lunes, 24 de mayo de 2021

La profe Luciana (Capítulo XVII)

 La profe Luciana


Capítulo XVII: Si ves las estrellas brillar, sal marinero a la mar





Como amantes nos debíamos una escapada fuera de Bogotá, un buen paseo para olvidar las tensiones de la ciudad, y para desatar uno de nuestros vendavales del fornicio. Por mí lado no había problema, ya no tenía esposa a la cual darle explicaciones, sencillamente podía viajar si así se me antojaba. Un poco más complejo era el caso de Luciana, pues ella tendría que inventar un viaje de trabajo para justificar la ausencia en su hogar. Según lo que ella decía, a su marido parecía no importarle mucho, aunque yo dudaba que él manifestara un total desinterés por el paradero de su mujer.

Lo cierto es que ella era lo suficientemente hábil para hacerle creer cualquier tipo de embuste, por lo que era un hecho que tendríamos vía libre para hacer nuestro primer viaje de placer.

Yo fui el de la idea, así que le encomendé a Luciana la tarea de conseguir el aval para escapar de su casa, mientras que yo me encargaría de todo lo demás, conseguir tiquetes, hotel, y todo lo que hiciera falta para que el viaje fuera una experiencia inolvidable.

Contábamos apenas con cinco días, por lo que era preferible un destino al interior del país, un viaje no muy largo. Opté entonces por Barú, una península cercana a Cartagena; un destino un poco más costoso, pero más reservado.

Nos quedamos en el Hotel Aura, cuyo gran encanto puede ser su ambientación, pues hacia donde sea que quiera que veas, hay árboles. Es un entorno realmente tranquilo y relajante.

La primera noche allí dimos un paseo por la playa, y al volver a la habitación Luciana me deleitó con uno de sus bailes. Sin embargo, esto no desencadenó en un coito.

Debo aceptar que me costó contenerme, pues verla sacudir sus carnes al ritmo de la música era uno de mis grandes deleites. Pero era una ocasión especial, no ameritaba recurrir a algo rutinario para hacer de este viaje algo inolvidable.

Además que Luciana ya tenía calculado todo, tenía previsto el momento exacto de exprimir mi esperma con sus ricos meneos.

Aproximadamente a las tres de la mañana me despertó. Estaba desnuda, lo que me motivó a dejar de lado mi estado somnoliento rápidamente, ponerme en pie y escuchar lo que tenía planeado. “Vamos a hacerlo a la piscina, que a esta hora no hay nadie”. Yo acepté sin cuestionar absolutamente nada, a mí también se me antojaba, y mucho más todavía al haberme ido a dormir sin haberla penetrado luego de observar su provocativo baile.

Ella se atrevió a permanecer todo el tiempo desnuda, desde el mismo instante en que salimos de la habitación hasta que volvimos. Yo fui un poco más cauto, y solo me desnudé cuando se hizo necesario para el coito.

Llegamos a la zona de la piscina y ella se tumbó sobre uno de los bordes, me pidió que le hiciera unas fotos antes de empezar a fornicar. Accedí gustoso, pues dichas fotografías también me quedarían a mí como recuerdo.



Luego de verla modelar para mí y de hacer varios registros fotográficos, me tumbé para degustar mi postre favorito: su entrepierna. Cuando acerqué mi rostro percibí los vapores de su vagina, a pesar de que ni siquiera habíamos empezado a tocarnos. Seguramente aquello de pasearse desnuda la había puesto así. Ya sabía yo de su vicio por la transgresión y por eso de sentirse deseada.

Yo aproveché el precalentamiento de su coño para no tener que hacer un preámbulo tan extenso, al fin y al cabo que estaba ansioso por poseerla una vez más.

Introduje de tajo tres de mis dedos, y la masturbé seguramente con más agresividad de lo que nunca lo había hecho. Ella demostró que su vagina era todoterreno, y así como era apta para tiernas caricias, también estaba preparada para bruscas sesiones masturbatorias.

Claro que no se trató de una intrusión brutal de mi mano en su coño, pues a pesar de lo agresivo del masaje, tuve siempre presente la posición de mis dedos, buscando no lastimarle nunca con mis uñas, y apuntando siempre a sentir ese pliegue corrugado, tan pequeño, pero tan poderoso, conocido como el punto G.

El coito fue algo realmente sencillo. Ella aún tumbada bocabajo sobre las frías baldosas del borde de la piscina, mientras que yo la penetraba dejando caer todo el peso de mi cuerpo sobre el suyo. Fue una nueva oportunidad para deleitarme con el rebote de sus nalgas.

Claro que esto fue apenas una antesala de lo mucho que íbamos a fornicar en nuestra escapada de la agitada vida capitalina. A la mañana siguiente recuerdo que desperté y la vi sentada, maquillándose, frente al espejo de la cómoda, otra vez estaba desnuda, mientras charlaba con su esposo, teniendo el altavoz de su celular activo.



Al despertar es normal que sea la testosterona quien gobierne los primeros minutos del cuerpo consciente, y yo, aprovechando su indefensión al ver sus manos ocupadas al maquillarse y concentrada en la charla telefónica, no lo pensé dos veces. Me puse en pie, me quité el calzoncillo, que era la única prenda que llevaba; me acerqué a ella, me paré a su respaldo, la agarré de los senos, la hice poner en pie, y luego la hice apoyarse contra la pared para penetrarla una vez más.

Su vagina fue cómplice de mi deseo, pues humedeció en un abrir y cerrar de ojos. Yo me apasioné besándola por el cuello, que a esta altura de nuestra relación, me parecía tan sensual y provocativo como sus piernas o sus senos, mientras que ella reprimía sus gemidos para poder seguir conversando con su esposo.

Claro que tampoco fue algo extenso. No dedicamos mayor tiempo a este polvo, pues no habíamos viajado cientos de kilómetros para quedarnos fornicando encerrados en una habitación. 

Ni el de la piscina, ni los polvos mañaneros, fueron los mejores que pudimos tener en esa escapada romántica. La mejor de nuestras fornicaciones en la calurosa península de Barú se dio en una jornada en la que alquilamos un pequeño Yate.

Partimos cerca de las once de la mañana. En el yate íbamos apenas el capitán, Luciana y yo. Nos adentramos en altamar rápidamente. Dediqué un rato a charlar con el capitán sobre lo complejo que podía ser manejar un yate y los requisitos que se necesitan. Pero no fue mucho tiempo el que pude dedicarle a esta conversación, pues me resultó imposible ponerle atención mientras Luciana dejaba sus pechos al descubierto, aprovechando la soledad que se consigue en medio del mar. Esto por supuesto me tuvo con las ganas disparadas a todo momento. Seguramente habrá provocado también al capitán con sus pequeñas pero coquetas tetas, pero a todo momento contamos con su discreción, y con su profesionalismo para no interrumpir nuestros apasionamientos.

Tanto así que llegó un momento en que ella estaba recostada sobre una de las barandas del yate, y yo la sorprendí de nuevo por detrás. Solamente me bastó apartar su tanga roja encendida, minúscula, refundida en la tensión de su piel perfectamente templada, que contiene formas redondas que la estiran y la hacen parecer de plástico; despeje que a su vez liberó ese aroma tan descaradamente femenino, tan repleto de seducción.

Fue supremamente excitante eso de penetrarla en altamar, apoyados en aquella barra metálica, mientras el sol ardiente castigaba nuestras espaldas, asumiendo nuestra completa soledad, a la vez que la inmensidad del océano.

