yo tuviera muy claro de que el clítoris quedaba ahí, pero algo hice bien, pues su humedad se incrementó en cuestión de segundos.

Y mientras nos regalamos caricias mutuas en nuestros genitales, nos fuimos besando. La boca le sabía a cerveza y cigarro, que no es que fuera un sabor del todo agradable, pero a mí esa sensación me sirvió para acrecentar la fantasía, pues la percibí más sucia, más vagabunda, más puta.

Me puse el condón y a continuación la tumbé sobre la cama. La penetré en la tradicional posición del misionero. Ese instante de ingreso de mi miembro entre sus ardientes carnes fue épico, místico, simplemente glorioso. Ese momento que sentí su vagina quinceañera abrazando mi falo fue una exquisitez a la altura de los dioses.

Daniela era una chica muy escandalosa a la hora de copular. No tenía reparo alguno en gemir, incluso en gritar, pero lo que mejor se le daba era eso de hablar sucio. Insultar era una de las cosas que más hacía, y cuando ya no le era suficiente con ello, pedía ser ella quien recibiera los improperios.

Fue así que resulté tratando a mi vecina, prácticamente desconocida hasta ese entonces, como “mi perrita”, o “mi deliciosa puta”, o como “mi rubia calentorra”.

A pesar de su corta edad, Daniela tenía un notorio recorrido carnal, por lo que no iba a ser suficiente eso de penetrarla en el clásico misionero. Fue entonces que pidió tomar la iniciativa. Nos detuvimos, me tumbé sobre el colchón y a continuación ella me montó.

A partir de ahí, ella dominó la situación. Se sentó introduciéndose mi miembro, se meneó inicialmente y con el pasar de los minutos esos meneos se transformaron en brincos de su humanidad sobre la mía. Me encantaba el sonido que nuestros cuerpos hacían al chocar, pero más me gustaban sus jadeos, y especialmente sus gemidos y sus insultos.

Por momentos ella dejaba caer su torso sobre el mío, me deleitaba con un par de sus ricos besos, me permitía chuparle sus diminutos senos, y de nuevo volvía enderezarse para coordinar y dirigir el polvo desde la altura. Fue tan magistral su cabalgata, que no tardó en provocarme el orgasmo.

Cuando terminamos de copular, Daniela me pidió que le dejara dar un duchazo antes de irse a su casa. Yo no tuve problema alguno en ello, así que le alcancé una toalla y le expliqué el funcionamiento de la ducha.

Mientras ella se bañaba, esculque su bolso con el ánimo de aprender más sobre ella. Encontré sus documentos, llevándome la sorpresa de su edad, pues hasta ese entonces yo estaba convencido de que ella sería apenas un año menor que yo. Claro que no hice mayor drama de eso, pues la diferencia entre nosotros era apenas de cuatro años, aunque esa edad parece toda una eternidad, pero era tanto el deseo que me producía, que no vi problema en ello.

Capítulo II: Baño de gozo

Pero a la larga esa diferencia de edad si terminó significando un problema, pues cuando ella terminó el colegio, dejó la ciudad para empezar sus estudios universitarios en otra urbe, lo que iba a significar el final de nuestros coitos, por lo menos temporalmente...



miércoles, 28 de abril de 2021

Frutos rojos

 Frutos rojos


El gozo de una pelirroja no es como el de cualquier otra mujer, por lo menos esa fue la impresión que me quedó de mi experiencia con Dianita, una chica de cabellos rojizos por la cual tuve que reevaluar todo lo que hasta ahora entendía como placer.

No es una exageración, Diana me revolucionó el mundo, me creó una adicción a ella. Con todo y su ausencia de gracia, me hizo disfrutar más que cualquier otra chica. Y he de mencionar que antes de probar las delicias de su sexo, ya contaba yo con un amplio historial amatorio.

Nos conocimos cursando una maestría de Mediación de Conflictos, sobre la cual no ahondaré, pues no es el motivo de la presente narración. Para ese entonces ella debía tener unos 25 o 26 años, yo era un par de años menor.

Sinceramente, Diana era una chica común. Apreciar una belleza así es más un don que tenemos cierto tipo de sátiros como yo, pues se ha de saber valorar cada atributo para encontrarle gracia a una chica como ella.

