La profe Luciana
Capítulo XVI: ¡Luces, cámara, fruición!
Eso
de pegarle una buena culeada en la academia antes de la clase, fue una delicatesen.
Pero mi depravación hacia Luciana no tenía límite. Yo quería más y más de ella.
Ya no me bastaba con pasearla por moteles, o con saberla gustosa de engañar a
su marido, ni con perforar su angosto ojete, ni si quiera con eso de sentir su
goce y sus delirios en un espacio público o en un contexto prohibido. No me
conformaba con ello. Fue entonces cuando le propuse empezar a grabar nuestros
coitos.
Ella
aceptó bajo el condicionamiento de que fueran videos exclusivos para ella y
para mí. Pase lo que pase entre nosotros la condición ha sido que esos videos
nunca salgan de nosotros. Así ha sido y así seguirá siendo, aceptando que este
amor que he sentido por Luciana hace que esa sea una promesa irrompible,
innegociable; y conociendo como conozco a Luciana, sé que de su parte el
sentimiento es igual, que sería incapaz de violar ese pacto.
El
hecho de haber grabado a dos cámaras me convirtió en todo un entusiasta de la
producción y post-producción. Tanto así que una tarde emprendí camino a
Unilago, que es la meca de la piratería de software aquí en Bogotá.
Fui buscando algún programa de edición de video, sin conocer mucho del
tema, y a recomendación de un vendedor terminé adquiriendo Adobe Premiere, de
hecho, toda la suite de Adobe, pues el programa no lo venden individualmente.
Fue
un acierto del vendedor, pues el programa verdaderamente resultó sencillo de
manejar. Claro que editar un video a dos cámaras fue todo un desafío para un
principiante como yo.
A
la dificultad de entender el manejo del programa, se sumó la de contener mis
impulsos al ver las imágenes de aquel delicioso polvo que echamos Luciana y yo
en el Temptation.
Cuando
grabamos el video, cuando le propuse a Luciana dejarme grabar con el celular,
lo hice pensando en tener una pieza de recuerdo para aquellas noches solitarias
en que quisiera rememorar el sentir de sus carnes.
Orgulloso
de mi rápido aprendizaje como editor, le mostré el resultado de tantas horas
dedicadas a producir este pecaminoso video.
El
resultado fue maravilloso. Luciana, mientras veía este registro fílmico, no
pudo evitar empezar a tocarse su zona íntima, a saborearse a cada instante con
lo visto en la pantalla. Tanto así que al término del video se abalanzó sobre
mí para cometer uno más de sus adulterios.
Se
despojó con agresividad de la falda que ese día recubría sus piernas, diría que
se la arrancó, y ahí quedó expuesta la diminuta tanguita que había elegido para
ese día, tanguita que combinaba seductoramente con el top tipo leopardo que
llevaba ese día.
Luciana
estaba empapada, y eso que solo había visto el video. No dio tiempo a quitarse
su pequeña tanga, solo la corrió hacia un lado, me tumbó sobre la cama,
desabrochó mis pantalones, los bajó lo suficiente y se clavó mi miembro, que
obviamente estaba siempre dispuesto a sentirla.
Parecía
como si hubiese estado contenida, como si hubiese tenido que reprimir sus
deseos por largas jornadas; pues no solo me cabalgó, sino que me azotó con sus
caderas, me hizo sentir los brincos de su cuerpo con brutalidad. Mis manos se
aferraban de su portentoso culo, clavaba mis dedos en él, me maravillaba de
sentirlo una vez más entre mis manos.
Y
ella no solo brincaba desaforadamente sobre mí, también gritaba como una
desquiciada. Por ratos reía, pero lo que más hizo fue gemir sin ningún tipo de
comedimiento. Seguramente los vecinos se enteraron de nuestro fogoso
comportamiento, aunque a mí poco me importaba. Yo lo que realmente deseaba era
tenerla así, desatada y licenciosa, sentir su vagina caliente y admirar su
siempre expresivo y provocativo rostro.
Luciana
me dominó de inicio a fin, me cabalgó y desfogó todo tipo de deseo que pudiese
tener reprimido tras una semana de estrés laboral. Era una vaquera de temer,
pues los azotes de sus caderas no eran un juego de niños, eran más bien un
castigo celestial.