Sus gemidos se entremezclaban a la perfección con los sonidos del mar: el oleaje, las gaviotas, las burbujas y la espuma del agua, o aquel instante cuando las olas se deshacen contra un acantilado. igualmente se confundían en un solo líquido su sudor, el mío y nuestros fluidos.

Qué delicia aquello de verla tan vulnerable, ahí aferrándose a esa barra mientras yo la sacudía desde atrás, mientras yo la rodeaba con mis manos para agarrar sus tiernas tetitas, mientras me regocijaba con el aroma de sus hombros, con la belleza de los lunares de su espalda.

Fue tal la excitación que nos poseyó, que me sentí con la autoridad para penetrarla una vez más por su apetecible ano, y ella, conocedora de mis caprichos y mis vicios, accedió complacientemente.

Y entonces empezó una nueva y lenta incursión de mi miembro entre sus nalgas. De nuevo acompañada por esos gemidos roncos que tanto me desquiciaban.

Claro que esa lenta incursión dejó de ser así, parsimoniosa, pasados unos minutos, pues ella puso de su parte, se relajó lo más que pudo, y logró una gran dilatación, y yo maravillado por tan bello tesoro, me entusiasmé quizá más de la cuenta.

El ano tiene algo curioso: Uno quiere más, llegar a fondo, penetrar cada vez más, pero ya no se puede más. El culo vuelve a su poseedor ambicioso, siempre se quiere llegar a más profundidad, así sea físicamente imposible.

A tierra, a las playas de Barú volvimos con la piel roja, como camarones, ligeramente deshidratados, yo con mi pene ufano y orondo luego de un ligero baño de greda; y ella con su ano un poco dilatado, saciada de ese vicio que la enloquece, esa perdición que sufre al sentirse deseada. Y ese día sí que lo logró, especialmente con eso de dejarse perforar el culo a sabiendas de que el capitán estaba viendo todo.

Todo había valido la pena, fue una escapada que nos permitió desfogar nuestros más ardientes deseos, y en la que nos permitimos relajantes excursiones como la del plancton luminoso o la del Aviario Nacional. Un viaje digno de recordar.

Capítulo XVIII: Amantes del nudismo


A ese viaje sí que le sacamos provecho. Volvimos a Bogotá no solo con nuestros deseos satisfechos, sino realmente compenetrados, auténticamente enamorados, despejando cualquier tipo de duda que pudiera sentir el uno por el otro. Tan memorable fue esa escapada, que nos propusimos repetirla por lo menos una vez al mes...



viernes, 21 de mayo de 2021

La profe Luciana (Capítulo XVI)

 La profe Luciana


Capítulo XVI: ¡Luces, cámara, fruición!



Eso de pegarle una buena culeada en la academia antes de la clase, fue una delicatesen. Pero mi depravación hacia Luciana no tenía límite. Yo quería más y más de ella. Ya no me bastaba con pasearla por moteles, o con saberla gustosa de engañar a su marido, ni con perforar su angosto ojete, ni si quiera con eso de sentir su goce y sus delirios en un espacio público o en un contexto prohibido. No me conformaba con ello. Fue entonces cuando le propuse empezar a grabar nuestros coitos.

Ella aceptó bajo el condicionamiento de que fueran videos exclusivos para ella y para mí. Pase lo que pase entre nosotros la condición ha sido que esos videos nunca salgan de nosotros. Así ha sido y así seguirá siendo, aceptando que este amor que he sentido por Luciana hace que esa sea una promesa irrompible, innegociable; y conociendo como conozco a Luciana, sé que de su parte el sentimiento es igual, que sería incapaz de violar ese pacto.

El hecho de haber grabado a dos cámaras me convirtió en todo un entusiasta de la producción y post-producción. Tanto así que una tarde emprendí camino a Unilago, que es la meca de la piratería de software aquí en Bogotá.

Fui buscando algún programa de edición de video, sin conocer mucho del tema, y a recomendación de un vendedor terminé adquiriendo Adobe Premiere, de hecho, toda la suite de Adobe, pues el programa no lo venden individualmente.

Fue un acierto del vendedor, pues el programa verdaderamente resultó sencillo de manejar. Claro que editar un video a dos cámaras fue todo un desafío para un principiante como yo.

A la dificultad de entender el manejo del programa, se sumó la de contener mis impulsos al ver las imágenes de aquel delicioso polvo que echamos Luciana y yo en el Temptation.

Cuando grabamos el video, cuando le propuse a Luciana dejarme grabar con el celular, lo hice pensando en tener una pieza de recuerdo para aquellas noches solitarias en que quisiera rememorar el sentir de sus carnes.

Orgulloso de mi rápido aprendizaje como editor, le mostré el resultado de tantas horas dedicadas a producir este pecaminoso video.

El resultado fue maravilloso. Luciana, mientras veía este registro fílmico, no pudo evitar empezar a tocarse su zona íntima, a saborearse a cada instante con lo visto en la pantalla. Tanto así que al término del video se abalanzó sobre mí para cometer uno más de sus adulterios.

Se despojó con agresividad de la falda que ese día recubría sus piernas, diría que se la arrancó, y ahí quedó expuesta la diminuta tanguita que había elegido para ese día, tanguita que combinaba seductoramente con el top tipo leopardo que llevaba ese día.

Luciana estaba empapada, y eso que solo había visto el video. No dio tiempo a quitarse su pequeña tanga, solo la corrió hacia un lado, me tumbó sobre la cama, desabrochó mis pantalones, los bajó lo suficiente y se clavó mi miembro, que obviamente estaba siempre dispuesto a sentirla.

Parecía como si hubiese estado contenida, como si hubiese tenido que reprimir sus deseos por largas jornadas; pues no solo me cabalgó, sino que me azotó con sus caderas, me hizo sentir los brincos de su cuerpo con brutalidad. Mis manos se aferraban de su portentoso culo, clavaba mis dedos en él, me maravillaba de sentirlo una vez más entre mis manos.

Y ella no solo brincaba desaforadamente sobre mí, también gritaba como una desquiciada. Por ratos reía, pero lo que más hizo fue gemir sin ningún tipo de comedimiento. Seguramente los vecinos se enteraron de nuestro fogoso comportamiento, aunque a mí poco me importaba. Yo lo que realmente deseaba era tenerla así, desatada y licenciosa, sentir su vagina caliente y admirar su siempre expresivo y provocativo rostro.

Luciana me dominó de inicio a fin, me cabalgó y desfogó todo tipo de deseo que pudiese tener reprimido tras una semana de estrés laboral. Era una vaquera de temer, pues los azotes de sus caderas no eran un juego de niños, eran más bien un castigo celestial.

Luciana sucumbió, su torso cayó sobre el mío, y a partir de ese instante me besó, en la boca y en el cuello. Sus brincos se transformaron en meneos. Sus piernas empezaron a estremecerse al mismo tiempo que me besaba, por lo que la supe complacida, por lo menos parcialmente, pues ya sabía bien que esta mujer era prácticamente insaciable.

Y viéndola satisfecha, por lo menos en parte, me di la oportunidad de alcanzar mi propio orgasmo, una vez más al interior de ese vientre encantador.

