viernes, 29 de enero de 2021

La profe Luciana (Capítulo II)

 La profe Luciana


Capítulo II: La virginidad de Luciana



La primera vez que la vi fue de pasada, un día que me aventuré a recoger a Adriana. La vi solo por unos segundos, pues cuando llegué, ella estaba finalizando la clase. Abandonó el recinto en cuestión de segundos. No tuve la oportunidad de presentarme o de saludarla. Tampoco de detallarla, aunque ese primer vistazo fue más que suficiente para crear una imagen permanente de ella en mi cabeza.

Me acerqué a mi mujer, que estaba conversando con una de sus compañeras. La apuré un poco para que fuese a cambiarse. Luciana me había provocado un calentón inesperado, y yo estaba ansioso de llevarme a mi mujer a casa para desfogar.

Es más, eso derivó en una de las situaciones más morbosas que viví con Adriana, por lo menos en nuestra época de casados. Esa noche el calentón nos entró a los dos, a mí por ver a Luciana, y a Adriana por haber estado en una de sus clases. Terminamos haciéndolo en el auto, al frente del recinto donde funcionaba la academia.

Simplemente antes de encender el auto, empecé a acariciar una de sus piernas, y ella se abalanzó sobre mí para besarme y restregarse contra mi humanidad. Fue cuestión de pasarme a su lado, reclinar un poco la silla y dejarnos llevar.

Nunca pensé que Adriana y yo lo haríamos en un sitio público, y menos en uno con tanto tránsito de peatones. Pero los dos estábamos lo suficientemente cachondos como para asumir el riesgo. Poco nos importó si nos vieron. Ciertamente, fue uno de los mejores polvos que íbamos a tener en toda nuestra vida de casados.

Durante el coito tuve a Luciana como mi gran inspiración, imaginé a mi mujer con su ostentoso culo, así realmente estuviese lejos de parecerse. Le puse a Adriana el rostro de Luciana, o por lo menos el borroso recuerdo que me dejó ese primer y fugaz acercamiento. Fue el primer rastro de la obsesión que acababa de nacer en mi por esa mujer.

Era irónica la vida. Ahora que Adriana era complaciente, mi deseo no podía satisfacerse con ella. Mi nueva ambición fue Luciana.

Fue algo raro en mí, pues en los diez años que llevaba de casado siempre había visto con malos ojos el hecho de engañar a mi mujer, más todavía cuando llegaron Nachito y Lucía. Pero ahora pensaba diferente. Fue tal la perversión que me provocó Luciana, que no me bastó con follar a mi mujer imaginándola como su provocativa maestra, sino que un rato después me masturbé pensando nuevamente en ella.

Luego de los dos orgasmos a su nombre, me sentí saciado, creí haber superado el deseo que me generaba esa mujer, pero fue cuestión de horas para que apareciera nuevamente, para darme cuenta de que estaba naciendo en mí una obsesión por ella.

Al día siguiente sentí la necesidad de ir a recoger de nuevo a Adriana. Pero lo que menos me importaba era eso, lo que pretendía era echar un nuevo vistazo a su sensual maestra.

Llegué 15 minutos antes de lo que lo hice el día anterior. Buscando no incomodar a las chicas con mi presencia, decidí situarme en una esquina del recinto, tomar el celular entre mis manos y fingir procrastinar, aparentar estar allí esperando a que pase el tiempo, a que finalice por fin la lección para llevarme a mi mujer a casa.

De reojo echaba un vistazo a la clase, ojeadas fugaces que tenían como gran objetivo apreciar a Luciana en acción.  Verla allí colgando de un tubo con ese cuerpo tan tonificado y a la vez tan flexible, esa figura majestuosa encumbrada a la sensualidad, meneándose cual cabaretera; enseñándole a las esposas de un puñado de pusilánimes, como yo, a como verse provocativas y seductoras. Sus gestos eran sugestivos, eran una insinuación permanente.

A pesar de que los vistazos fueron ocasionales y disimulados, me permitieron crearme un mejor recuerdo, una imagen más clara de cómo era Luciana. Y mi obsesión fue en aumento.

La clase terminó. Luciana salió del recinto y emprendió su caminó por un largo pasillo, meneando de lado a lado ese culo generoso en carnes. Robando la atención del supuestamente distraído marido de una de las alumnas, realmente el único presente allí.

Ese día no tuve la misma suerte del anterior. No hubo polvo con Adriana, ni en el auto, ni al llegar a casa. De hecho, ella se molestó por verme allí de nuevo. Me aclaró que no le gustaba que la esperara al interior del salón, pues la hacía parecer sumisa y sometida en medio de un grupo de mujeres aparentemente liberadas.

