La profe Luciana
Capítulo XVII: Si ves las estrellas brillar, sal marinero a la mar
Como
amantes nos debíamos una escapada fuera de Bogotá, un buen paseo para olvidar
las tensiones de la ciudad, y para desatar uno de nuestros vendavales del
fornicio. Por mí lado no había problema, ya no tenía esposa a la cual darle
explicaciones, sencillamente podía viajar si así se me antojaba. Un poco más
complejo era el caso de Luciana, pues ella tendría que inventar un viaje de
trabajo para justificar la ausencia en su hogar. Según lo que ella decía, a su
marido parecía no importarle mucho, aunque yo dudaba que él manifestara un
total desinterés por el paradero de su mujer.
Lo
cierto es que ella era lo suficientemente hábil para hacerle creer cualquier
tipo de embuste, por lo que era un hecho que tendríamos vía libre para hacer
nuestro primer viaje de placer.
Yo
fui el de la idea, así que le encomendé a Luciana la tarea de conseguir el aval
para escapar de su casa, mientras que yo me encargaría de todo lo demás,
conseguir tiquetes, hotel, y todo lo que hiciera falta para que el viaje fuera
una experiencia inolvidable.
Contábamos
apenas con cinco días, por lo que era preferible un destino al interior del
país, un viaje no muy largo. Opté entonces por Barú, una península cercana a
Cartagena; un destino un poco más costoso, pero más reservado.
Nos
quedamos en el Hotel Aura, cuyo gran
encanto puede ser su ambientación, pues hacia donde sea que quiera que veas,
hay árboles. Es un entorno realmente tranquilo y relajante.
La
primera noche allí dimos un paseo por la playa, y al volver a la habitación
Luciana me deleitó con uno de sus bailes. Sin embargo, esto no desencadenó en
un coito.
Debo
aceptar que me costó contenerme, pues verla sacudir sus carnes al ritmo de la
música era uno de mis grandes deleites. Pero era una ocasión especial, no
ameritaba recurrir a algo rutinario para hacer de este viaje algo inolvidable.
Además
que Luciana ya tenía calculado todo, tenía previsto el momento exacto de
exprimir mi esperma con sus ricos meneos.
Aproximadamente
a las tres de la mañana me despertó. Estaba desnuda, lo que me motivó a dejar
de lado mi estado somnoliento rápidamente, ponerme en pie y escuchar lo que
tenía planeado. “Vamos a hacerlo a la piscina, que a esta hora no hay nadie”.
Yo acepté sin cuestionar absolutamente nada, a mí también se me antojaba, y
mucho más todavía al haberme ido a dormir sin haberla penetrado luego de
observar su provocativo baile.
Ella
se atrevió a permanecer todo el tiempo desnuda, desde el mismo instante en que
salimos de la habitación hasta que volvimos. Yo fui un poco más cauto, y solo
me desnudé cuando se hizo necesario para el coito.
Llegamos
a la zona de la piscina y ella se tumbó sobre uno de los bordes, me pidió que
le hiciera unas fotos antes de empezar a fornicar. Accedí gustoso, pues dichas
fotografías también me quedarían a mí como recuerdo.
Luego
de verla modelar para mí y de hacer varios registros fotográficos, me tumbé
para degustar mi postre favorito: su entrepierna. Cuando acerqué mi rostro
percibí los vapores de su vagina, a pesar de que ni siquiera habíamos empezado
a tocarnos. Seguramente aquello de pasearse desnuda la había puesto así. Ya
sabía yo de su vicio por la transgresión y por eso de sentirse deseada.
Yo
aproveché el precalentamiento de su coño para no tener que hacer un preámbulo
tan extenso, al fin y al cabo que estaba ansioso por poseerla una vez más.
Introduje
de tajo tres de mis dedos, y la masturbé seguramente con más agresividad de lo
que nunca lo había hecho. Ella demostró que su vagina era todoterreno, y así
como era apta para tiernas caricias, también estaba preparada para bruscas
sesiones masturbatorias.
Claro
que no se trató de una intrusión brutal de mi mano en su coño, pues a pesar de
lo agresivo del masaje, tuve siempre presente la posición de mis dedos,
buscando no lastimarle nunca con mis uñas, y apuntando siempre a sentir ese
pliegue corrugado, tan pequeño, pero tan poderoso, conocido como el punto G.
El
coito fue algo realmente sencillo. Ella aún tumbada bocabajo sobre las frías
baldosas del borde de la piscina, mientras que yo la penetraba dejando caer
todo el peso de mi cuerpo sobre el suyo. Fue una nueva oportunidad para
deleitarme con el rebote de sus nalgas.
Claro
que esto fue apenas una antesala de lo mucho que íbamos a fornicar en nuestra
escapada de la agitada vida capitalina. A la mañana siguiente recuerdo que
desperté y la vi sentada, maquillándose, frente al espejo de la cómoda, otra
vez estaba desnuda, mientras charlaba con su esposo, teniendo el altavoz de su
celular activo.
