domingo, 10 de enero de 2021

Amor fraternal

 


Por: Luis C./Columnista invitado

Pues mi relato inicio ya hace varios años. Mi hermana tenía en ese entonces 16 años y yo 19. Ella era delgada y bella. Un día ella y mi otra hermana, la más pequeña, estaban jugando a las escondidas, y ella se metió a mi cuarto a esconderse. Yo no me di cuenta, entré a mi cuarto, me desnudé para bañarme y ella me vio.
Yo me metí al baño y ella, al parecer, quedó inquieta pues luego de que salí del baño, me fui a mi cuarto y me acosté, ella volvió a entrar a mi cuarto y se me sentó encima, con las piernas abierta, diciéndome que jugara con ella.
Yo sentí su panochita tierna y rica encima sobre mi pene. No le hice caso, me alisté y salí. Esa misma noche sentado, viendo la tele, ella se tendió en el piso y posó para mí.
Cuando ya todos se acostaron, ella llegó a mi cuarto y me dijo que le gustó lo que sintió cuando se me subió encima, decía querer volverlo a sentir. A mí me dio temor porque ella era más chava que yo, posiblemente virgen, hasta ahí no lo sabía. Le dije que no estaba bien lo que hacía, que ella estaba algo confundida.
Pasaron los días, hasta la mañana del sábado siguiente. Ella estaba lavando trastes y mi mamá y mi abuela junto con mi hermana menor salieron. Ella me dijo que lo quería sentir nada más. Se quitó el short que tenía puesto y se sentó en mi pene, así encimita, se sentía súper rico. Ella se meneaba gustosamente hasta que la quité de encima y le dije que no podíamos seguir, que estaba rico pero que no debíamos hacerlo.
La semana siguiente siguieron sus insinuaciones, sus roces supuestamente involuntarios. Yo huía a mi cuarto con el pretexto de querer dormir, pero allá llegaba ella para seguir provocándome.
Lo terminamos haciendo algunas veces. Al cumplir la mayoría de edad ella se fue con un chavo del barrio, dejó la casa y nuestros encuentros clandestinos. Yo duré como tres años sin visitarla, sufriendo al saber que su sentir ya no era mío. Pero esa desilusión se fue desvaneciendo con el tiempo. Actualmente la visito y nos ponemos cachondos a pesar de que ella tiene ya dos hijos y está casada.


Diario de una puritana (Capítulo X)

 Diario de una puritana


Capítulo X: Los juegos de la líbido


Hasta aquí había logrado un avance notable con Mafe. Poco y nada sobrevivía de esa chica reservada, llena de complejos, baja de autoestima y amor propio. Ahora era mucho más segura de sí misma, y una sonrisa permanente en su rostro era señal de su renovada felicidad.

Pero algo de esa “moralidad” impuesta e inducida sobrevivía en ella. No faltaban las ocasiones en que ella se reprochaba a si misma el incurrir en conductas inmorales o impuras. No faltó tampoco la ocasión en que lo hizo hacia mí, incluso llegando a proponerme asistir a un retiro espiritual que nos llevara a la reflexión y al cambio.

Evidentemente no estuve de acuerdo, no solo porque en mi condición de acérrimo ateo veía esta actividad como una estafa, sino porque realmente la encontraba poco provechosa. Mi deseo hacia ella no iba a disminuir porque un grupo de párrocos me dijera que así tenía que ser, y viendo lo enganchada que estaba ella hacia mí, me parecía que tampoco lo lograrían con ella.

De todas formas no me dejaba de parecer absurdo que luego de tanto tiempo juntos, del trabajo constante de mi parte para despojarla de ese discurso de arrepentimiento y sumisión, existieran aún rezagos de esa mentalidad que la había llevado a ser una reprimida durante casi toda su vida.

Debo confesar que verla de nuevo en ese plan de culpa y arrepentimiento, me produjo rabia e impotencia, pues no concebía que luego de tanta felicidad a partir de la liberación, persistieran en ella estos deseos de someterse a convencionalismos tan obsoletos.

Pero esa rabia se convirtió en oportunidad, pues si mi bella Mafe se sentía culpable y pecaminosa, iba ser yo quien la liberara de sus tormentos, iba ser yo quien le dictaría su castigo; claro que muy a mi manera.

