sábado, 31 de julio de 2021

La profe Luciana (Capítulo XX)

 La profe Luciana


Capítulo XX: Fiebre de sábado


Y ahí estaba una vez más solo y a mi suerte, y esta vez sí que podía llegar a ser doloroso. No habría un próximo hola, ni ocasión nueva para vernos a los ojos y ser confesos de nuestro deseo mutuo con solo esa mirada, nuestros genitales no volverían a encontrarse, no volverían a sudar y a combinarse cara a cara; eso sí que podía llegar a ser deprimente, de hecho, lo fue, pero siento que logré superarlo más pronto de lo que esperaba. Luego de tanto que amé y desee a Luciana, haberla superado en un abrir y cerrar de ojos era una verdadera muestra de carácter, pues pienso que en otra época de mi vida no habría sido así de fuerte con una pérdida.

Sencillamente Luciana me había transformado, me había convertido en un nuevo Fernando, en uno que era consciente de su adicción al sexo, que la disfrutaba, que quizá alguna vez haya sentido remordimiento por esa condición, pero que siempre se ha sentido más cómodo aceptando y disfrutando esa parte de su ser.

Fue en esa época que decidí disfrutar lo que el prematuro matrimonio me negó en mí juventud. La primera metamorfosis fue al putero de fin de semana. Pero luego quise combinar a esa personalidad de fornicario de pago con la de casanova, y a pesar de estar ya rondando los 40, me daba mis mañas para galantear y ligar en cuanto lugar me fuera posible.

No había viernes que faltara a un bar, cantina, whiskería, pub, discoteca o lo que fuese con la misión de seducir a una mujer. Y cuando esa misión fallaba, terminaba el sábado, pasando la tarde entera entre lupanares hediondos, entre putas baratas, entre borrachines de rostro difuso al interior de los burdeles e indigentes que “hacían la calle” en los alrededores; buscando esa sensación de gozo y júbilo que tanto me hizo conocer Luciana.

Hubo jornadas para el recuerdo, pero también para el olvido, tanto entre putas como entre ligues pasajeros. Es más, diría que fueron más las malas vivencias, los polvos sosos e intrascendentes que los verdaderamente dignos de rememorar. Y eso que fue polvo tras polvo, fueron unos años de mucho agite. Era como si tuviese un trabajo adicional durante los sábados, solo que en este yo pagaba por “trabajar”.

En esos tiempos jamás hice cuentas, y el tiempo fue pasando y mi conocer de esos andenes colindantes a fachadas coloridas fue en aumento. Y Solo un tiempo después, unos buenos cuantos meses después vine a tratar de hacer memoria sobre la cantidad de piernas femeninas en las que me había enterrado, pero me fue imposible. Me resigné a saberlo, y solo vine a reflexionar nuevamente en ello escribiendo estas líneas.

Han pasado un par de años desde que adquirí esa rutina sabatina, asumiendo que hay uno que otro sábado en el que no pude ir porque tenía que trabajar, porque algún inconveniente se me presentó, o por el simple hecho de no sentir la necesidad luego de haber ligado la noche anterior.

He de suponer que de las 52 semanas que tiene un año, haya terminado pasando por lo menos 30 tardes-noches de sábado alquilando carnes femeninas. Lo habitual era entrar unas tres o cuatro veces a lo largo de la jornada, casi siempre variando de mujerzuela, aunque he de admitir que hubo algunas que fueron tan profesionales prestando sus amores, que ameritaron repetir culeada.

Lo mínimo era entrar tres veces en una jornada, pero cuando el cuerpo respondía y el fervor desbordaba, podía llegar a entrar hasta cinco veces. Me preguntaba qué tanto podría haber hecho esto si esa hubiese sido mi rutina en mis 20, misterio que ya no podré resolver.

A ese ritmo, y siendo por lo menos dos los años que dediqué a esto, habría fornicado con cerca de 160 señoritas, a las que he de sumar las que fueron producto de la conquista en la noche de un viernes cualquiera.

Casi todas desconocidas, solo exceptuando aquellas putas con las que repetí; casi todas almas nuevas por conocer, casi todas con su vagina inédita y misteriosa para mí. Y he de decir que hubo coitos maravillosos, aunque difícilmente alguno se asemeje a los exquisitos placeres otorgados por Luciana.

Claro que hay dos mujeres que se han hecho dignas de recordación en esta época post-Luciana, sin que ello implique que la hubiesen superado, siquiera igualado, pues de haber sido así me habría ofrecido a brindarles una vida diferente a la del puterío.