Diana es una mujer de piel blanca, de un 1,60 de estatura, delgada, de suma elegancia y de permanente sonrisa en su rostro. Sobre este último he de decir que cumple con los rasgos clásicos de aquellas personas de cabellos rojizos: piel extremadamente blanca, decorada por pecas, ojos claros (verdes en el caso de ella), grandes y expresivos, acentuados por unas cejas de la misma tonalidad del cabello. Obviamente que no todas las personas de cabellos naranjas o rojizos cumplen con estas características, aunque realmente son patrones habituales.

Su silueta era fina, delgada y delicada. Sus atributos se acentuaban por su ajustada forma de vestir. No es que ella fuera por ahí provocando, todo lo contrario, pues su estilo era más de faldas largas y sacos o blusas que exponían la menor proporción de piel que les fuese posible; pero se trataba de ropa que se le ceñía perfectamente a su aparentemente insulso cuerpo.

Pude apreciarlo desde aquella primera vez que la vi cruzar por la puerta y entrar al salón. Quedé especialmente impactado con sus nalgas. No porque tuviera un trasero inmenso, sino por lo bien que se le podía apreciar con aquella falda ajustada. Se le notaba esa forma perfectamente redonda, quizá carente de volumen, extremadamente blando y tembloroso. Esa primera clase de mi maestría la recuerdo por haber tenido que disimular la erección que me generó aquel apetecible culito.

De sus senos debo hacer una reseña similar, pues Dianita jamás nos dio el gusto de enseñarlos luciendo un escote, pero sí nos permitió apreciarlos al vestir aquellas blusas tan ajustadas a su torso. Fue así que dimensioné tan hermosa creación de la naturaleza. Eran ciertamente voluminosos, aunque sin llegar a ser algo desmesurado; un tanto caídos, más considerando su juventud, pero siempre atractivos, siempre llamativos, siempre forrados en aquellas ajustadas prendas.

Por lo demás, Diana era una chica común, de linda figura por su acentuada cintura, de inexistente gordura en su zona abdominal, de caderas pequeñas, pero bien definidas gracias a la marcada curvatura de su cuerpo.

Fantaseé con ella durante aquella primera clase. Es más, fantaseé con ella a lo largo de todo el primer día de clases, que no es poca cosa, pues esta maestría constaba de largas jornadas: diez horas durante los viernes y seis horas los sábados. Era normal salir agotado, con la cabeza a punto de estallar luego de recibir tanta información.

Claro que aquel primer día yo no absorbí muchos nuevos conocimientos, básicamente porque mi obsesión hacia Dianita no me había permitido concentrarme.

Me pareció una delicia desde un principio. Tenía entonces dos grandes objetivos en aquella maestría, el primero de ellos era terminarla, obviamente aprovechando para conseguir grandes conocimientos; y el segundo era el de copular con aquella chica de cabellos rojizos y ondulados.

Supe así que debía socializar con ella, y aunque en un comienzo me resultó difícil, luego fue verdaderamente sencillo, pues teníamos en común aquel apasionamiento por el mismo saber, el de la mediación.

Ella era una chica de alguna manera introvertida, quizá un poco carente de seguridad en sí misma, posiblemente por aquel señalamiento o matoneo al que son sometidos los pelirrojos. Pero esos mismos rasgos de timidez iban a terminar jugando a mi favor.

En una ocasión tuvimos que trabajar en parejas, las cuales fueron conformadas por el profesor, al mejor estilo de la escuela. Para mi fortuna, mi pareja fue ella. Se trataba de un ejercicio de negociación, en el que cual yo cedí y me dejé vencer para hacerla sentir conforme.

Mientras todos los demás seguían concentrados en la dinámica, Dianita y yo quedamos desocupados, por lo menos mientras el resto acababa. Permanecimos allí, sentados, callados, sin saber qué decir, ni como rellenar ese incómodo silencio. Yo mantuve mi mirada en su rostro, mientras que a ella le resultaba imposible sostenerme la mirada, y solo me observaba de reojo. Yo no le quité los ojos de encima ni un instante, y viendo que todos nuestros compañeros estaban sumergidos en aquel ejercicio, no dudé a la hora de lanzar mi rostro hacia el suyo y darle un beso.