Quería hacer de esta situación toda una fantasía hecha realidad. Conseguí un traje eclesiástico, y lo tuve guardado hasta la siguiente ocasión en que Mafe viviera una de esas crisis de culpabilidad.


El esperado día llegó. Fue así entonces que la encontré un día rezando, arrodillada, con la cabeza gacha, sus manos juntas y su torso ligeramente encorvado.

Corrí a ponerme mi atuendo de sacerdote informal para sorprenderla y luego dar rienda suelta a mis fantasías. Me acerqué a ella, la tomé del mentón y levanté su rostro.

- ¿Qué te atormenta hija?
- No juegues con esto
- No te lo tomes a mal, es para evitarte ir al confesonario
- Pero tú no eres párroco
- No lo soy, pero de algo puede que sirva esto en tu inconsciente para aliviar esos cargos de consciencia
- Pero tú ya sabes qué es lo que me atormenta
- No importa, lo que quiero es que lo exteriorices para que dejes de sentirte culpable…adelante hija
- Bueno, padre, lo que ocurre es que mantengo relaciones con mi novio y no estamos casados, no contamos con la bendición de dios, pero además incurrimos en varias conductas impuras
- ¿Como cuáles hija?
- Tenemos sexo durante mi periodo, nos masturbamos mutuamente, nos damos sexo oral
- Hija, eso no es del todo grave, aunque de todas formas debo darte una penitencia. Date vuelta y reza diez ave María y un padre nuestro
- ¡Qué leve!
- Ni tanto…

Una vez que Mafe se dio vuelta, le di una palmada en su trasero. Ella no se lo esperaba, me lo confirmó al girar su cara y mirarme con cierto desagrado y sorpresa.

- ¿Qué haces? Me lastimaste
- Es parte de tu penitencia

Escucharla decir que le había lastimado me generó cierto cargo de conciencia, pero entendí que no había sido algo realmente grave, pues de haber sido así se habría puesto en pie y se habría retirado.

Empecé a sobar sus nalgas, como tratando de redimirme por el daño causado y a la vez para sentirlas una vez más entre mis manos. Ese día Mafe llevaba puesta su pijama, lo que facilitó la sensación de mis manos sobre sus carnes, dado el poco grosor de la tela. A la vez que sobaba su culo, empecé a besarla por el cuello, sabiendo que no había forma de fallar con eso.

Era extraña la escena, Mafe en Pijama y yo vestido de cura, afortunadamente nadie nos estaba viendo.

Mafe se olvidó rápidamente de sus culpas, de sus tormentos por sus conductas pecaminosas, estaba claro que una buena cantidad de besos por su cuello eran suficientes para hacerla cambiar de actitud. Claro que esto era algo que me generaba cierto temor, pues era tan contundente el hecho de besarla por el cuello, que cualquiera que lo hiciera iba a conseguir calentarla.

Luego empezamos a besarnos, y mientras eso ocurría, metí mano en su entrepierna. Concretamente empecé a frotar la cara interna de sus muslos, buscando aproximarme a su apetecible coño.

Su pijama constaba de un pantaloncito corto y una blusa, atuendo que la hacía lucir completamente deseable, y que a la vez otorgaba grandes facilidades a la hora de despojarla del mismo.

Mientras nos besábamos fui abriendo su blusa para liberar sus hermosos y delicados senos. Empecé a acariciarlos suavemente con mis dedos índice, como dibujando un círculo alrededor de su pezón.

- ¿Habías imaginado alguna vez a un cura acariciando tus pechos?
- No lo dañes, no me pongas a pensar en lo pecaminoso de lo que estamos haciendo porque se me corta el rollo…

Mafe tenía razón, así que la besé como para cerrar el capítulo de mi torpeza al preguntarle semejante tontería.

Mis manos se posaron en sus nalgas para amasarlas, para apretujarlas, para sentirlas en todo su esplendor. Todavía llevaba puesto el pantaloncito de su pijama, pero este era lo suficientemente delgado como para permitirme apreciar su culo en su verdadera dimensión.

Cuando le saqué el pantaloncito, noté sus nalgas ciertamente coloradas, aunque no necesariamente por la contundencia de mi golpe, sino porque su piel era tan pálida que, al más mínimo contacto, tomaba ese color rojizo. De todas formas me sentía culpable por la agresión, así que decidí compensarla con una buena sesión de sexo oral.