La primera de ellas es Tania, o por lo menos así se hacía conocer en ese submundo del placer al menudeo. Ella era una chica joven, entre 18 y 25 años tendría en ese entonces. Era delgada y pequeñita, posiblemente no superaba el 1,60 m. Tenía una apariencia muy frágil. Claro que esa delicadeza que aparentaba su cuerpo contrastaba con su rostro, en el cual siempre podían encontrarse esos gestos tan sugestivos, esas muestras continuas de coquetería.

Claro que su cara no destacaba exclusivamente por esa actitud provocadora, se trataba de un rostro realmente bello. Sus ojos eran muy grandes, oscuros, y estaban perfectamente complementados con esas pestañas que tanto sabía mover a la hora de seducir a sus presas. Su piel blanca contrastaba perfectamente con ese cabello negro, que además era liso y considerablemente largo. Su nariz estaba perfectamente tallada, era pequeña y acrecentaba esa apariencia delicada. Sobre su boca no puedo mentir, pues era evidente que su dentadura habría requerido un buen tratamiento de ortodoncia. Claro que no se trataba de algo monstruoso, no es que tuviera un diente a la altura de la frente y otro en el mentón, pero si había cierto desorden entre estos. Pero no por ello Tania dejaba de sonreír, era uno de sus sellos personales, esa capacidad de sonreír a todo mundo y a toda hora. Sus labios eran delgados, pero lucían habitualmente rosas y húmedos.

Su cuerpo era más bien discreto. No tenía grandes atributos. Sus senos eran diminutos, casi que inexistentes. Su culo igualmente era pequeño, aunque tenía buena forma, era muy curvo y notorio. Sus piernas eran delgadas y realmente solo destacaban cuando Tania decidía usar faldas y exponerlas. Claro que esa delgadez jugaba a su favor en lo que refiere a su abdomen y su cintura, que estaba muy bien delineada, que remarcaba esa silueta femenina que no podían destacar sus pechos o su trasero.

Tania logró ser una de mis favoritas en aquellas tardes sabatinas de sexo barato. Básicamente porque le ponía ganas. Si ella me veía cansado, tomaba la iniciativa, se restregaba y se sacudía lo que hiciera falta por complacerme. Aunque no era esta su única virtud. De ella me fascinaba esa manía que tenía por mirar a los ojos a la hora de copular, lo hacía a todo momento, que no es poca cosa, pues entre la gran mayoría de las meretrices, por lo menos las que yo frecuenté, no era muy habitual eso de sostenerle la mirada al cliente a la hora de la penetración. Ella no solo lo hacía, sino que gesticulaba, te hacía creer que había verdadera química. Pero lo que más me gustaba de ella no era el empeño que le ponía o la complicidad que me hacía sentir, lo mejor de Tania era que me hacía recordar a Luciana. Me la hizo recordar en más de una ocasión con su excesiva humedad.



Tania era una chica poco expresiva a nivel sonoro. Sus coitos estaban caracterizados por el silencio. Poco se le escuchaba jadear, poco se le escuchaba gemir o resoplar, el encargado de expresar el gozo en ese cuerpo era exclusivamente el coño, y bien que lo hacía.

La primera vez fue en un coito que coincidió con el ocaso, entramos a la habitación acompañados por la luz del sol y terminamos en medio de la oscuridad. Debo aceptar que esa vez no me di cuenta de su escape urofílico durante la cópula. Fue cuando terminamos de fornicar, cuando encendimos la luz, que vi esa sábana empapada. Ella solo río y se disculpó conmigo. Yo la tranquilicé, le aseguré que a mí no tenía que darme explicaciones ante una reacción completamente humana. Es más, la felicité por dejarse llevar por su gozo. Y desde ese polvo ella no paró de hacer lo mismo: mojar las sábanas o mi cuerpo con sus ricos fluidos. Eso me generó una obsesión por ella, pues no sabía bien si era yo el que le generaba esa reacción, o si era una manía que ella tenía. El caso es que a mí me encantaba.

Lastimosamente para mí, Tania dejó de ir a estos lupanares. No sé si algo le pasó, si enfermó, si encontró una mejor alternativa de ingreso económico o si sencillamente cambió su lugar de oficio. Lo cierto es que no la volví a ver. Fue una pérdida sustancial, aunque sinceramente nada extraordinario, pues bien me había propuesto no enamorarme, y mucho menos de una prostituta. Es más, a esa altura de mi vida ya tenía descartado el enamoramiento, a no ser que Luciana reculara y me diera una nueva y exclusiva oportunidad.