Fue corto. Más que un beso fue un arrejunte de mis labios contra los suyos, pero fue suficiente para sembrar deseo en aquella chica de rostro poco agraciado y de cabellos rojos.

Ella no dijo nada, solo se quedó mirándome, como incrédula por lo que acababa de pasar. Y cuando se cansó de sostenerme la mirada, cortó el silencio diciendo que iba al baño.

Esa mañana nada iba a pasar. La dinámica iba a finalizar, se socializaron las conclusiones de cada uno de los grupos, y luego continuó con el desarrollo de la temática.

Yo me preguntaba para mis adentros lo que estaría pensando Diana luego del beso que le robé. Me afectaba su silencio, lo interpretaba como una negativa, como el fin a aquella fantasía de copular con aquella pelirroja.

Pero lo interesante iba a ocurrir en la jornada de la tarde de aquel memorable viernes.

El regreso a clase luego de almorzar era complicado, pues había que saber sopesar esas ganas de dormir con las venideras seis horas de clase. Pero ese viernes todo fue diferente.

Al finalizar la primera de las seis horas, salí del salón con la intención de ir al baño, quizá echarme algo de agua en la cara para no ser vencido por el sueño, y probablemente fumarme un cigarrillo para despertarme del todo.

Pero de aquellos planes lo único que se concretó fue lo de ir al váter. Pues una vez que terminé de orinar y me di la vuelta, me encontré con Diana cara a cara. Allí estaba, para tras de mí, en el servicio de caballeros, sin sonrojo alguno por ello.

Antes de que yo terminara de preguntarle por el porqué de su presencia allí, ella se abalanzó sobre mí y empezó a besarme. Lo hacía con absoluto desenfreno, y yo, al verla tan apasionada, tan desatada, me sentí en plena libertad de meterle mano.

Fue así que acaricié por primera vez aquellas seductoras nalguitas, que se sentían tan blandas como se veían. Ella igualmente me lo permitió, no hizo seña alguna de molestia por el atrevido recorrido de mis manos por sus carnes.

Nos encerramos en uno de los cubículos y seguimos besándonos ininterrumpidamente. Ella, que se veía tan tímida y recatada, no tuvo problema alguno al momento de lanzar una de sus manos hacia mis genitales. Primero los palpó por sobre el pantalón, pero no tardó mucho en meter su mano bajo estos para empezar a agarrar mi pene, que para ese instante ya estaba erecto y deseoso de sentir las carnes de esta deliciosa flaquita.

Ambos sabíamos que teníamos que regresar a clase, no solo para no perder el hilo, sino porque en aquel baño nos estábamos exponiendo más de la cuenta. Pero los dos éramos posesos del deseo, y poco y nada nos importaron las consecuencias que pudiera generarnos el ser atrapados.

Follar en un baño público es verdaderamente incómodo, de alguna manera complejo. Este, al ser uno de una universidad privada, era limpio y de alguna manera confortable. Sin embargo, no nos dimos la oportunidad de ver nuestros cuerpos al desnudo. Yo solo bajé mis pantalones, mientras que ella recogió su larga falda, corrió su braguita hacia un costado y me permitió sentir aquella vagina húmeda y caliente.

En ese instante fui consciente del placer de penetrar a una pelirroja. Sentí su vagina auténticamente ardiente, más que cualquier otra que hubiese probado a lo largo de mi vida. Sus vapores se sentían a lo largo y ancho de mi pubis. Ese coño estaba más vivo que cualquier otro. Abrazaba mi pene, lo rodeaba con cada centímetro de sus músculos. Parecía que lo succionaba. Y no era solo su ardor o su humedad lo que lo hacía tan exquisito, era esa sensación de ser tan ajustado.

En medio de aquellos brincos de su humanidad sobre la mía, Dianita me iba a confesar que estaba deseosa de este momento, pues aquel beso que me había atrevido a darle en la mañana, la había revitalizado, la había hecho sentir llena de confianza, la había hecho sentir bella y deseada, como hace mucho no se concebía.

Yo le repetía que ella se lo merecía, que era hermosa y merecía ser consciente de su belleza (aunque realmente no lo era) y disfrutarla.

Me obsesioné agarrándole sus bellos pechos, hasta que llegó un momento en que ella levantó su blusa y me dejó verlos. Obviamente que no solo los vi, sino que me encargué de acariciarlos, de estimular sus lindos y grandes pezones de color marrón, y especialmente de saborearlos.