Lo del atuendo del sacerdote pudo haber sido una mala idea en ese momento en que Mafe pudo haberse sentido ofendida, pero al final no hubo arrepentimiento alguno de mi parte, es más, la terminé considerando una idea genial, pues me había avivado el morbo, había sido como una experiencia voyeur, pues a pesar de ser yo quien protagonizaba la situación, en mi mente la vivía como un tercero, como un observador que veía a Mafe disfrutando con un cura. “La muy puta no se corta a pesar de que sea un sacerdote el que le come el coño”, pensaba para mis adentros.

El juego del cura fornicador se nos fue volviendo cada vez más habitual, a pesar de que Mafe siempre expresaba un cierto malestar moral por ello. Para mí era raro el hecho de ser joven, no estar casado y estar recurriendo a juegos que usualmente utilizan las parejas para reavivar la llama de la pasión. Lo nuestro era algo diferente, pues yo deseaba a Mafe independientemente de la forma como vistiéramos, era más un capricho insano por ultrajar su fe.

Y entre juego y juego, fuimos avanzando y adentrándonos cada vez más en caminos más pecaminosos. El juego del “cura fornicador” fue adquiriendo mayores dosis de perversión. Las penitencias fueron variando, aunque siempre apuntando a terminar en coitos desenfrenados.

Claro que la fantasía del cura fornicador fue apenas un juego de críos al lado de lo que se me ocurriría después. Fue una época en la que realmente estuve muy desquiciado.

Sinceramente fue un juego apto para jugarse una sola vez. No se trató de una fantasía apta de repetición, pues haberlo hecho habría terminado en un fetiche de dominación.

Recuerdo a la perfección ese sábado. En la noche del viernes Mafe y yo salimos, primeros fuimos a cenar a unos de estos restaurantes de comida creativa, y rematamos la noche en un rumbeadero. Bailamos y bebimos hasta las dos o tres de la mañana. Vencidos por el cansancio y el efecto del licor, partimos a casa para descansar.

El sábado desperté muy temprano, aunque sin los devastadores síntomas de la resaca, apenas un ligero dolor de cabeza y nada más. Eran aproximadamente las seis de la mañana, y a pesar de tener vía libre para continuar durmiendo por el resto del día, no pude conciliar el sueño.

Luego de media hora tratando de volver a dormir, me rendí y decidí levantarme, prepararme un café y aprovechar el tiempo. La verdad no tenía nada en mente para pasar el rato, pero una vez que me puse en pie y miré a Mafe dormida, empecé a proyectar lo que haría.

Verla allí acostada, vistiendo apenas unas braguitas y una camiseta corta, sin nada debajo, fue suficiente motivo de inspiración. Planear lo que iba a hacer no me tomó mayor tiempo, de hecho, pude hacerlo en unos cinco o diez minutos, mientras preparaba mi café. Estaba lúcido para maquinar mi siguiente perversión, que valga aclarar, no se me había ocurrido antes.

Entre mi equipamiento para ejercitarme busqué lazos y bandas elásticas, pues eran los únicos implementos que iba a necesitar para ejecutar mi plan. Una vez los encontré, volví al cuarto y en medio del sigilo empecé a amarrar a Mafe. Ella estaba profunda, pero preferí ser silencioso porque haberla despertado habría echado a perder mi plan.

La até a la cama con los brazos extendidos horizontalmente. Con una de las bandas elásticas até sus piernas, una con la otra. Mafe había quedado en la clásica posición de Cristo en la cruz. Ahora solo tenía que esperar a que ella despertara. Estaba ansioso por la llegada de ese momento. No quería precipitar las cosas, quería que ella despertara por sí misma y se sorprendiera al verse inmovilizada y en dicha posición. Acerqué una silla, tomé entre mis manos esa maravillosa obra titulada Trópico de cáncer, y me senté a leer y a esperar por el ansiado momento.

Mafé despertó sobre las nueve de la mañana aproximadamente, evidenciando algo de malestar en su rostro por la excesiva ingesta de licor la noche anterior. Claro que eso pasó a un segundo plano una vez que se vio allí, inmovilizada sobre la cama.