Pero mi entusiasmo audiovisual no iba a morir allí, en un delicioso coito sabatino, nada que ver. Luciana y yo encontramos mucho morbo en aquello de grabarnos, en eso de vernos fornicar, y fue entonces que desarrollamos ese vicio, esa pasión por grabar la mayoría de nuestras fornicaciones.

De ahí en adelante no hubo domingo alguno en que yo dejara de visitar sus aposentos para el respectivo polvo dominical. Lo mejor de todo es que nos quedó el registro audiovisual de cada uno de esos coitos.

La grabé desnuda, tocándose para mí; también mientras le chupeteaba ese suculento coño; copulando en el estudio, en su lecho matrimonial, y obviamente fornicando en el santuario dispuesto por su esposo. ¡Qué morbo nos daba ese lugar! ¡Qué degenere tan delicioso ese de sentirnos puercos provocando a Cristo con nuestros meneos!

Siempre disfruté nuestros encuentros carnales al interior de su hogar, y si bien están grabados casi todos, hay algunos que son fáciles de rememorar sin necesidad de acudir al archivo fílmico. Por ejemplo, aquella vez que cumplí mi promesa de hacerla llegar al orgasmo con solo mis dedos y mi boca.

Por supuesto que ella me orientó, que fue ella la encargada de darme indicaciones sobre la velocidad del desplazamiento de mis dedos, que fue ella quien me indicó su predilección por los movimientos horizontales sobre su clítoris.

Fue una sesión de sexo oral y manual que nos encontró en el estudio, sentados sobre un sofá de cuero, que por su buen estado de conservación, asumí como de poca utilización por ella o por los miembros de su familia. Mi cara estuvo enterrada en su entrepierna por largos minutos, en ese cuarto decorado por diplomas, un par de cuadros, un par de lámparas, una pequeña mesa, una biblioteca, y pisos y anaqueles de madera. Toda esa ambientación pasó desapercibida en primera instancia, pues yo solo tenía ojos para esa apetitosa vagina.



Célico fue ese momento en que sus fluidos escaparon incontrolablemente de su ser, no solo recubriendo mi rostro, sino el sillón y parte del suelo. Qué delicia verla sucumbir ante el tanteo de mis dedos y el masaje de mis labios y mi lengua.

Su dormitorio, ese que compartía a diario con Luis Gabriel, también fue testigo de nuestras faenas del goce, es más, diría que fue el lugar de su casa en el que más culeamos. De pie sobre la cama, al borde de esta, en el suelo junto a un ventanal, en fin, a su habitación sí que le sacamos provecho. Aunque hubo una ocasión digna de recordación, una mañana dominical que terminó con el descontrol urofílico de Luciana sobre su propio lecho matrimonial. No sé exactamente bien que fue lo que hice ese día para provocarle esa reacción, solo sé que la tenía en cuatro, la penetraba con cierta sutileza, con más cariño que fogosidad, y de repente estalló.

Luciana tuvo que cambiar el tendido una vez que finalizó el coito, pues no podía haber evidencia alguna de su deleite al momento del regreso de su marido a casa.

También me di el lujo de conocer la amplia gama de juguetes sexuales de Luciana, juguetes que ella me enseñó a utilizar para complacerla, para hacerla delirar. Todo eso quedó en mis registros fílmicos. Soy un afortunado.

Capítulo XVII: Si ves las estrellas brillar, sal, marinero, a la mar

 

Como amantes nos debíamos una escapada fuera de Bogotá, un buen paseo para olvidar las tensiones de la ciudad, y para desatar uno de nuestros vendavales del fornicio. Por mí lado no había problema, ya no tenía esposa a la cual darle explicaciones, sencillamente podía viajar si así se me antojaba. Un poco más complejo era el caso de Luciana, pues ella tendría que inventar un viaje de trabajo para justificar la ausencia en su hogar. Según lo que ella decía, a su marido parecía no importarle mucho, aunque yo dudaba que él manifestara un total desinterés por el paradero de su mujer.


jueves, 20 de mayo de 2021

La facilona del barrio (Capítulo III)

 La facilona del barrio


Capítulo III: Húmeda venganza




Debo aceptar que eso me hizo sentir celos, me hizo perder la cabeza. No admitía la posibilidad de que alguien más se la follara. Pero así era, ni tonto que fuera. Era un hecho que Daniela no era una chica de un solo hombre. Ingenuo habría sido creer que me era leal.

Como no encontré forma de hacer que me guardara fidelidad, decidí pagarle con la misma moneda. Pero no solo iba yo a buscar eso de acostarme con cualquiera, quería hacer algo que realmente le doliera, y fue entonces que concebí la idea de fornicar con alguna de sus amigas.

No fue un plan para nada ramplón. Me senté a analizar a cada una de las candidatas, a ‘stalkear’ las redes sociales de cada una de sus amigas, a imaginarlas al desnudo, y especialmente a crear un perfil de personalidad de cada una de ellas, por lo menos de aquellas con las que alguna vez había tenido trato, para así hacer un análisis sensato de las posibilidades que yo tenía de follar con alguna de ellas.

Tuve que soportar muchas veces en las que sabía que ella me mentía, en las que ella inventaba supuestos planes y compromisos, mientras se iba a follar con uno y con otro. Daniela era insaciable, y yo tuve que tragar mucha ira y rencor a causa de su promiscuo e incontrolable apetito.

Pero la oportunidad por fin se me dio. Fue en una de esas típicas fiestas universitarias de fin de semestre. Todos los de su facultad se dieron cita en un bar cercano a la universidad, y luego, el círculo de amigos más cercanos de Daniela decidió reunirse en la casa de uno de ellos para continuar bebiendo y departiendo.

A pesar de que dediqué un buen tiempo a planear mi venganza, el licor alteró todos mis planes, y esa vez solo me dejé llevar. Aproveché que en el grupo de descontrolados jóvenes había una chica de tan exuberante apetito sexual como el de Daniela. Su llamaba Camila. Era la típica mujercita de cuerpo pequeño y delgado, aparentando incluso menos edad de la que tenía, inspirando ternura con su corta estatura y sus rasgos de “niña inocente”, aunque de eso no tenía nada.

Fue cuestión de bailar un poco con ella para evidenciarle mis intenciones y para darme cuenta de su correspondencia. Nos restregamos más de la cuenta, al frente de Daniela y del resto de sus amigos, y aunque de por sí, la forma en que bailamos ya era escandalosa, seguramente Daniela la pasó por alto atribuyendo todo a los efectos del alcohol y al inminente roce que implica bailar reguetón.

Me encantó sentir su culito pequeño pero respingón rozándose con mi miembro. Esa mujercita era un verdadero encanto al bailar, era simplemente tentador sentir sus nalguitas frotándose contra mi entrepierna.

Cuando la vi tan desatada, no dudé en acercar mi cara a su oído para hacerle manifiesto mi deseo de poseerla. Ella inicialmente se negó, argumentando que no podía hacerle eso a Daniela. Pero desde un comienzo se vio que su negativa era forzada, pues la tonalidad de su voz no se correspondía con lo expresado, es más, su voz lo único que denotaba era calentura.

Seguimos bailando. Yo la rodeé por la cintura con uno de mis brazos, la apreté contra mí y volví a decirle lo mucho que me gustaba, lo mucho que deseaba hacerla mía, y ella, viéndose completamente poseída por el deseo, se detuvo, dejó de bailar, me tomó de la mano y me condujo hacia una de las habitaciones.