Era notorio que ella traía guardado un monumental calentón, quién sabe desde hace cuánto. Lo cierto es que se dio el gusto de menearse y brincar sobre mi falo cuanto quiso. Sus jadeos se fueron convirtiendo en gemidos, que tuve que reprimir con besos o sencillamente tapando su boca con mi mano.

Creímos en un comienzo que sería un polvo fugaz, un “aquí te pillo, aquí te mato”, pero se nos terminó extendiendo. A ella seguramente por ese deseo reprimido desde hace tanto tiempo, y a mí por lo exquisito que me resultó aquel fruto rojo resguardado en su entrepierna.

Fue así que nos pusimos en pie, ella dándome la espalda para cederme la iniciativa a la hora de ser penetrada. Lo largo de su falda me hizo imposible ver ese gelatinoso y seductor culito, tuve que conformarme con saber que bajo aquella pollera se meneaba su trasero al son de mis empellones. Claro que esa no iba a ser la única vez que íbamos a fornicar, y más temprano que tarde tuve la oportunidad de contemplar ese rico par de nalgas.

Teniéndola así, empotrada contra una de las paredes del cubículo, me di el gusto de rodear su torso con mis brazos para de nuevo apasionarme estrujando sus voluminosas y escurridas tetas. Eso terminó por provocar el derrame de mi esperma sobre su cuerpo. Sinceramente no sé donde cayó mi líquido seminal, pues apenas sé que retiré mi pene justo a tiempo, y luego fue a dar contra sus nalgas o sus piernas, realmente no lo sé. Lo cierto es que ella se dio vuelta. De nuevo quedamos cara a cara. Una gran sonrisa estaba dibujada en aquella cara pecosa, y viéndose complacida, se abalanzó sobre mí para besarme nuevamente.

Antes de regresar al aula la invité a fumar. Ella no lo hacía, pero accedió a acompañarme para tapar el olor a sexo con humo de tabaco.

Esa noche, al finalizar las clases, Diana me invitó a su apartamento para rematar lo que horas antes habíamos comenzado en la facultad. Era tanto el deseo que nos teníamos, que pasamos la noche entera fornicando, sintiendo por primera vez nuestros cuerpos desnudos, sudorosos y calientes.

Yo estaba verdaderamente colado por aquel coño estrecho y de pelaje igualmente rojizo. Pero mi obsesión era exclusivamente por aquella vagina, no por todo su ser. Los planes de ella eran diferentes, pues ella si fue adquiriendo cariño hacia mí, el cual no iba a ser correspondido.

 

 



viernes, 23 de abril de 2021

La profe Luciana (Capítulo XIII)

 La profe Luciana


Capítulo XIII: Expediciones moteleras



Esa noche fue la primera vez en que Adriana me hizo saber de sus sospechas hacia mí, fue la primera vez que me sometió a un interrogatorio evidenciando su plena desconfianza.

El camino a casa estuvo pasado por el silencio. Yo conduje el coche, mientras que ella permaneció callada durante todo el trayecto, sus manos entrecruzadas permanecieron sobre sus piernas, su mirada fija y perdida en el horizonte, y su boca cerrada durante todo el viaje. Le consulté un par de cosas, a lo que me contestó con monosílabos, por lo que supe desde ahí que algo le ocurría.

El viaje fue corto a pesar de que Luciana vivía ciertamente lejos de nuestra casa, pues a esa hora, a la madrugada, la ciudad se recorre con agilidad. Cuando faltaban apenas un par de cuadras para llegar a casa, Adriana comenzó con su interrogatorio:

-       ¿Por qué hueles así?

-       ¿Así cómo?

-       A mujer

-       ¿A mujer? – Respondí mientras hice el ademán de olerme los hombros y las muñecas

-       Si, a mujer y a sexo

-       Ha de ser que te parece

-       No, no es que me parezca, estoy segura de que hueles a mujer

-       Pues sinceramente no sé a qué huelo, no sé a dónde quieres llegar

-       ¿Me estás engañando?

-       ¿Pero como te voy a estar engañando? ¿En qué momento te iba a engañar si venimos los dos del mismo sitio?