- ¿Y esto, a qué se debe?
- Es tu nuevo castigo
- ¿Y por qué se supone que estoy castigada?
- Por entregarte a los placeres mundanos. Tus manos están inmovilizadas para que no puedas volver a agarrar una botella de licor entre ellas, y tus piernas juntas para que no puedas entregarte a los placeres de la carne. Has sido crucificada para redimirte por tus pecados
- No juegues con esto
- No estás en posición de darme lecciones de moralidad, no por lo menos después de la forma como te has comportado…

En ese momento me puse en pie, me acerqué a ella y empecé a acariciar suavemente sus piernas. Ella insistía en que dejara de jugar con eso, “de verdad, me estoy enojando”, dijo ella mientras mis manos seguían paseándose lentamente por su cuerpo semidesnudo.

Su enojo iba a ser muy efímero, pues fue cuestión de segundos, quizá un par de minutos, para que el discurso de molestia quedara guardado en sus adentros. Ya sabía yo que despertar el apetito sexual de Mafe era suficiente para apaciguar esa faceta pudorosa.

Subí ligeramente su camisa, sin llegar a descubrir sus senos, y empecé a deslizar lentamente mis uñas por su torso. Rápidamente su delicada piel se fue tornando rojiza, fueron quedando los rastros de mis uñas al pasar.

Mafe guardó silencio y me dejó continuar sin oponer resistencia alguna. Realmente no era mucho lo que podía hacer, aunque pudo haberlo hecho de palabra, pero no fue así.

Posé mi lengua en la parte más baja de su esternón y empecé a deslizarla hacia abajo, aunque antes de llegar a su zona íntima me detuve. No quería precipitarme, quería dedicar el tiempo necesario a este juego, quería que fuera una experiencia digna de recordación, tanto para ella como para mí.

Acaricié su abdomen, sus piernas y su rostro. Me encantaba tomarla de la mejilla con ternura, peinarla delicadamente con mis dedos, y contemplarla a la vez que la imaginaba entregada a la concupiscencia.

Mafe me miraba fijamente mientras le acariciaba, clavaba su mirada en la mía, como tratando de leer lo que pensaba. “¿Qué es lo que más te gusta de mí?”, preguntó Mafe rompiendo el hasta entonces extendido silencio.

Antes de empezar a responder, posé una de mis manos sobre su vagina, que aún estaba resguardada por sus braguitas. Puse la palma de mi mano sobre su vulva, y comencé a frotarla lentamente.

- Tu alma Mafe, tu esencia es lo que más me gusta de ti. Tu forma de ser me da tranquilidad, me transmite paz. Tu capacidad para comprender a los demás, tu habilidad para siempre empatizar. Tu destreza para imponerte ante la adversidad, tus aptitudes para lograr convencimiento sobre otros. No solo me gustas por eso, sino que te admiro. Pero especialmente me gusta que has sido capaz de reinventarte, de dejar a un lado creencias, ideologías y demás, para aceptarme, y para aceptar nuevas formas de ver y apreciar la vida.
- ¿Y de mi cuerpo que es lo que más te gusta?
- Podríamos pasar el día entero y no acabo Mafe. Me gustas toda, de pies a cabeza. Me encanta tu cabello, cuando lo luces cepillado y arreglado, como cuando lo llevas desordenado y salvaje, como ahora. Tus hombros al desnudo, resaltados por un vestido escotado, también me enloquecen. Tu rostro de facciones finas y gestos elegantes. De hecho, tu rostro es precioso incluso a primera hora de la mañana cuando lo lavas y lo veo sin el engañoso maquillaje. Tus manos suaves, delicadas y pequeñas me parecen muy lindas, me evocan ternura. Igual que tus pechos, que poco se desarrollaron, pero que lo hicieron lo suficiente para satisfacer gustos como el mío. Tus nalgas, a pesar de no tener la curvatura ideal, son carnosas, blanquitas y temblorosas, ideales para desatar mi locura. Aunque apelando a la sinceridad, he de decir que el rasgo físico que más me gusta de ti son tus piernas. Siempre fueron motivo de deseo para mí: largas, macizas, bien contorneadas, tersas; diría que son un peligro para el orden público
- ¿Sabes?...Jamás me habían dicho algo así. Nunca pensé que pudiera provocar eso en alguien. Me ha calentado escucharte decir todo eso sobre mí.
- Lo noto…

Hasta ahí no había dejado de acariciar su concha por sobre su ropa interior. Podía sentir la forma como el calor en esa zona empezaba a surgir, pero no quería precipitarme. Me gustaba esto de hablar y elogiar a Mafe a la vez que la consentía.