Esta vez no me molestó, ni si quiera me importó que mi mujer se negara a follar conmigo. No me afectó esa necesidad por desfogar que tuve luego de ver a Luciana dando su clase, ni siquiera eso. Sabía que mi deseo no podía satisfacerse con Adriana, ni siquiera con esta nueva versión que era mucho más libertina.

Esa fue la noche del acecho, la noche del ‘stalkeo’. Dediqué un buen par de horas a buscar a Luciana en redes, a explorar una buena cantidad de sus publicaciones. Y me llevé una grata sorpresa. Luciana era mucho más calentorra de lo que yo pudiese haberme imaginado.

Quizá había sido tan mojigata y tan reprimida mi mujer que cuando vi a una mujer verdaderamente pervertida, quedé fascinado, o más bien encantado, embrujado.

Encontrar sus redes fue un picante condimento al cóctel de obsesión que crecía en mi interior por ella. No solo me encontré con una inmensa colección de imágenes de mucha piel y mucha carne, llenas de provocación en cada pose y en cada gesto; me encontré también con cientos de historias y pensamientos sugestivos.

“Perdí la virginidad con un chico de mi barrio. Teníamos más o menos la misma edad. Era un chico creyente, muy devoto, muy tierno y muy ingenuo. Como yo, era físicamente precoz: un niño empuñando el cuerpo de un adulto. No estábamos preparados para nosotros mismos, mucho menos el uno para el otro. Sin embargo, me di cuenta de la forma cómo me observó. Sentí que sus ojos viajaban a través de mi cuerpo, que recorrían descaradamente mis carnes y mi piel. ¡Eso era poder! Me propuse abusar de ello.

Cada paseo en autobús hacia y desde la escuela, cruzaba mis piernas, de lado a lado y con descaro, hipnotizándolo con un hechizo que no entendía, incitando en él un anhelo que no podía nombrar.

Él me besó en la parada del autobús, dejando migajas de pastel en mi barbilla. Era amor.

No recuerdo el dolor de esto, mi primera penetración, una falta de sufrimiento por la que me he sentido culpable por siempre. Lo que si recuerdo es el cielo azul y claro sobre mí, el zumbido de un mosquito en mi oído, y el bosque y la tierra abrazándonos.

Mi cabello se quedó atrapado debajo de su mano. Él empujó una, dos, tres y cuatro, y luego se dejó caer sobre mí, para finalmente apropiarse de mi cosmos. Me desconcertaba el hecho de pensar cuántos segundos de penetración se necesitaban como para considerarse sexo.

Escuché un hipo. Un llorón. Llorando dijo haber traicionado la promesa hecha al padre celestial.

¿No tiene acaso una chica el derecho a que se la jueguen por ella? ¿Soporté no ganar nada del baile de nuestras almas sobre la tierra en ese bosque seco?

En vez de eso fui lo suficientemente potente como para ofender tanto al hombre como a Dios. ¡Sube a tu bici y vete!”, dice la leyenda de una de las fotos en las que Luciana luce joven, ríe provocativamente y muestra las tetas en una de sus redes sociales.

Esta fue solo una de las joyas en un perfil lleno de insinuaciones y guarradas. Una de ellas, por ejemplo, era un tutorial para tomar fotos a un culo voluminoso, obviamente protagonizado por la sensual Luciana, o sus entusiastas lecciones de pole dance en video, acompañadas de leyendas como “Otra cosa que me convirtió en belleza, el pole dance”. Y ni hablar de su relato lésbico con ‘Pati’, que merecería una mención aparte.

Capítulo III: Sed de admiración


A decir verdad, hubo un contenido que llamó mi atención por encima de las demás, por lo menos en esa primera jornada de exploración de sus redes sociales. Era una foto de Luciana, una foto de cuerpo entero, en la que ella posaba de perfil. En la imagen Luciana aparecía de rodillas, con un vestido que había situado a la altura de su cintura, es decir que lo había ido remangando, de abajo y de arriba, situándolo todo en la zona de la cintura. Sus senos quedaron al descubierto, aunque en la imagen solo se ve uno de ellos, pues al estar de costado, uno se esconde tras del otro. También queda al desnudo su zona púbica, pues no se observa calzón o braga que la resguarde, aunque no se ve mayor cosa porque el ángulo que forma con sus caderas y sus piernas evita que se puede apreciar fácilmente lo que podría ser una inspiración para todo tipo de perversión...



viernes, 22 de enero de 2021

La profe Luciana (Capítulo I)

 La profe Luciana


Capítulo I: Descubrimiento al norte




Esta no es la clásica historia del amor platónico de un estudiante hacia su profesora, habitualmente madura. Es más bien una historia derivada del clásico cliché del hartazgo marital, de esa extinción de la pasión que desemboca en la infidelidad.