-       No sé, pero apestas a sexo

El silencio reinó durante los instantes finales del recorrido a casa. Me puse algo nervioso por la sospecha que invadía a Adriana, así que pensé que la única forma de demostrarle que sus aprensiones eran infundadas, era follándola al llegar a casa, pues solo así despejaría esa idea de que otra mujer me estaba dando satisfacción.

Desafortunadamente para mí, el plan no salió como yo esperaba. Una vez que entramos a casa, ella se puso su camisón y se acostó. Yo empecé a besarla por el cuello mientras que le decía que solo tenía ojos para ella. Adriana me permitió besarla, y me permitió tocarla, pero cuando llegó el momento de la verdad, no pude responder. La erección nunca apareció, no solo por el reciente orgasmo provocado por Luciana, sino porque para esa altura de mi vida Adriana no me calentaba en lo más mínimo.

Ese “gatillazo” posiblemente hizo que se ratificaran las sospechas de Adriana, aunque esa noche no hablamos más del tema.

Pero a partir de esa noche Adriana empezó a ser más recelosa con la información. Comenzó a cuestionarme cada vez que iba a salir, cada vez que tenía un viaje de trabajo, así fuera real. Aunque lo peor vino días después, pues Adriana se dio a la tarea de consultar los extractos bancarios, enterándose al fin de los cuantiosos gastos en los que yo había incurrido en tiempos recientes.

Ese día, el que se enteró, cuando volví a casa, no hubo un instante de tregua. Por supuesto que yo no estaba preparado para sostener esa conversación, pues era imposible justificarle la desaparición de cuantiosas sumas de dinero sin mostrarle en qué me lo había gastado.

Habían pasado varios meses desde el primer adulterio con Luciana, aquella memorable noche en el Four Season, que estuvo acompañada de la desaparición de algo más de mil dólares de la cuenta. Durante todo ese tiempo pensé en lo que le diría a Adriana el día que se enterara de los estados de cuenta, pero jamás se me ocurrió algo creíble.

-       ¿En qué te has gastado más de nueve millones (tres mil dólares) en lo últimos seis meses?

-       En refacciones y arreglos para el carro

-       ¿Nueve millones?

-       Y en un Smart tv que encargué, pero aún no ha llegado

-       ¿Tú crees que yo me chupo el dedo? ¿Me viste cara de estúpida?

-       Adri, es la verdad

-       ¿Y por qué no me contaste nada?

-       Porque era una sorpresa para ti

-       ¿Pero qué sorpresa va a ser para mí que le metas plata al carro?

-       Bueno, los dos lo usamos…

-       Dime la verdad de una maldita vez ¿Te estás yendo de putas? ¿Tienes alguna adicción? ¿Estás enfermo?

 

Guardé silencio por unos cuantos segundos. Me supe vencido, acorralado, atrapado en la mentira. Y viendo que era insostenible, y asumiendo que el hartazgo marital había llegado a su límite, decidí confesar.

-       No Adri, no estoy yendo de putas, ni enfermo, ni tengo una incontrolable adicción. Te he sido infiel. He utilizado el dinero para consentir a mi amante, para pagar habitaciones de lujo, para cenar, para vivir con ella todo lo que tú te negaste a vivir conmigo

-       Y ahora resulta que va a terminar siendo mi culpa…

-       No Adri, claro que no, o no del todo. Pero si he de confesarte que llegó un momento en que me cansé de tu actitud, de tus negativas, de tu apatía, y encontré refugio en alguien más

-       ¿Quién es?

-       Eso no importa Adriana, hacerte saber ese detalle solo haría más profunda tu herida. Entiendo tu ira y tu decepción, y para rescatar el mínimo de honorabilidad que me queda, me iré de casa…

El llanto se apoderó de Adriana, que remató la discusión con una larga retahíla de improperios hacia mí. Poco y nada le importó que estuvieran los niños en casa, o lo que pudiesen escuchar los vecinos, solo quería descargar su resentimiento conmigo.

Con una maleta que contenía apenas lo más básico, y en medio de los agravios de Adriana, salí de casa.

Sentado en el coche, parqueado todavía frente a casa y sin saber dónde iba a pasar esa noche, llamé a Luciana para contarle lo ocurrido. La invité a hacerme compañía en mi primera noche de mi nueva soltería. Para mi fortuna ella accedió, sin importar incluso que estábamos a mitad de semana, con lo que eso implicaba a la hora de mentir y escapar de casa.