Yo no sabía ni siquiera de quién era la casa, sabía que no era de ella, pero la vi tan segura en su actuar que cuando nos encerramos en una de las habitaciones, no le vi problema alguno. No sabía si Daniela se había dado cuenta, pero con el paso de los minutos seguro que iba a notar mi ausencia.

Camila estaba tan caliente como yo, quizá más, pues fue cuestión de cerrar la puerta con cerrojo para que se abalanzara sobre mí para besarme. Tampoco tardó en desnudarse y deleitarme con ese cuerpo delgado y de apariencia virginal.

Era bien flaquita, claro que sin caer en el infrapeso. Sus piernas estaban perfectamente moldeadas, sin rastro alguno de vellosidad y recubiertas por una tersa y trigueña piel. Claro que no tenían nada que hacer al lado de las pulposas piernas de Daniela, pero en la villa del señor de todo hay que probar.

Lo más exquisito de Camila era su cintura, que estaba supremamente delineada, pues a pesar de ser una chica pequeña, lograba gran notoriedad de sus caderas, pero no por el gran tamaño de estas, sino por el contraste que lograban con su demarcada cintura. Su abdomen también era muy provocativo, plano y trabajado, aunque sin caer en esos excesos de tonificación que hacen ver a un abdomen muy masculino.

En algo si se parecía en exceso a Daniela, sus senos eran casi inexistentes, apenas prominentes para distinguirse del pecho de un hombre, Los de Camila son de aquellos que vienen con pezón y aureola café, de un tamaño muy pequeño. A pesar de su escaso tamaño, eran firmes y muy provocativos.

Pero lo mejor de Camila era esa carita de niña inocente, ese rostro de rasgos finos y delicados. Esos ojos inmensos, de tonalidad miel, decorados por curvas y largas pestañas. Esa nariz pequeña y respingona. Esos labios de apariencia siempre húmeda y lujuriosa. Esa sonrisa brillante, de dientes pequeños. Ese rostro auténticamente celestial, que luce todavía más tierno e inocente con aquella cabellera corta y ondulada que descendía apenas hasta sus hombros.

Ella no solo tuvo apuro para desvestirse, sino para desvestirme a mí. Pues una vez sus prendas cayeron al suelo, empezó a desabrochar mi pantalón, y a quitarme la camisa, mientras que yo me concentraba en besarla, pues no podía dejar de hacerlo. Estaba obsesionado con su cuello y con sus diminutas pero tiernas tetitas.

Tampoco escatimé a la hora de palpar su vagina, que a diferencia de la de Daniela no constaba de una vulva pulposa. Claro que eso no disminuyó su encanto. Más todavía cuando la tumbé sobre la cama y le di una completa degustada. Me obsesioné jugando con su clítoris entre mis dedos, claro que me tomé la delicadeza necesaria para manipular tan delicado y delicioso caramelito. Le lamí, le chupeteé y le succioné su vagina, tanto al exterior como al interior, hasta que ella, en medio de retorcimientos y del delirio, me pidió pasar a la penetración.

Ese instante, el del primer desliz de mi miembro en su interior fue la gloria total, básicamente por lo muy ajustado de su coño. Fue lento y muy despacioso. ¡Cómo le ardía, qué fruición!

Y estando los dos medianamente ebrios, no tuvimos reparo alguno en dejar escapar nuestros gemidos, incluso cuando empezaron a tocar la puerta.

Es que sentir ese coño supremamente ajustado, sumado a sus ademanes de disfrute, era un placer tan exquisito que no había pretexto alguno para que se viese interrumpido.

Al sentir esas paredes vaginales tan contraídas sobre mi pene, consideré que debía ser delicado, lento en mis movimientos, pues pensaba que un movimiento brusco podía lastimar a tan delicada conchita. Pero ella, al verme parco en la penetración, se sintió con la obligación de tomar la iniciativa, incluso estando ella debajo, y fue entonces que empezó a restregarse de manera acelerada, casi que frenética.

Entendí que nada tenía que ver la sensación de delicadeza que ella me inspiraba, con su auténtica forma de ser, y fue así que empecé a incrementar el ritmo de mis empellones. Ya no hubo reparo alguno para dejarme caer sobre ella con todo mi peso, poseído por mis deseos de brutalidad. A partir de ahí la forniqué como a una vulgar puta, y ella con sus gestos de goce y complicidad me demostró que eso era lo que realmente deseaba.

Claro que tanto entusiasmo terminó por agotarme. Cuando ella me vio agitado, me propuso tomar las riendas. Nos dimos vuelta, yo quedé tumbado sobre la cama mientras que ella se puso encima.

Su cabalgata fue bestial desde un principio, desde aquel instante en que mi miembro se deslizó entre su vagina, ella no detuvo ni mermó el ahínco de sus brincos. Me encantaba eso de verla desbocada, saltando para enterrar mi pene en su humanidad. También eso de escucharla gemir sin remordimiento alguno, pero lo que más de deleitaba era verle su carita. Verle ese clásico ademán de los labios apretados entre sí, como quien pretende aguantar un grito, para luego dejarlo escapar.

Otra de las cosas que me fascinó de copular con esta señorita fue la facilidad con la que podía manejar su cuerpo. Su delineada cinturita facilitaba el agarre de mis manos en su humanidad, podía alzarla desde allí, darle la vuelta, guiar sus movimientos.

Nos dejamos llevar tanto que llegó un momento en que sentí mi zona abdominal más mojada de lo habitual. La vi a la cara, y fue entonces cuando su sonrisa socarrona me reveló su escape y su disfrute urofílico. Todavía tengo el recuerdo fresco de su carita de placer, y lo único que puedo decir es: ¡Qué delicia!

Había logrado mi cometido, pues los llamados a la puerta ahora estaban acompañados del reclamo constante de Daniela para que le abriéramos. Claro que eso ya no me importaba, estaba del todo poseso por el deseo de fornicar a esta tierna flaquita como Dios manda. Y una vez que presencié y sentí su húmedo disfrute, me sentí con la autoridad de rematar el coito como a mí se me antojara.

La tomé de la cintura, la arrojé sobre la cama y me masturbé sobre su rostro para finalmente dejarle caer mi esperma en su linda carita. Ella me lo permitió sin reproche alguno, es más, cuando sintió el semen caliente escurriendo por su bello rostro, acompañó el momento con una risa ciertamente estruendosa.

Ella se limpió, nos vestimos, y para disimular la evidente humedad en la cama, pusimos una toalla sobre esta.

Salir de la habitación fue todo un dilema, pues apenas abrimos la puerta nos llovieron insultos y reclamos de parte de los demás presentes en la fiesta, comandados por la indignada Daniela. Tuvimos que irnos de allí sin mediar palabra con nadie. Camila tuvo que asumir el fin de su amistad con el hasta entonces círculo más cercano de compañeros de facultad. Pero a cambio de esos amigos consiguió un novio, un compañero de viaje que hasta el día de hoy la sigue deseando como esa noche en la que todo surgió como un deseo de venganza.

 

 

 



viernes, 7 de mayo de 2021

La profe Luciana (Capítulo XV)

 La profe Luciana


Capítulo XV: Adictos a lo prohibido




Ese fue el primer domingo de tantos dedicados al fornicio al interior de la casa de mi amada Luciana. Se nos convirtió en un vicio eso de copular como animales desesperados mientras su esposo y su hijo se ausentaban de casa. Esa primera vez fue en el santuario de Luis Gabriel, pero luego nos dimos el gusto de hacerlo en la cocina, en la sala, y en su dormitorio. ¡Que rutina de felonía más exquisita la que fuimos creando!