La otra ramerita que me siento en obligación de destacar es Dafne, que fue todo un hallazgo.

En aquellos burdeles baratos que yo solía frecuentar, podía encontrarse de todo, pero para hallar una verdadera joya había que tener suerte. Y yo sí que la tuve con Dafne.

La encontré una tarde de sábado que no prometía para mucho. El movimiento en el lugar era escaso, que no era lo habitual de una jornada sabatina en esos lugares.

A la hora que yo llegué, había pocas señoritas, y en general no había una sola que se salvara. Me senté, pedí una cerveza, y decidí esperar a ver si mejoraba la tarde ¡Y vaya que mejoró!

Dafne llegó, se recostó contra una mesa en la que no había clientes, y empezó a echar ojo de cual podía ser su posible presa. Y prácticamente de inmediato, yo caí en sus garras.

Ella me miró, se me insinuó solo con la mirada, no tuvo necesidad de abrir la boca, mucho menos de acercarse o de mostrarme su escote. Tanto así que fui yo quien se acercó a ella, y fue tal el calentón que me generó, que no me tomé la delicadeza de invitarle una bebida y una charla amena antes de ir a copular. Solo tuve cabeza para preguntarle por el valor de sus servicios, y una vez me dijo el monto, accedí sin rechistar.

No era yo muy amigo de aquello de negociar con las meretrices, pues convencerlas de una rebaja en sus servicios pasionales, frecuentemente termina en un polvo mal echado, en un servicio prestado de mala gana. Y con Dafne fue tal la fascinación, que no solo no le negocié, sino que accedí de inmediato al valor que ella me dijo. Que de todas formas era el habitual entre las señoritas que alquilaban sus placeres en ese lugar.

En ese entonces Dafne tendría entre 40 y 45 años. Era una mujer madura pero realmente bien conservada. Sus piernas eran gruesas, eran un tributo a la definición de la palabra “carnosa”, tanto así que dicha definición, en uno de esos viejos diccionarios de Larousse, tendría que venir acompañada de una fotografía de esas piernas. Su culo también era muy macizo, bien definido, y muy en su sitio, toda una tentación. El ancho de sus caderas era consecuente con las dimensiones de sus apoteósicas piernas y con su descomunal trasero. Para tener cuarenta y tantos, su abdomen estaba más que bien, era ejemplar, de anuncio, una tabla. Su silueta estaba acentuada por su pequeña cintura, que a su vez contrastaba con el ancho de sus caderas y de sus pechos. Estos últimos era un par de globos bien erectos. Estaban operados, aunque yo vine a enterarme de eso solamente al momento del tacto. Esta sí que era una mujer en todo el sentido de la palabra.

Claro que tan elogiosa descripción solo es atribuible a su cuerpo y no a su rostro, que es más bien común. Ojos oscuros, de tamaño medio y ligeramente alargados; cejas oscuras, delgadas, curvas y delineadas; nariz de tabique recto y un poco ancho, pómulos que resaltan y restan delicadeza a su cara, labios igualmente de tamaño medio, sin defectos notorios, pero sin grandes atributos para resaltar, frente ciertamente ancha, en contraste de una zona mandibular delgada, que termina por agregar algo de fragilidad a un rostro que no destaca por su delicadeza. Su piel es trigueña y su cabello rubio, aunque sus marcadas raíces oscuras evidencian que es más producto de un tinte que de otra cosa.

Ella estaba vestida con una blusa de tela ligera y oscura, sinceramente no sé el material, lo cierto es que se apreciaba delgadita. Blusa que además era generosamente escotada, aunque hasta ese momento yo solo había apreciado superficialmente sus pechos a la hora de ir a negociar el polvo. Su tren inferior estaba recubierto apenas por un pequeño short, de jean, que permitía maravillar a los presentes con tan suculentas piernas. Short que además facilitó mi apreciación de su ostentoso culo al momento de subir las escalares del burdel.



Mientras fui a lavarme las manos, ella se desnudó, de modo que la encontré empelotica y dispuesta en la cama. Me desnudé a toda prisa, me le acerqué y ella me deleitó con una rica mamada, que, a pesar de tener el desencanto del preservativo de por medio, estuvo adornada por el acompañamiento del desliz de mi miembro erecto entre sus bellas y siliconadas tetas.

Dafne posó sobre sus rodillas y sus manos y me invitó a penetrarla en cuatro. Yo lo hice con un alto grado de entusiasmo, de vehemencia, y no era para menos, pues tener tan espectacular culo de frente a mí y entre mis manos fue motivo suficiente para inaugurarla con una de mis más enérgicas fornicaciones.