Luciana
sucumbió, su torso cayó sobre el mío, y a partir de ese instante me besó, en la
boca y en el cuello. Sus brincos se transformaron en meneos. Sus piernas
empezaron a estremecerse al mismo tiempo que me besaba, por lo que la supe complacida,
por lo menos parcialmente, pues ya sabía bien que esta mujer era prácticamente
insaciable.
Y
viéndola satisfecha, por lo menos en parte, me di la oportunidad de alcanzar mi
propio orgasmo, una vez más al interior de ese vientre encantador.
Pero
mi entusiasmo audiovisual no iba a morir allí, en un delicioso coito sabatino,
nada que ver. Luciana y yo encontramos mucho morbo en aquello de grabarnos, en
eso de vernos fornicar, y fue entonces que desarrollamos ese vicio, esa pasión
por grabar la mayoría de nuestras fornicaciones.
De
ahí en adelante no hubo domingo alguno en que yo dejara de visitar sus
aposentos para el respectivo polvo dominical. Lo mejor de todo es que nos quedó
el registro audiovisual de cada uno de esos coitos.
La
grabé desnuda, tocándose para mí; también mientras le chupeteaba ese suculento
coño; copulando en el estudio, en su lecho matrimonial, y obviamente fornicando
en el santuario dispuesto por su esposo. ¡Qué morbo nos daba ese lugar! ¡Qué
degenere tan delicioso ese de sentirnos puercos provocando a Cristo con
nuestros meneos!
Siempre
disfruté nuestros encuentros carnales al interior de su hogar, y si bien están
grabados casi todos, hay algunos que son fáciles de rememorar sin necesidad de
acudir al archivo fílmico. Por ejemplo, aquella vez que cumplí mi promesa de
hacerla llegar al orgasmo con solo mis dedos y mi boca.
Por
supuesto que ella me orientó, que fue ella la encargada de darme indicaciones
sobre la velocidad del desplazamiento de mis dedos, que fue ella quien me
indicó su predilección por los movimientos horizontales sobre su clítoris.
Fue una sesión de sexo oral y manual que nos encontró en el estudio, sentados sobre un sofá de cuero, que por su buen estado de conservación, asumí como de poca utilización por ella o por los miembros de su familia. Mi cara estuvo enterrada en su entrepierna por largos minutos, en ese cuarto decorado por diplomas, un par de cuadros, un par de lámparas, una pequeña mesa, una biblioteca, y pisos y anaqueles de madera. Toda esa ambientación pasó desapercibida en primera instancia, pues yo solo tenía ojos para esa apetitosa vagina.
Célico fue ese momento en que sus fluidos escaparon incontrolablemente de su ser, no solo recubriendo mi rostro, sino el sillón y parte del suelo. Qué delicia verla sucumbir ante el tanteo de mis dedos y el masaje de mis labios y mi lengua.
Su
dormitorio, ese que compartía a diario con Luis Gabriel, también fue testigo de
nuestras faenas del goce, es más, diría que fue el lugar de su casa en el que
más culeamos. De pie sobre la cama, al borde de esta, en el suelo junto a un
ventanal, en fin, a su habitación sí que le sacamos provecho. Aunque hubo una
ocasión digna de recordación, una mañana dominical que terminó con el
descontrol urofílico de Luciana sobre su propio lecho matrimonial. No sé
exactamente bien que fue lo que hice ese día para provocarle esa reacción, solo
sé que la tenía en cuatro, la penetraba con cierta sutileza, con más cariño que
fogosidad, y de repente estalló.
Luciana
tuvo que cambiar el tendido una vez que finalizó el coito, pues no podía haber
evidencia alguna de su deleite al momento del regreso de su marido a casa.
También
me di el lujo de conocer la amplia gama de juguetes sexuales de Luciana,
juguetes que ella me enseñó a utilizar para complacerla, para hacerla delirar. Todo
eso quedó en mis registros fílmicos. Soy un afortunado.
Capítulo
XVII: Si ves las estrellas brillar, sal, marinero,
a la mar