- ¿Crees que soy buena en la cama?
- Obvio, sino no estaba contigo
- Puede que lo hagas porque no tienes más a la mano
- Para nada Mafe. He fantaseado contigo desde que te conocí, y no dejé de hacerlo ni siquiera cuando pude tenerte. Al comienzo eras un poco frígida, pero te soltaste rápidamente. También creo que había algo de torpeza o descoordinación entre nosotros, pero nos fuimos entendiendo rápidamente.
- Bueno, el sentimiento es mutuo. A mí me has revelado todo un mundo. No tuve la oportunidad de probar con mucha más gente, pero hoy creo que no me hace falta
- ¿Qué es lo que más te gusta del sexo conmigo?
- Me encanta que piensas constantemente en complacerme. Me encanta como me masturbas y adoro tu sexo oral
- Bueno, pues así las cosas voy a concederte la liberación de tus piernas para proceder a consentir tu vagina como tanto te gusta.

Desaté las piernas de Mafe, de modo que ahora era posible que las separara. Bajé su braguita, y empecé a acariciar su vagina con la palma de mi mano. Inicialmente sin intromisión alguna de mis dedos, sencillamente con el frote superficial de mi mano por sobre su vulva.

Para ese momento su coño estaba ardiendo y ligeramente húmedo. Pero aún hacía falta estimularlo de verdad. Era hora de poner mi lengua en acción, pues no iba a descansar hasta dejar sus piernas temblorosas.

Sus muslos se abrieron complacientes, y mis labios chuparon esa pulpa encarnada, ese fruto que destilaba ese licor exquisito del cual solo yo había bebido.

Su clítoris saliente, creciente y notorio, y el enrojecimiento de su vagina eran señales adicionales de estar logrando mi cometido. También lo eran sus gemidos, que para ese momento eran más resuellos que otra cosa.

Su vagina se encharcó, y su cuerpo se contorsionaba en la medida que las ataduras se lo permitían, lo que fue una clara señal de que era hora de la penetración.

Jugué un rato con mi pene sobre su vagina, paseándolo, frotándolo y golpeándolo sobre esta. Ella guardaba silencio, pero con su mirada me pedía ser penetrada de inmediato. Pero yo quería disfrutar del momento, quería hacer de su ansiedad un arma a mi favor. Junté sus piernas y metí mi pene entre ellas, como simulando la penetración que haría minutos después.

Antes de introducir mi miembro por primera vez, volví a besarla, como tratando de causarle una distracción para el momento en que nuestros genitales se unieran.

Mi pene entró con gran facilidad, se deslizó hasta el fondo en cuestión de centésimas de segundo. El entorno de humedad facilitó ese momento, era como tirarse por un tobogán.

Mafe seguía con sus manos atadas, por lo que no podía utilizarlas para acompañar su expresión durante el coito. Tenía apenas sus ojos para manifestarme su sentir, su boca para expresar sus pedidos, y sus piernas para emular los abrazos que sus brazos no podían dar.

Su respiración se fue agitando rápidamente, también se hizo más constante ese ademán de pasar saliva y especialmente el de morderse los labios.

Mis movimientos eran relativamente lentos, aunque por la humedad de su vagina tendían a hacerse más rápidos, no porque yo quisiera, sino porque era tanto el deslizamiento que era complejo lograr un ritmo lento y pausado.

Se hizo presente ese sonido tan diciente de los cuerpos al chocar, acompañado por nuestros gemidos, siendo Mafe la encargada de producir las altas tonalidades.

Mafe fue abriendo y levantando cada vez más sus piernas, facilitando así una profunda penetración. Yo incrementé el ritmo, como si realmente buscara castigarla, aunque mucha expresión de sufrimiento no había en el bello rostro de Mafe.

Ella pidió para que le desatara las manos, pero para ese momento yo estaba obsesionado por follarla, era esclavo de mis instintos más básicos, así que no podía procesar el pedido de Mafe, y mucho menos concebir interrumpir el coito para desatarla.