Pero el desenfreno que sentíamos el uno por el otro, y ese gusto por fornicar en un espacio o contexto prohibido, no se iba a limitar a los domingos y a la casa de Luciana.

Me hacía falta a mí matar ese morbo que se apoderaba de mi al imaginar penetrando a Luciana en la academia de poledance a plena luz del día, a escasos minutos del inicio de una de sus clases.

De la fantasía al hecho no hubo mucho trecho, fue cuestión de imaginar el momento y luego aventurarme a que se realizara.

Se dio tan solo un par de días después de unos de nuestros adulterios dominicales. No pude evitarlo, apenas habían pasado unas horas desde el último roce de su sexo con el mío, pero yo estaba obsesionado. Escapé del trabajo ese martes, a eso de las cuatro de la tarde, para llegar por sorpresa al despacho de Luciana.

Allí la encontré, en silencio, concentrada organizado unos papeles. Ella no notó el instante en el que entré, por lo menos hasta que cerré la puerta. Ahí levantó su bonito rostro, me vio y me preguntó qué hacía allí.

-       No pude aguantar las ganas de verte. Te traje esto – Dije mientras le entregaba un juego de collar, pulsera y aretes de plata.

-       ¡Qué tierno! Pero no puedes estar aquí, en un rato tengo que dar una lección

-       No te preocupes, vine solo a charlar, a refrescar en mi mente el recuerdo de tus hermosos ojos, y a llevarme uno de tus besos para que no se me haga tan larga la semana

-       Vienes romántico ¿eh?… Está bien, siéntate y me ayudas con estas cuentas

Me senté frente a ella, supuestamente para ayudarle a hacer números con los ingresos de su academia, aunque en verdad no le colaboré en nada. Me perdí contemplando su rostro, que esa tarde estaba decorado por unas gafas de lente grande y marco delgado. Llevaba una pañoleta en la mitad de su cabeza, y tras esta escapaba su cabello que estaba amarrado y peinado como si se tratara del agua de una fuente mientras cae. Este peinado la hacía lucir joven y desinhibida. Me perdí en más de una ocasión observándola. Luciana era verdaderamente hermosa, me traía loco.

-       ¿No me ibas a ayudar?

-       Sí, discúlpame. Es que hoy luces más bella que de costumbre. No he podido concentrarme en algo que no sea tu majestuosidad

-       De todas formas, no hace falta, ya es hora de cambiarme, no falta mucho para que comience la clase

Luciana tomó en sus manos unas mallas enterizas y empezó a desvestirse frente a mí.

Quedó apenas cubierta por sus braguitas, mientras que yo seguía allí, en ese lugar de privilegio, sentado, presenciando la divinidad de su cuerpo semidesnudo. Luciana rodeó su abdomen con una faja y una vez la cerró, se acercó a su escritorio, tomó su celular y me tomó una foto. “Es para que luego puedas ver la cara de depravado que estás poniendo”, me dijo mientras reía sutilmente.

No aguanté más, me acerqué a ella, la tomé del rostro y la besé. Ella no opuso mayor resistencia, supongo que presentía para dónde iban las cosas. Es más, una vez que el beso terminó, ella tomó mi cabeza con ambas manos y la dirigió hacia sus pechos, que estaban todavía al desnudo.

Me concentré en chuparlos, en succionarlos como pocas veces lo había hecho, a la vez que dirigí mi mano hacia su vulva, todavía resguardada por ese calzoncito beige.

Sentir su pubis entre mis manos era algo celestial, incluso cuando era a través de una tela. Claro que no me concentré exclusivamente solo en sus carnosos labios, también me di el gusto de acariciar sus bien logradas piernas.

Las acaricié lentamente, tanto así que la hice erizar. Sentí los poros de su piel expandiéndose entre mis manos, lo que a su vez estuvo acompañado con el aumento de la humedad de su vagina.

Su braguita estaba empapada. No solo podía sentirse al tacto, sino que una pequeña mancha en la parte frontal de sus calzones lo ratificaba ¡Cómo me gustaba su rápido humedecer!

Ella volvió a besarme, a la vez que se permitió el atrevimiento de agarrar mis testículos y mi pene de una sola manotada; movimiento que acompañó con una de sus pícaras e insinuantes miradas.

-       ¿Cerraste la puerta con llave?

-       Claro. No estoy dispuesto a compartir nuestra intimidad. A menos que tú quieras

-       Ja, ja, ja, más bien calla y cómeme el coño.

Una vez que terminó esa oración, Luciana puso una de sus manos sobre mi cabeza, empujándome hacia abajo, para ponerme una vez más cara a cara con ese suculento plato de su entrepierna.

Bajé sus braguitas con cierta delicadeza, y una vez quedaron en el suelo, las tomé, las olí y posteriormente las guardé en uno de mis bolsillos.

Me deleité una vez más paseando mi lengua sobre su vulva, acariciando suave y horizontalmente su inflamado clítoris. Metí un par de dedos, los deslicé lentamente por entre su coño, permitiéndoles humectarse a su paso.

Luciana me regaló un poco de sus sonoros jadeos, pero con lo que realmente me embelesó fue con sus tentadores gestos, con su lasciva mordida de labios, con la constante picardía de su mirada.

“Tiene que ser algo rápido, tengo una clase que dar”. Escucharla decir esto me precipitó a terminar mi “boccato di cardinale”, y de esa forma precipitarnos a tener uno de los coitos más brutales del que se tenga recuerdo.

Me puse en pie, desabroché mis pantalones con cierto apuro y los dejé caer al suelo. Ella apenas pudo ver fugazmente mi miembro erecto, porque antes de que cualquier cosa ocurriera, la tomé entre mis manos, le di vuelta, la apoyé contra una pared, y lo deslicé por entre su vagina.

Completamente, sin dejar centímetro alguno sin humedecer con sus sagrados fluidos vaginales. Pero no fue solo que se lo metiera, más bien se lo enterré, pues lo hice con cierto grado de agresividad que se vio reflejado en su intempestivo gemido.

La agarré de su cabello, halé su cabeza un poco hacia atrás, y seguí sacudiéndola con todo el tesón que mis caderas me permitían.

Un escándalo total era el que hacían nuestros cuerpos estrellándose entre sí. Los dos estábamos profundamente perdidos por el deseo; ni a Luciana ni a mí nos importó que alguien pudiese llegar a escucharnos.

El azote de mi pelvis contra la suya se vio acompañado por esa humedad tan propia de su vagina. También por los constantes improperios que Luciana me profería, pues para ese entonces esa era una de sus grandes fascinaciones, insultarme mientras la penetraba.

La agarré de los hombros e intensifiqué tanto sus movimientos como los míos. Ella apenas giraba su cabeza para mirarme y alentarme con su obscena mirada.

Y fue en ese instante, cuando la bestialidad estaba desatada, que se dio un nuevo episodio de sus escapes urofílicos. Esto solo precipitó el desenlace del coito, pues yo, al ver y sentir lo ocurrido, no tuve más remedio que descargarle mi esperma una vez más entre sus carnes.