Su veteranía no fue obstáculo para el humedecer de su coño, que ya estaba ciertamente lubricado antes del ingreso de mi falo, y que fue en aumento con el pasar de los minutos de mi miembro en su interior. Por momentos ella se apoyaba solamente en sus rodillas, reclinando su cuerpo para permitirse acercar su rostro al mío. Dafne me besaba como buscando que con eso yo disminuyera la vehemencia de mis movimientos, y realmente lo logró.

Si bien penetrarla en cuatro fue una verdadera delicia, lo mejor estaba por venir. Ella se dio vuelta, se acostó y me invitó de nuevo a penetrarla. Alzó sus jubilosas piernas permitiendo mayor profundidad en la penetración. Esto estuvo acompañado de sus besos, que no eran algo menor, pues si algo hacia bien esta mujer era eso, besar. El paseo de su lengua entre mi boca, jugando con la mía, aumentó mi disfrute, pero lo que realmente me hizo delirar fue su pedido para que le acariciara y le chupara los senos. Eran duros, como todo seno operado, pero eran perfectamente redondos, muy provocativos, de pezón café, duro y grande.

Dafne era auténticamente licenciosa, su carita podía no ser bella, pero bien provocadores eran sus gestos. Hacía los clásicos ademanes de una buena fulana, y eso sí que me pudo. El orgasmo me lo provocó con eso, con su gesticulación de libertina.

Al llegar al clímax retiré mi miembro de ella para sacarme el preservativo y limpiarme. Su cuerpo seguía sumergido en el gozo, era poseso de esporádicos e incontrolables espasmos que no podía y no quería disimular. Ella acompañó ese momento dirigiendo su mano hacia su coño para seguir tocándose.

-       ¿A usted quién le enseñó a culear así de rico? - dijo ella con voz entrecortada mientras se masturbaba

-       Si te contara…

-       ¿Nos echamos otro? Mire que no se lo cobro, si acaso lo de la habitación, por si nos la llegan a pedir

Al escuchar eso no había forma ni deseo de negarme. Es más, se me fue poniendo dura de solo escuchar su propuesta. Obviamente accedí, y fue una acertada decisión, pues me di el gusto de tirármela en otras posiciones. Tan encantado estuve, que el tercer polvo de la jornada volvió a ser con ella. Ese si se lo tuve que pagar, pero no hubo arrepentimiento alguno en ello, pues había hecho mi mejor descubrimiento desde que frecuentaba aquel mundo del placer de pago.

Dafne me dio su número y me invitó a recurrir a sus servicios cuantas veces me apeteciera. Ella tenía una gran obsesión por el bienestar y el acondicionamiento físico, y el gimnasio que frecuentaba se convirtió en más de una ocasión en la guarida de nuestras fornicaciones.

Viví una época de encanto con esta exquisita cualquierita, pues ella me permitía besarla, que no es del todo habitual entre las putas; me permitía meterle mano en cualquier parte de su cuerpo, me permitía darle por su estrecho ano, y me salía muy barata. Pero tanto recurrí a sus servicios que terminé hartándome de ella.

Es más, terminé hartándome de las putas en general. No era para menos, llevaba dos años frecuentándolas y entre todas juntas no habían sido capaces de brindarme el deleite que si había logrado Luciana, aunque ciertamente me salía más barato frecuentar prostitutas que consentir los caprichos y los gustos de Luciana.

Hubo una tercera mujer con la que llegué a obsesionarme luego de mi ruptura con Luciana. Consolidado mi hartazgo alrededor del mundo de las putas, y ciertamente agotado de salir a probar suerte durante las noches de los viernes, decidí que era hora de revisar mi agenda y hacer un exhaustivo estudio entre mis viejos contactos para ver qué podía sacar de allí.

No es que hubiese muchas mujeres en mi vida. Había dilapidado mi juventud con mi extenso noviazgo y posterior matrimonio con Adriana. El resto eran compañeras de trabajo que poco y nada me resultaban atractivas, alguna vieja conocida de la universidad, que de seguro se habría extrañado y habría rechazado cualquier invitación que le hiciese, más todavía cuando no habíamos tenido contacto en 20 años. Era realmente pobre mi agenda, por lo menos en lo que refiere a mis pretensiones fornicarias. Aunque hubo alguien que realmente ameritaba que yo hiciera el intento: Alejandra, la abogada que me había llevado el divorcio.