De repente desaceleré por completo el ritmo de mis empellones. Hice una pausa para acomodarme y para agarrarla del cuello con una de mis manos, como tratando de asfixiarle. Mis movimientos pasaron a ser lentos, pero contundentes, como tratando de dejar el alma en cada uno de los empujones. Mafe apenas sonreía.

La había sometido tanto como había querido, era hora de desatarla y entregarle la iniciativa. Una vez que le liberé, nos arrodillamos sobre la cama y nos fundimos en un apasionado beso que acompañamos rodeándonos mutuamente con los brazos.

Luego Mafe me empujó, me tumbó sobre el colchón, se sentó sobre mí y empezó una intensa cabalgata. Esta versión de Mafe, que llevaba ya una buena cantidad de meses ejercitándose, no sintió el cansancio por fornicar en esa posición, podía aguantar tanto como quisiera, por lo que aún nos quedaba un buen rato para seguir entregándonos a nuestras pasiones.

Estando sobre mí, Mafe me cacheteó, sonrió luego de hacerlo, yo no pronuncié palabra y continué agarrándola del culo mientras me cabalgaba. Pasados unos segundos volvió a hacerlo, ahora con su otra mano y ejerciendo su castigo sobre mi otra mejilla. No tenía reparo alguno en que sus golpes fueran fuertes, de seguro mi cara estaba colorada después del par de bofetadas.

Eso realmente la excitaba, su vagina lo expresaba, pues el aumento de su humedad luego del par de cachetadas fue evidente. Sus sentones también fueron aumentando en intensidad, parecía como si quisiese aplastar mi pelvis. Y si bien el cansancio no la venció, la llegada al orgasmo si lo hizo, pues fue ahí cuando derrumbó su cuerpo sobre el mío para sumergirse en un intenso beso.

Podía sentir los fuertes y rápidos latidos de su corazón al juntar su pecho con el mío, podía sentir sus piernas espasmódicas del cansancio y del esfuerzo, y podía sentir que a pesar de su orgasmo, esto todavía no había terminado.

Mientras nos besábamos, giramos nuestros cuerpos, quedando ella nuevamente debajo de mí. La penetración fue lenta, por lo menos mientras nos mantuvimos besándonos, pero luego volví a incrementar el ritmo. Ella me agarraba fuertemente del culo, como buscando que la penetración fuera cada vez más profunda.

Separé mis labios de los suyos para posarlos en su cuello. Sus gemidos se transformaron en susurros en los que Mafe decía solo dos cosas: “¡Qué rico!” y “¡duro, duro!”.

Hice caso a su pedido, separé mi cara de su cuello, me alejé un poco de su cuerpo apoyándome en mis brazos, como quien va hacer una flexión, y empecé a penetrarla duro, incrementando poco a poco la velocidad de mis movimientos. Mafe empezó a darme cortos y tiernos besos en los pectorales, aunque luego empezó a morderme.

Sin embargo, fue cuando rasguñó mi espalda que causó mi estallido, una vez más al interior de su coño, como tanto le gustaba.

Estaba agotado pero satisfecho, las piernas de mi bella Mafe habían quedado convulsas, tal y como me lo había propuesto. Nuestros cuerpos estaban empapados en sudor, y el ambiente de la habitación estaba saturado de ese intenso olor a sexo. Había sido un coito intenso y plenamente satisfactorio para los dos, pero iba a ser la última vez que íbamos a incurrir en esta fantasía, básicamente porque estaba cumplida.

El resto del día lo pasamos en la cama, compartiendo como pareja y descansando no solo de la intensa jornada de sexo, sino de los efectos de la resaca que aún quedaban en nosotros, que fueron disipados durante el coito por efecto del alto estado de excitación, pero que se hicieron presentes nuevamente una vez que liberamos oxitocina y dopamina.

Capítulo XI: En búsqueda del 'santo grial'

Mafe era una mujer verdaderamente espectacular, maravillosa, pero sinceramente yo pensaba que nuestra relación no tenía futuro, estaba condenada a morir. Le admiraba mucho, era complaciente con ella, cariñoso y bastante entregado, pero no estaba seguro de quererla auténticamente...