Fue un momento bisagra en mi vida. Estaba abandonando mi hogar, asumiendo que en cuestión de días iba a empezar trámites para separarme de Adriana, aquella mujer con la que había convivido por más de una década. Tampoco iba a compartir más el día a día con mis hijos, aunque siempre tuve en mente visitarlos con frecuencia y jamás abandonar mis responsabilidades como padre, pero estaba claro que iba a perderme el resto de su infancia. Y algo positivo y revitalizador fue la actitud de Luciana, que supo priorizarme en un momento de fragilidad para mí, demostrando además que lo que sentía ella por mí iba más allá del deseo de sentir los meneos de mi miembro entre sus carnes.

Esa noche fui a parar al Hotel Selina en pleno centro de la ciudad. Y allí fue a dar Luciana, para cumplir así con el pacto de encuentro de nuestras almas, y por supuesto para poner al día a nuestros genitales.

Fue una noche de mucho diálogo, de reflexiones, de mimos y de sábanas mojadas. Pero lo realmente valioso de esa velada fue la aceptación mutua del sentimiento naciente del uno por el otro. Ya no era solo cosa mía, Luciana me había confesado estar cautiva por mí. Fue una declaración revitalizante para mí, pues ahora sentía que no había sacrificado mi matrimonio por unos polvos bien echados, sino que existía la posibilidad de rehacer mi vida junto a esta mujer que me traía chalado.

Haber abandonado mi hogar me obligó a replantearme muchas cosas en mi vida, pero me dio la oportunidad de alquilar un piso para mí solo y vivir la vida que el prematuro compromiso me había negado.

Claro que no por ello abandonamos nuestra fascinante costumbre de visitar moteles, más cuando yo no había terminado de saciar mi interés por conocer la enorme variedad que nos brinda esta ciudad.

Como olvidar por ejemplo aquella noche que nos fuimos al Palladium, en la que Luciana a punta de baile y salsa brava me hizo hervir la sangre y con ello desearla. Y horas más tarde íbamos a terminar en el Chocolate Sweet, a solo tres cuadras, en pleno corazón del Restrepo.

Si hoy me preguntan, y sin el ánimo de hacer publicidad alguna, diría que el Chocolate Sweet es el mejor motel de Bogotá, y si no lo es, pega en el palo.

Fuimos en varias ocasiones, probamos la habitación Mediterránea, la China, la Persa, pero esa noche de bailoteo en el Palladium la rematamos en la habitación Romana. Allí Luciana se sintió como en casa al encontrar un tubo poledance en medio de la habitación. Yo me di el lujo de verla menearse, una vez más, agarrada del tubo, esta vez sin tanta coordinación, sin tanta elegancia y pulcritud en sus movimientos, pues la gran cantidad de Ron Medellín consumido previamente al calor de la voz de Ismael Quintana y las rebeldes sonatas de piano de Eddie Palmieri, le afectó en gran medida sus capacidades motrices.



Claro que ese alto estado de embriaguez precipitó su deseo carnal. Esa madrugada Luciana estuvo mucho más voraz que de costumbre, y eso ya era mucho decir, pues siempre fue una mujer con una gran líbido.

Allí, recostada en el diván del amor, Luciana abrió sus piernas, y con una tentadora mirada me invitó a sumergir mi rostro en ese jardín del pecado y las delicias. En ningún momento dejó de presionar mi cara sobre su pubis, me tenía sometido con una de sus manos al respaldo de mí cabeza, mientras que con la otra estimuló su clítoris para facilitarle el trabajo a mis labios y a mi lengua.

Sus prendas de ropa interior color azul turquesa volaron por la habitación y fueron a chocar contra una de las columnas de aquel “coliseo romano” que iba a acoger la batalla de nuestros sexos.

Seguramente el decoro de esta habitación en el Chocolate Sweet no podía evocar todo el disfrute de Piralis y Calígula en esos años de falso resurgir del imperio romano, aunque para nada fue despreciable el disfrute de nuestros cuerpos aquella noche.

Cómo me gustaba verla retorcerse del gusto, disfrutaba de sentir el ardor de su coño en mis labios, de atosigarme con los olores provenientes de su intimidad, con el sabor único de esa intrigante vagina.