Al
despertar es normal que sea la testosterona quien gobierne los primeros minutos
del cuerpo consciente, y yo, aprovechando su indefensión al ver sus manos
ocupadas al maquillarse y concentrada en la charla telefónica, no lo pensé dos
veces. Me puse en pie, me quité el calzoncillo, que era la única prenda que
llevaba; me acerqué a ella, me paré a su respaldo, la agarré de los senos, la
hice poner en pie, y luego la hice apoyarse contra la pared para penetrarla una
vez más.
Su
vagina fue cómplice de mi deseo, pues humedeció en un abrir y cerrar de ojos.
Yo me apasioné besándola por el cuello, que a esta altura de nuestra relación,
me parecía tan sensual y provocativo como sus piernas o sus senos, mientras que
ella reprimía sus gemidos para poder seguir conversando con su esposo.
Claro
que tampoco fue algo extenso. No dedicamos mayor tiempo a este polvo, pues no
habíamos viajado cientos de kilómetros para quedarnos fornicando encerrados en
una habitación.
Ni
el de la piscina, ni los polvos mañaneros, fueron los mejores que pudimos tener
en esa escapada romántica. La mejor de nuestras fornicaciones en la calurosa
península de Barú se dio en una jornada en la que alquilamos un pequeño Yate.
Partimos
cerca de las once de la mañana. En el yate íbamos apenas el capitán, Luciana y
yo. Nos adentramos en altamar rápidamente. Dediqué un rato a charlar con el
capitán sobre lo complejo que podía ser manejar un yate y los requisitos que se
necesitan. Pero no fue mucho tiempo el que pude dedicarle a esta conversación,
pues me resultó imposible ponerle atención mientras Luciana dejaba sus pechos
al descubierto, aprovechando la soledad que se consigue en medio del mar. Esto
por supuesto me tuvo con las ganas disparadas a todo momento. Seguramente habrá
provocado también al capitán con sus pequeñas pero coquetas tetas, pero a todo
momento contamos con su discreción, y con su profesionalismo para no
interrumpir nuestros apasionamientos.
Tanto
así que llegó un momento en que ella estaba recostada sobre una de las barandas
del yate, y yo la sorprendí de nuevo por detrás. Solamente me bastó apartar su
tanga roja encendida, minúscula, refundida en la tensión de su piel
perfectamente templada, que contiene formas redondas que la estiran y la hacen
parecer de plástico; despeje que a su vez liberó ese aroma tan descaradamente
femenino, tan repleto de seducción.
Fue
supremamente excitante eso de penetrarla en altamar, apoyados en aquella barra
metálica, mientras el sol ardiente castigaba nuestras espaldas, asumiendo
nuestra completa soledad, a la vez que la inmensidad del océano.
Sus
gemidos se entremezclaban a la perfección con los sonidos del mar: el oleaje,
las gaviotas, las burbujas y la espuma del agua, o aquel instante cuando las
olas se deshacen contra un acantilado. igualmente se confundían en un solo
líquido su sudor, el mío y nuestros fluidos.
Qué
delicia aquello de verla tan vulnerable, ahí aferrándose a esa barra mientras
yo la sacudía desde atrás, mientras yo la rodeaba con mis manos para agarrar
sus tiernas tetitas, mientras me regocijaba con el aroma de sus hombros, con la
belleza de los lunares de su espalda.
Fue
tal la excitación que nos poseyó, que me sentí con la autoridad para penetrarla
una vez más por su apetecible ano, y ella, conocedora de mis caprichos y mis
vicios, accedió complacientemente.
Y
entonces empezó una nueva y lenta incursión de mi miembro entre sus nalgas. De
nuevo acompañada por esos gemidos roncos que tanto me desquiciaban.
Claro
que esa lenta incursión dejó de ser así, parsimoniosa, pasados unos minutos,
pues ella puso de su parte, se relajó lo más que pudo, y logró una gran
dilatación, y yo maravillado por tan bello tesoro, me entusiasmé quizá más de
la cuenta.
El
ano tiene algo curioso: Uno quiere más, llegar a fondo, penetrar cada vez más,
pero ya no se puede más. El culo vuelve a su poseedor ambicioso, siempre se
quiere llegar a más profundidad, así sea físicamente imposible.
A
tierra, a las playas de Barú volvimos con la piel roja, como camarones,
ligeramente deshidratados, yo con mi pene ufano y orondo luego de un ligero
baño de greda; y ella con su ano un poco dilatado, saciada de ese vicio que la
enloquece, esa perdición que sufre al sentirse deseada. Y ese día sí que lo
logró, especialmente con eso de dejarse perforar el culo a sabiendas de que el
capitán estaba viendo todo.
Todo
había valido la pena, fue una escapada que nos permitió desfogar nuestros más
ardientes deseos, y en la que nos permitimos relajantes excursiones como la del
plancton luminoso o la del Aviario Nacional. Un viaje digno de recordar.
Capítulo XVIII: Amantes del nudismo
A
ese viaje sí que le sacamos provecho. Volvimos a Bogotá no solo con nuestros
deseos satisfechos, sino realmente compenetrados, auténticamente enamorados, despejando
cualquier tipo de duda que pudiera sentir el uno por el otro. Tan memorable fue
esa escapada, que nos propusimos repetirla por lo menos una vez al mes...