Diario de una puritana (Capítulo IX)

 Diario de una puritana


Capítulo IX: Quedando inmundo


Algo más de 500 años han pasado desde el fin de la Edad Media, precioso periodo para el afianzamiento de los ideales de la Iglesia, época de represión y castigo ante cualquier pensamiento libidinoso, pero a la vez de excesiva perversión ante tanta prohibición.

Se dice que en la Edad Media se creía que una de las causas para la ulceración del pene era acostarse con una mujer que tenía el “útero sucio”, corroído por el veneno, veneno que hoy conocemos como la regla o el periodo.

Debo reconocer que en esta etapa de mi vida y de nuestra relación, tuve un enrome interés por aprender un poco más de las costumbres, las tradiciones y la vida en general durante la Edad Media. Básicamente por haber sido el periodo de afianzamiento de los patrones de comportamiento aceptados por la Iglesia, que perduran en cierta medida hasta nuestros días, y que rigen el actuar y el día a día de personas como mi amada Mafe.

Quería entender el porqué de sus creencias, para luego fantasear con llevarlas al extremo opuesto. Quería sentirme como cualquier de los blasfemos o impúdicos de ese periodo oscurantista.

Aunque no me aportaba nada verdaderamente valioso, dediqué muchas horas a la lectura y a la investigación de la Edad Media, especialmente a conocer sobre la tradición católica y las prácticas sexuales de aquella época.

Fue así que empecé a adquirir gusto por prácticas, cosas o rituales que antes difícilmente habría imaginado. Desde cosas tan simples como follar en cuatro, considerado como una gran ofensa antinatura por la Iglesia de esos tiempos, hasta los juegos de dominación y perversión más osados.

Claro que Mafe no era una obsesa de las creencias católicas de ese entonces, de hecho no creo que las conociera, no creo que supiera que el sexo oral estaba mal visto por ser un acto lejano a los fines reproductivos y puramente ligado al placer, tampoco creo que estuviera muy de acuerdo con aquello de satanizar la masturbación, con eso de considerarla uno de los más grave pecados, siendo que para el momento en que nos conocimos, ella la practicaba bastante por su cuenta, y ahora mucho más con mi ayuda.

Y mucho menos creo que Mafe supiera que en esa época, y quizá en la actual, no lo sé, la Iglesia condenaba las relaciones sexuales que se practicaban en posiciones diferente al misionero. A mí, por ese entonces me encantaba hacerlo de pie, preferiblemente de frente, viéndola a la cara, apreciando sus gestos de placer; frente a frente para poder morder sus labios y atraparlos entre mis dientes, o sencillamente para alternar besos entre su cuello y sus pechos.

Se dice que en la Edad Media la gente iba a las iglesias para fornicar, no por ser un lugar que evocara el erotismo o el deseo, sino más bien porque permanecían vacías la mayor parte del tiempo, lo que las hacía un lugar ideal para el coito por la discreción que brindaban. En nuestros tiempos es un poco más complejo pues están vigiladas y el tránsito de gente es mayor, aunque eso depende también del templo y la urbe en que esté ubicado.

En todo caso supe imposible eso de mantener relaciones en una iglesia, pero no fue impedimento para disfrutar de nuestra sexualidad. Decidí acompañar a Mafe a misa todos los domingos, pero no porque estuviese interesado en la eucaristía ni el sermón del cura, sino porque era una hora que le dedicaba al manoseo público de mi bella novia.

No importaba la prenda que recubriera sus piernas, mis manos iban a parar en su entrepierna cada domingo. La primera vez que lo hice, ella se molestó y reprochó mi actuar al momento de salir del templo, pero yo hice caso omiso a sus regaños y advertencias, pues estaba obsesionado con dar rienda suelta a mis perversiones, y una de ellas era excitar a Mafe en medio de una misa.

Lo logré en más de una ocasión, y sin sonrojo o arrepentimiento alguno digo hoy que valió la pena.

En mi cabeza predominó la idea de que era como ganar una guerra, en la que mis dedos equivalían a las tropas, que iban avanzando camino a invadir la trinchera del enemigo, que era la vagina de Mafe. Ella oponía resistencia apretando sus piernas, juntando la una con la otra para evitar la avanzada de mi mano, pero era una batalla que no estaba lista para ganar, pues no había ejército capaz de detener la avanzada de mi mano por sus piernas.