La agarré de su mechón y la halé hacia mí, esta vez para besarla. Ella se dio vuelta, me rodeó con sus brazos y siguió besándome. A la vez, empezó a frotar su pubis contra mi cuerpo. Pero no hubo penetración, solo fue un restregón para evidenciarme su calentura, para permitirme sentir el goce que la poseía. “Cuando se acabe la clase echamos otro…”, dijo antes de darse vuelta y agacharse para recoger las mallas que había pretendido colocarse minutos atrás.    

Yo accedí a su petición. Es más, estaba ansioso por el fin de su clase, anhelante de repetir esa sensación tan deliciosa y única que solo sabía brindarme Luciana.

Pretendí esperarla allí en su despacho, pero la ansiedad me venció, y llegó un momento en que decidí ir al recinto en el que daba su clase para observarla.

Allí estaba mi bella Luciana, colgada de ese tubo, seguramente aún con la vagina ardiendo, mientras enseñaba a un puñado de mujeres como ser sensuales y provocativas mediante el baile. También estaba allí Adriana, que al no encontrar explicación a mi presencia en ese lugar, tuvo que haber entendido al fin que la responsable de mis adulterios había sido Luciana.

 

Capítulo XVI: ¡Luces, cámara, fruición!

Eso de pegarle una buena culeada en la academia antes de la clase, fue una delicatesen. Pero mi depravación hacia Luciana no tenía límite. Yo quería más y más de ella. Ya no me bastaba con pasearla por moteles, o con saberla gustosa de engañar a su marido, ni con perforar su angosto ojete, ni si quiera con eso de sentir su goce y sus delirios en un espacio público o en un contexto prohibido. No me conformaba con ello. Fue entonces cuando le propuse empezar a grabar nuestros coitos...





jueves, 6 de mayo de 2021

La facilona del barrio (Capítulo II)

 La facilona del barrio


Capítulo II: Baño de gozo



Pero a la larga esa diferencia de edad si terminó significando un problema, pues cuando ella terminó el colegio, dejó la ciudad para empezar sus estudios universitarios en otra urbe, lo que iba a significar el final de nuestros coitos, por lo menos temporalmente.

Afortunadamente para mí, la experiencia académica de Daniela fuera de la ciudad no iba a ser tan duradera, básicamente porque la carrera elegida no fue la acertada. Daniela se replanteó entonces su vocación y sus padres hicieron el esfuerzo por pagarle la matrícula en otra carrera de nuevo en una prestigiosa universidad fuera de la ciudad, pero ella volvió a errar en su escogencia.

Y cuando sus padres se hartaron de sus fracasos, no hubo más universidad privada para Daniela, sino que le tocó resignarse a estudiar en la pública de nuestra ciudad. A partir de ese entonces volvió a casa de sus padres, con todo lo que eso significaba para mí, pues de nuevo iba a tener a mi disposición a la facilona del barrio.

Claro que la versión que regresó de ella ya no era la misma. Esta Daniela no solo había sumado unos cuantos años, sino que ahora tenía su cuerpo más tonificado, más trabajado y mucho más provocativo. Eso me motivó a cortejarla cuantas veces hiciera falta para poder cogérmela. Su familia llegó a creer que éramos pareja, aunque para mí, ella no era algo diferente a una compañera de cópulas pasajera.

Aunque nuestras mejores cópulas no fueron en mi casa, o en la suya, ni en los moteles de la ciudad, que nos los recorrimos todos; nuestro mejor coito lo tuvimos en un paseo que hicimos con su familia.

Fuimos a un pueblo cercano al nuestro, muy famoso por las bondades de sus aguas termales. Ante sus padres yo aparentaba ser su novio y la trataba como a toda una princesita, por lo que el paseo se me hizo algo molesto, pues yo no pretendía nada serio con Daniela, y ella lo sabía.

El pueblo era un auténtico moridero, más allá de sus aguas termales no tenía atractivo alguno. Así que ese era el único plan en el lugar, ir a uno de estos balnearios, que podía ser una piscina, un spa termal, o incluso el mismo lugar de nacimiento de las aguas en las montañas.

Fue en uno de estos balnearios de entorno natural donde se concibió el mejor polvo que íbamos a echar mi promiscua concubina y yo.

Ese día Daniela llevaba un vestido enterizo de tonalidad azul, que a pesar de recubrir una mayor porción de piel, dejaba a la vista lo suficiente como para provocar erecciones, entre esas la mía.

Es que esas piernas de por si eran una tentación, pero verlas al desnudo era un auténtico privilegio. Solo así se podía apreciar su verdadera dimensión, lo terso de la piel que les recubría, y lo tonificadas que estaban.

Es cierto que un vestido de baño enterizo no permite apreciar lo mismo que un bikini, pero en el caso de Daniela esa diferencia es irrelevante, pues sea con la pieza que sea, sus caderas van a destacar, van a ser llamativas y especialmente sugerentes. Es que es solo verlas para llenarse de esos deseos de procrear con ella. Luego la escuchas hablar y llega la desilusión, pero eso es otro tema.

Me calentó mucho eso de verla recubierta en su vestido, no sé si las aguas termales tuvieron influencia en ese estado febril de mi miembro, pero lo cierto es que no aguanté. Tuve que llevarla detrás de un matorral para fornicarla.

Ella, que tenía una líbido tan prominente como la mía, no se opuso. Es más, le dio mucho morbo eso de folletear al aire libre, a escasos metros del balneario y sus visitantes.

Nos alejamos unos cuantos metros del lugar, buscamos el matorral más grande y esponjoso que pudimos, y nos escondimos tras este para dar rienda suelta a nuestros deseos más carnales. Ella se dejó caer sobre el pastizal, abrió las piernas, corrió su vestido hacia un ladito y dejó su primoroso coño a la vista.

Yo no me precipité a penetrarla. Esa vez, a pesar de la incomodidad de la intemperie y del peligro de ser descubiertos, me tomé el tiempo suficiente para saborear ese coño, para sentir su sabor, para atiborrarme con sus fluidos.

Fue algo complejo para Daniela eso de no dar un recital de gritos, insultos y gemidos al sentirse complacida, toda una osadía, pero se contuvo; supo tragarse su escandalosa fogosidad y la supo reemplazar con exquisitos jadeos, y especialmente con ese constante ademán de morderse los labios, en ocasiones un dedo.

Debo aceptar que su fea carita lograba lucir seductora mordiendo ese dedito, evidenciaba lo mucho que se estaba conteniendo; a mí eso me enloqueció.

Me encargué de chupetearle ese coño hasta que estuviera supremamente ardiente, al borde del incendio. Me concentré en otorgarle tanto placer con mi boca, que su incontenible escape de fluidos me hizo saber que era la hora de pasar al plato principal.

Arranqué penetrándola en cuatro, dándome el lujo de ver de frente sus blancas y macizas nalgas. No voy a negar que era espectacular ese panorama, pero yo extrañaba verle su carita no tan agraciada, lamentaba no poder verle a los ojos mientras fusionábamos nuestras almas.

Ese día lo hicimos a pelo, que era apenas obvio, pues nadie carga preservativos consigo cuando va a un balneario de aguas termales. A pesar de que llevábamos años copulando, esta era la primera vez que lo hacíamos al natural. Por eso era tan importante para mí verle a la cara en ese primer encuentro auténtico de nuestros genitales.

Cuando estuvimos cara a cara, volví a penetrarla. Ella se recostaba en el pastizal y yo asumía el dominio del coito. Claro que ella era una chica muy activa a la hora de copular. Ante cualquier seña de cansancio o merma del ritmo por mi parte, ella respondía con un frenético meneo. Eso de sentir su pubis, decorado por esos vellitos nacientes, chocando contra el mío, o mejor aún, eso de evidenciar con mi cuerpo los ardores de su vagina, eso sí que era realmente placentero.