Una vez que sus piernas se cansaron de abrazarme por el cuello, me recompuse, situé mi cara a la altura de la suya, clavé mi mirada en su siempre provocativo rostro, y conduje mi pene de nuevo entre esas paredes vaginales de tan caliente sensación.

Ahora era yo quien la sometía. La tomé del cuello con una de mis manos, a lo que ella correspondió con una sonrisa maquiavélica, como quien quiere provocar a su contraparte a incrementar sus niveles de sadismo.

Claro que yo nunca he sido un adepto de dichas prácticas, nunca he sido capaz de golpear a una mujer, y mucho menos a Luciana, a quien concebía como una tierna princesita en envoltorio de guarra.

Nos revolcamos con furor, como si se tratara de la última vez que fuéramos a follar. Si Belcebú estaba observándonos fornicar, seguramente estaría orgulloso de nosotros. Y si era Dios el que lo hacía, posiblemente también lo estaría, pues dos de sus criaturas estaban demostrando haber perfeccionado aquello de “amaos los unos a los otros”.

Algo que podía desquiciarme de placer era escuchar a Luciana. Ella, habitualmente, era de muchos suspiros y jadeos, y de pocos gemidos, pero cada que alguno escapaba, estaba marcado por esa tonalidad ronca de mujer madura. Esa gloriosa sonoridad, acompañada de ese gesto tan suyo de apretar los labios con los dientes, alternado con la apertura breve e incontrolable de su boca, me provocaron el primer orgasmo de la noche.

Afortunadamente para los intereses de Luciana, logré una nueva erección en menos de un minuto, pues fue suficiente con ver correr mi esperma por su coño para estar listo para un segundo asalto.

Esta vez fue ella quien controló la situación. Me tumbó sobre la cama y me montó. Una vez más veía mi humanidad enterrándose en esas carnes blancas, tatuadas y femeninas. Qué maravilla era aquello de sentir sus caderas sacudiéndose sobre las mías, sentir su pubis, adornado por esos bellitos nacientes, chocando contra mi pelvis.

Y fue a partir de esa noche que desarrollé una nueva filia. Una fascinación urofílica que me acompaña hasta estos días. Dudo que haya sido un episodio accidental, es más, por el goce evidenciado en los gestos de Luciana, me atrevo a pensar que fue algo premeditado. Ella acompañó los deslizamientos de mi miembro en su interior con un constante masajeo de su clítoris, y eso desencadenó en un estallido de placer más que evidente. Su “lluvia dorada” recubrió mi pelvis, mi abdomen y parte de mis piernas; empapó las sábanas, la cama, colchón incluido.

Que exquisitez verla delirar con su “accidente urofílico”. Con ello solo logró incrementar mi deseo, y yo, viendo la cama recubierta de sus fluidos, la tomé de una de sus manos, la conduje al diván del amor, la puse en cuatro y le volví a insertar mi miembro erecto. Lo hice de forma frenética, como pretendiendo castigarla por ser tan puerca, aunque sinceramente, yo estaba encantado con esto que acaba de suceder. Es más, en esta nueva penetración, fui yo quien acarició su clítoris, buscando una nueva “lluvia sagrada”. Lastimosamente para mí, fue tal mi excitación que fui yo quien descargó toda su fogosidad antes de encontrar esa experiencia celestial.

Los dos nos dimos por satisfechos, caímos rendidos del cansancio, quizá también por el efecto del licor; ambos plenamente complacidos por este nuevo capítulo de nuestros adulterios.

 

Capítulo XIV: Regocijo dominical


Estábamos adictos el uno del otro. Luciana y yo entramos en una vorágine de desenfreno pasional, que poco a poco empezó a vislumbrar sus primeros y auténticos visos de enamoramiento. El desenfreno era total, habitualmente para nuestros adulterios, ella visitaba mi apartamento. La expedición “motelera” tampoco se detuvo, pero de la nada surgió un nuevo escenario que nos fascinó a los dos: su casa...


La Profe Luciana (Capítulo XXI)

 La Profe Luciana Capítulo XXI: Un baile de Luciana Era inevitable e irreparable. Esa sensación de oquedad, de orfandad, esa congoja que me ...