Me generaba mucho morbo el hecho de saber que Mafe consideraba excesivamente pecaminosa esta situación, me generaba mucha excitación el poder ser observado por cualquiera de las viejas pellejas que suelen ocupar los banquillos de las iglesias los domingos; verlas escandalizadas solo hacía que mi obsesión creciera.

Claro que yo recompensaba a Mafe por esto. La recompensaba entregándole la posición de poder y dominio durante la mayoría de nuestros coitos. Aunque esto era beneficioso para ambos, pues mientras Mafe daba rienda suelta a sus perversiones, yo me desbordaba de placer al verla libidinosa, al verla impúdica y viciosa.

Pero había una perversión que me dominaba por encima de cualquier otra: fornicar cuando Mafe tenía el periodo. Al comienzo ella se mostraba reacia a que eso ocurriera, era como si sintiera vergüenza por poder mancharme durante la cópula, o por el olor que pudiese emanar de su zona íntima, por el sencillo malestar que le causaba estar con la regla, o quizá porque conocía la palabra de dios frente al tema y prefería contenerse.

“También todo aquello sobre lo que ella se acueste durante su impureza menstrual quedará inmundo, y todo aquello sobre lo que ella se siente quedará inmundo”, estipula Levítico 15:19-23.

Pero a mí todo eso me enloquecía, el hecho de ver mi pene recubierto de ese néctar que define su feminidad, ese mismo que en la Edad Media consideraron como un veneno corrosivo para el miembro viril del hombre.

Y con el tiempo ella fue disfrutando también de los polvos durante esos días, decía que eso le causaba cierto alivio a los fuertes cólicos menstruales que la acompañaban durante su periodo.

Así que se nos volvieron habituales esos encuentros sexuales pasados por sangre. Era como una costumbre, como una tradición que, creo, los dos esperábamos con ansiedad. Especialmente yo, pues desarrolle una fuerte perversión con penetrarla mientras menstruaba.

Eran coitos verdaderamente memorables. Lamentablemente no contaban con la tradicional sesión de sexo oral que solía darle a Mafe. Me limitaba a tocarla y a masturbarla, pero sin la ayuda de mi lengua. Eran también ocasiones en que se invertía la situación, la que brindaba sexo oral era ella. Yo no deliraba por sus mamadas, pero sentir ocasionalmente sus labios deslizarse sobre mi falo no tenía pierde alguno.

Claro que lo mejor era el momento de la penetración, pues su sangre actuaba como un lubricante de primer nivel. Esta no tardaba mucho en aparecer, en mezclarse con sus otros fluidos y en recubrir mi pene mientras se deslizaba por su hirviente coño. No sé cuál era mi fascinación con esto, pero era evidente que existía; enloquecía totalmente en ese momento en que veía mi pene salir bañado en su sangre, sabiendo que volviera a enterrarse en su humanidad para repetir el ritual una y otra vez, hasta el orgasmo.

Durante sus días Mafe era poseída por el espíritu de la lujuria, su apetito sexual se acrecentaba, y las ganas de cumplir fantasías eran moneda corriente. Esos polvos, además de estar bañados en sangre, se caracterizaron también por el desate de mi bella Mafe para dar rienda suelta a sus fantasías. Pare ese entonces ya había ampliado su repertorio de deseos. Golpear y ser violada ya no era lo único que ansiaba, ahora Mafe se le medía a cumplir fantasías como follar en el balcón, aunque en horas de la noche para no llamar tanto la atención; salpicar mi torso con su sangre, o simplemente dominarme con un alto grado de agresividad durante el coito, palabras soeces incluidas.

Es difícil describirla, pero en Mafe podía convivir esa chica de personalidad tímida y sumisa, a la vez que podía convertirse en una depravada de tiempo completo. A mí me encantaba que fuese así, que pudieran confluir rasgos de personalidad tan opuestos sin que se perdiese la esencia de su ser.

Capítulo X: Los juegos de la líbido

Hasta aquí había logrado un avance notable con Mafe. Poco y nada sobrevivía de esa chica reservada, llena de complejos, baja de autoestima y amor propio. Ahora era mucho más segura de sí misma, y una sonrisa permanente en su rostro era señal de su renovada felicidad...



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