Pero lo que más me hacía delirar era la posibilidad de verle sus gestos de disfrute, su labio superior levantándose inconteniblemente, dejándome ver su mordida apretada, sus ojos cerrándose por ratos, su ceño fruncido ocasionalmente, o su boquita completamente abierta ante unos fuertes empellones.

Fue tal nuestro apasionamiento que llegó un momento en el que Daniela no pudo contener sus gemidos, y tal fue mi desfachatez que a mi poco me importó. Para nuestra fortuna nadie nos interrumpió tan deliciosa cópula. No sé si es que nadie nos oyó, o si la gente presente en el balneario hizo caso omiso a esos sugerentes sonidos que venían de aquellos matorrales.

Lo cierto es que cuando le retiré mi pene de su entrepierna, Daniela siguió moviéndose, más bien, sacudiéndose, como teniendo unos pequeños espasmos. Y yo, viéndola perdida del placer, y aún tumbada allí en el suelo sin reaccionar, me di el gusto de provocar mi orgasmo con destino final a su no tan agraciada carita. Se la decoré de lo lindo.

Ese polvo marcó un antes y un después en nuestra relación. Ese coito me hizo querer tener exclusividad con ella, no porque existiera auténtico cariño, sino porque quería ser el único que gozara de su disfrute.

Pero eso no se iba a dar, Daniela era una chica de vagina inquieta y hambrienta, y no iba a tardar en poner su cuerpo en acción, ya fuera conmigo o con cualquier otro.

Capítulo III: Húmeda venganza

Debo aceptar que eso me hizo sentir celos, me hizo perder la cabeza. No admitía la posibilidad de que alguien más se la follara. Pero así era, ni tonto que fuera. Era un hecho que Daniela no era una chica de un solo hombre. Ingenuo habría sido creer que me era leal...



miércoles, 5 de mayo de 2021

Prepago de universidad privada

Prepago de universidad privada



Acá en mi patria de dos océanos, de tierras calientes y páramos, de economías informales y clandestinas, de corruptelas alebrestadas, de camanduleros, de ignorancia, de violencia, y de efímeras alegrías colectivas; conocemos a las prostitutas de alto costo como prepagos.

Yo sí lo digo abiertamente y sin complejo alguno, comer puta es de las grandes delicias existentes en la tierra del buen Dios, que entre sus creaciones y modelajes nos ha permitido coexistir en este mundo en el que por unos devaluados pesos es posible acceder a una chupada, a una vagina, y en el mejor de los casos a un ajustado ano.

No soy yo de esos que van pregonando ser del grupo de hombres que no pagan por sexo. Ilusos e hipócritas, todos pagamos por el gozo de los placeres de la carne, directa o indirectamente pagamos. Solo que algunos no nos vamos con rodeos, no soportamos cambios de humor, ni desajustes hormonales, ni caprichos ridículos; algunos vamos a lo que vamos, y entendemos eso como pagar, gozar y luego desentenderse.

Tampoco comparto postura o axiomas de aquellos puteros mediocres o principiantes, que creen que, por pagar una puta más cara, se culea más rico. Si pagas más, es porque eres más guevón; puedes pagarle miles de dólares a una cualquierita, pero si no hay química, te apurará, te cobijará con el mantra de la desconcentración, del enfado y de la perdición.

He de confesarlo, mi recorrido puteril me ha llevado por vaginas de todas las formas, olores y estratos; me he visto copulando en uno de esos lupanares de fachada colorida con una de esas viejas de vulva peluda y con segura presencia de ladillas, así como me he comido a una de esas princesitas de pedantes ademanes y de vagina perfumada.

Es verdad, soy un putero consagrado. Me siento a la cabeza de la mesa entre mi grupo de amigos para darles consejos sobre burdeles y putas. Es más, me atrevo a sentenciar que he de tener más recorrido que las mismísimas fulanas. Y entre tan basto haber de coitos de pago, me he dado a la tarea de armar un podio con lo mejor de aquellas experiencias.

El tercer cajón de aquel podio lo ocupa Vanesa, una rubia polioperada, que se pagó sus estudios profesionales a punta del sudor de su entrepierna. Ella es posiblemente la única mujer por la que pagué una considerable suma sin que eso me haya generado el más mínimo arrepentimiento.

Compartimos aula en la universidad por alguna de esas materias que logran juntar a estudiantes de diferentes facultades, alguna electiva de la cual ya no recuerdo el nombre. Desde un comienzo me generó una obsesión aquella chica. No importó que su cuerpo estuviera lleno de plástico y silicona. Se notaba a simple vista, pero el trabajo había quedado bien hecho. Sus pechos y su trasero se veían provocativos. Aunque he de sincerarme y decir que lo que más me cautivó fue su rostro. Con ciertos dejos de delicadeza, de finura y elegancia. Aquellos ojos verdes grandes, supremamente expresivos. Sus labios carnosos y de apariencia siempre húmeda y rosa. Su nariz respingada, que posiblemente también era fruto del quirófano, pero que más allá de eso, lograba aumentar esa sensación de delicadeza que aparentaba. Su cabellera larga y rubia era el complemento ideal de aquel rostro, que a mí y a muchos de mis compañeros nos recordaba a Paris Hilton.

Respecto a su cuerpo me siento en la necesidad en remarcar aquello de sus cirugías y la excesiva cantidad de plástico que lo adornaba. Es que a leguas era notorio que Vanesa había sido una de aquellas chicas delgadas ausente de gracia en su cuerpo, tanto así que, a la hora de operarse, se aumentó todo en exceso. Sus senos entonces quedaron siendo dos inmensos complementos, perfectamente redondos, firmes y habitualmente protagonistas bajo aquellos escotes que tanto le gustaba usar. Su culo era más bien raro, era redondo y respingón, pero a todas luces se notaba que no era natural, no es posible que unas nalgas crezcan de esa manera. Pero bonito y apetecible sí le quedó, que es realmente lo importante.

Por lo demás Vanesa es una auténtica provocación. Sus piernas son largas, y perfectamente torneadas a pesar de su evidente delgadez. Quizá son algo carentes de carne, aunque eso va en los gustos. Su abdomen es una obra de arte, es plano y trabajado, aunque sin incurrir en el exceso de la tonificación. Su cintura es pequeñita, logra contrastar sus pechos y sus caderas, a pesar de que estas últimas no son verdaderamente anchas o carnosas.

Mi euforia fue total aquel día que hicieron llegar a mis manos, o más concretamente a mi correo, un catálogo de las prepago de la universidad. Para mi sorpresa, Vanesa estaba ahí. Sin dudarlo ni un solo instante, supe que ella era la elegida en aquel extenso listado de vulvas de pago.

Claro que no fue del todo sencillo. Vanesa le había puesto un alto costo a sus placeres, y yo, como estudiante no tenía mayores ingresos. Ahorré durante meses, dejé de cenar durante un largo periodo con tal de ahorrar los 600.000 pesos (200 dólares) que cobraba ella por ese entonces.

Creé un perfil falso para contactarla. No sabía que tan consciente era ella de mi existencia, pero una cara conocida podría espantarla, así que decidí que lo más conveniente era crear un perfil falso en Facebook para contactarla desde ahí.