Era algo ciertamente impensado, ella y yo solo nos habíamos relacionado como abogada y cliente, y habíamos perdido contacto desde que se cerró el caso. La relación había finalizado en buen término, pues ella había defendido con éxito mis pretensiones a la hora de separarme de Adriana.

Por eso seguramente se vio sorprendida aquella tarde en que la llamé. Le dije que nunca le había agradecido como se debía aquella victoria en los juzgados, por lo que pretendía hacerle una invitación a cenar o por lo menos a tomar un café, pues lo cierto es que para mí era importante manifestarle mi agradecimiento. Ella inicialmente se negó, pero yo insistí tanto que luego no tuvo opción.

Alejandra es una mujer hermosa, aunque se le escapa esa posibilidad de ser un estandarte de la belleza femenina por su notoria tendencia a la obesidad. No es que sea una gorda desproporcionada, pero es posible que un día, más temprano que tarde, lo termine siendo.

Claro que para el momento en que la vida nos permitió juntarnos, Alejandra no había llegado a esa sobredimensionada apariencia, apenas ostentaba un par de kilos de más, lograba aquella contextura de mujer gruesa, y a mí eso me enloquecía; esos excesos de carne blanca y temblorosa que la hacían lucir más mujer y menos niña.

Alejandra tendría para ese entonces unos 25 años, que por su ya mencionada tendencia a la obesidad y por su forma de maquillarse, parecían ser más.

A mí me encantaban esas piernas gruesas, que lucían ajustadas casi que bajo cualquier pantalón. Pero lo que más me fascinaba de ella era su generoso trasero. Era un auténtico culazo: ancho, gordo, carnoso, redondo, blando, frágil, tembloroso. Es más, fue al recordar su culo que decidí llamarla.

Claro que su atractivo no se limitaba a un culo con personalidad, Alejandra también destacaba por aquellas caderas macizas, que igualmente lucían llamativas bajo aquellos pantalones ajustados. Sus senos eran más bien pequeños, sinceramente no muy notorios. Contrario a su rostro, que era muy bello. De tez blanca y apariencia delicada, de cachetes rellenos, de labios rosas, relativamente grandes y carnosos, de hermosos ojos verdes, con aquella sonrisa tan perfectamente delineada, y con aquel cabello oscuro, ondulado, que contrastaba con lo blanco de su piel.



Acceder a sus placeres no fue mayor proeza, pues bastó con aquella salida para que termináramos copulando por primera vez. Alejandra era tan obsesa con su trabajo que casi siempre se negaba a socializar y tener auténticos espacios de dispersión. Igualmente era una chica de poca fortuna en el amor, por lo que unos cuantos cumplidos y una buena cantidad de copas bastaron para que me permitiera disfrutar de sus delicias.

Esa noche, viéndola tan ebria, no sentí remordimiento alguno por fornicarla como a una vulgar puta. Me la llevé para el Temptation y la follé como seguramente no la habían follado jamás en su vida.

Pero luego me di cuenta que aquella relación tan brutal no había sido producto de los efectos del alcohol. Con o sin licor corriendo por sus venas, Alejandra era una adicta al sexo duro. Eso fue lo que inicialmente me hizo obsesionarme con ella, pues nunca había reparo alguno por un polvo echado con excesos de brusquedad. Me daba el gusto de agarrarla del pelo y dominarla por completo, le azotaba sus inmensas nalgas y le pellizcaba y le jalonaba sus pequeñas tetitas, y ella siempre pedía más. Llegué incluso a abofetearla, y ella pedía más.

Es más, íbamos apenas en nuestra tercera salida y por consiguiente en nuestra tercera fornicación, cuando me di el gusto y el atrevimiento de meterle un dedo en el ojete, y ella me lo permitió. Pero eso terminó siendo un error, pues una vez que ella me entregó su ano, se sintió en confianza para tratarme como su pareja. Yo no habría tenido problema con ello, pero resultó ser una mujer intensa y controladora, por lo que no solo tuve que desestimar aquello de seguir saliendo con ella, sino que también tuve que cambiar de línea telefónica.

Tras este largo itinerario de placeres y fluidos terminé por comprobar que no había superado aún la ausencia de Luciana.

Capítulo XXI: Un baile de Luciana

Era inevitable e irreparable. Esa sensación de oquedad, de orfandad, esa congoja que me generaba su ausencia era algo hasta ahora imposible de asimilar para mí. No me interesaba encontrar el amor de cualquiera, solo me valía el de Luciana...




La Profe Luciana (Capítulo XXI)

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