Ella prestaba sus servicios en su apartamento. Así que me dio la dirección y acordamos la fecha y la hora para nuestro encuentro furtivo. Recuerdo que fue la noche de un miércoles. Subí en unos de esos buses rojos atiborrados de gente que suelen circular en esta ciudad, y llegué justo sobre la hora a su apartamento.

Ella se sorprendió cuando abrió la puerta, pues se esperaba a un tipo diferente por lo que había visto en Facebook. Llegó incluso a dudar de que yo fuese la persona con quien había acordado la cita, pero todos los demás datos le coincidían, desde el simple hecho de que yo tuviese su dirección, así como la hora, y el número de la torre y del apartamento.

Preferí confesarle lo del perfil falso, pretendiendo ocultar mi identidad con el ánimo de que no se ahuyentara por encontrarse con alguien conocido. Ella río y aseguró que eso poco y nada le importaba, pues en caso de que yo careciera de discreción y fuera contando sobre su oficio entre la gente de la universidad, era su palabra contra la mía.

A pesar de que le iba a pagar la tarifa a plenitud, Vanesa nunca pudo borrar el gesto de desprecio que sentía por alguien como yo. Es que ella se sentía como de la realeza, y seguramente no había algo que le molestara más que un paisano cualquiera se fuera a deleitar con sus delicias.

Ella se desnudó allí, en la sala, se tumbó sobre un sofá, empezó a acariciar su vagina y me invitó a hacer con ella lo que quisiera. Me desnudé mientras la veía tocarse, como pretendiendo dejarla que se excitara con su propio masaje. Pero no fue así, ella se encargaba de no hacerlo de forma tan apasionada, de modo que no fuera a perder el control.

Entonces me vi en la necesidad de ayudarla, de complementar sus caricias en búsqueda de su gozo. Me agaché y empecé a acariciar su vulva. Especialmente su clítoris, con unos movimientos lentos y horizontales, que rápidamente lograron el cometido. Su vagina enardeció en tan solo unos segundos, y para cuando me animé a lamerla, ya estaba realmente mojada.

Ella se reprimía para no demostrar placer, pero en algunos momentos se le hizo imposible contener sus jadeos y sus suspiros. Su rostro estaba más bien bastante entrenado, en este era imposible distinguir gesto alguno de disfrute. Pero su vagina demostraba lo contrario, esos constantes vapores, esa humedad creciente, eran lo suficientemente explícitos como para entender de su gozo.

Decidí entonces deleitarme con los sabores de su coño, detenerme y apreciar esa vagina de apariencia estrecha, entre mi boca y entre mis manos. Ella me permitió manosear y saborear su linda panochita todo el tiempo que se me antojó.

Cuando la sentí lo suficientemente lubricada, cuando la vi retorcerse del gusto, supe que era momento de penetrar tan exquisita creación del universo y de los dioses.

Forré mi miembro entre el látex del preservativo, y sin mediar palabra, conduje mi pene entre aquel estrecho canal del gozo. Recalco en lo angosto de aquella vagina pues a todo instante sentí mi falo aprisionado entre su humanidad. Tanto así que sentía como que mi miembro tenía que ir enterrándose lentamente, o podría lastimarla. Claramente no era así, pues si a algo estaba habituada Vanesa era a abrir sus piernas y recibir todo tipo de invitados. Pero esa era la sensación que generaba, la de verdadera angostura; bueno, esa y la de intenso ardor, su vagina era una caldera.

Obviamente también me embelesé agarrando sus inmensos pechos de pezón rosa y pequeño. Pude constatar lo que siempre había sospechado, estaban rellenos de silicona, su dureza así lo confirmaba. Hago reparos en ello porque no es lo mismo una teta operada que una natural, siendo esta última la de mayor beneplácito al tacto. En cambio, unos senos operados, son maravillosos a la vista, pero pierden gracia cuando se les toca.

De todas formas yo me encarnicé agarrándole esas tetas, palpándolas y estrujándolas, y cuando me cansé de sentirlas entre mis manos, pasé a besarlas y a chuparlas, y ahí fue cuando encontré el auténtico disfrute. No por el simple hecho de saborear tan atractivos senos, sino por la reacción que generó en ella, pues con un claro ademán de disgusto dibujado en su rostro, me pidió que no la chupara.

Pero a mí su asco solo me excitó más, y entonces empecé a chupetearla por todo lado, por el canalillo de sus senos, sobre sus hombros, obviamente por sobre sus pechos, su cuello; y ella nunca pudo desdibujar de su cara esa reacción de desagrado.

Verla asqueada me estimuló a follarla con rudeza, como queriendo castigarla por sentirme asco. Obviamente que yo no dije nada, solo empecé a sacudirla con fuertes embestidas que a la larga le obligaron a dejar escapar esos gemidos que desde hace rato venía reprimiendo.

No voy a negar que me encantó escucharle esos griticos de niña delicada, pero más encantado me tenía el perpetuo ardor de su entrepierna, es que a esa altura del coito no paraba de gotear y de emanar ese vapor caluroso que solo le es posible a una vagina cuando está siendo correctamente estimulada.

Su gesto de desprecio nunca desapareció, aunque a mí no me incomodaba. Es más, verla tan asqueada y resignada solo me excitaba más. Tanto así que llegó un momento en el que sentí que con solo ver su carita podría alcanzar el orgasmo. Así que tuve que detenerme, y pedirle que se pusiera en cuatro.

Ella aceptó, se dio vuelta y posó para ser de nuevo penetrada, aunque esta vez sin vernos a la cara. Tal era la humedad de su coño, que mi pene entró con completa naturalidad, sin fricción o esfuerzo alguno alcanzó total profundidad de un solo empujón. La agarré de las nalgas, y constaté que se trataba de un culo hecho en el quirófano. Igualmente, muy atractivo a la vista, pero poco sustancioso a la hora del tacto; un tanto duro y carente de esa apariencia y sensación temblorosa de un buen culo de mujer.

De todas formas, ya estaba pago, así que solo me quedaba disfrutar, y la mejor manera de hacerlo era fornicándola, penetrándola con dureza, como se merece una puta, por más que sea de alto costo.

Tan duro la penetraba, con tal vehemencia sacudía mis caderas; que mi pene se salió en un par de ocasiones de su coño. Y en la segunda de ellas me tomé la libertad de retirarme el condón. Ella no lo notó, por lo menos en un comienzo.

A pesar de que su vagina era de por si una caldera, al momento de penetrarla sin preservativo, el cambio fue abismal, ya no era una caldera, era el mismísimo infierno.

Claro que eso terminó siendo una muy mala idea, pues poco fue lo que me pude contener al sentir el verdadero ardor de sus carnes. Estallé con furia al interior de su coño rosadito y delgado, y ella solo se vino a dar cuenta una vez que retiré mi pene de ella.

No solo lo notó al ver mi pene sin el recubrimiento del condón, sino porque parte de la generosa descarga empezó a correr de su coño hacia afuera.

Vanesa se enojó, me lanzó un par de insultos, me hizo vestir a las carreras y me echó de su apartamento. Luego me la iba a cruzar en la universidad, pero ella no volvió a dirigirme la palabra.

 

 

 



La Profe Luciana (Capítulo XXI)

 La Profe Luciana Capítulo XXI: Un baile de Luciana Era inevitable e irreparable. Esa sensación de oquedad, de orfandad, esa congoja que me ...