Es quizá algo que me superó y que pensé nunca me iba a tocar a mí, algo de lo que había imaginado inmune a mi matrimonio. Pero no fue así. Claro que hoy no existe arrepentimiento, al contrario, me llena de satisfacción el recuerdo de lo vivido.

Me llamo Fernando, tengo 32 años y duré algo más de 10 casado con mi ahora ex mujer, Adriana. Sé que probablemente suena a típica presentación de quien busca ayuda en una asociación de anónimos, pero no, nada que ver; realmente solo es una invitación a ahondar en el contexto. Posiblemente alertar a todo aquel que tenga esa idea absurda de casarse a temprana edad.

He de decir que cuando ocurrió, cuando contraje matrimonio, a mis tiernos 20 añitos, lo hice estando seguro de la decisión que estaba tomando. Me sentía perdidamente enamorado de Adriana, y comprendía esto como un paso de quien pretende envejecer junto a la persona que ama. En aquellos días cuando aún tenía corazón, cada gota de lluvia era un juramento de amor eterno para ella.

Pero la convivencia mata la pasión. El día a día, el conocer sus manías, el entender a la otra persona como humana, con sus virtudes, defectos, costumbres, olores, humor, sueños, caprichos y demás; te hace de alguna manera aprender a quererla, al mismo tiempo que la pasión desaparece. Como si se tratara de enamorarse de un amigo.

Claro que en el caso de Adriana ese desencanto está ligado más a la actitud que fue tomando con el paso de los años.

En el argot popular de los españoles se utiliza la palabra “estrecha” para referirse a una mujer que se niega a tener relaciones sexuales porque quiere vender esa imagen de chica recatada, difícil, decente, compleja y hasta inalcanzable. En mi país no existe un término que se ajuste del todo a esas características, aunque mojigata sería lo más parecido.

Y Adriana se fue convirtiendo en una mojigata con el paso de los años. Fue un proceso a la inversa, pues cuando la mayoría de las mujeres se vuelven más abiertas hacia el sexo con el paso del tiempo, en el caso de Adriana fue al revés, pasó de ser una chica caliente y pasional, a una ama de casa amargada y supremamente acomplejada con el sexo.

Fue una actitud que surgió y fue desarrollando a partir del nacimiento de nuestro primogénito, Nachito. En esos primeros días, meses y años de madre primeriza, lo entendí, comprendía que quizá ella no sentía tanto apetito sexual por el hecho de querer brindar atención y cuidados a nuestro hijo.

El sexo se nos fue convirtiendo en un plan ocasional, y una vez concebimos a nuestra segunda hija, Lucía, su líbido se fue para no volver. O por lo menos para aparecer de manera muy distante en el tiempo, como si dependiera de una alineación de los planetas o de algún otro fenómeno paranormal.

Adriana era una estrecha consagrada. Siempre tenía un pretexto para no hacerlo, para negarse a la satisfacción de los instintos primarios.

Yo recurrí a planes románticos, a seducción en la intimidad, como en sitios públicos, compra y uso de juguetes sexuales, e incluso a meterle mano por sorpresa, con su consecuente rechazo y regaño por mi abusivo actuar.

Llegué a pensar que su ausencia de apetito sexual podía deberse a una infidelidad, y caí en la bajeza de contratar a un detective para que me informara de su amorío extramatrimonial. Pero tal cosa no ocurrió, el detective la siguió durante un par de meses, y difícilmente pudo verla fuera del hogar, llevando su vida de ama de casa.

Fue un momento de gran desespero para mí, pues no entendía porque le llamaba mi mujer si nunca se comportaba como tal. Confieso que en un par de ocasiones recurrí a servicios sexuales de pago, pues era necesario desfogar sintiendo el calor de otro cuerpo y no el de mi mano.

Aunque luego, en uno de tantos intentos desesperados por despertar su líbido, tomé una de las mejores decisiones de las que hasta hoy tengo recuerdo, una auténtica genialidad ¡un batazo de cuatro esquinas!

Le regalé un tubo para la práctica del pole dance. Lo mandé a instalar en uno de los cuartos subutilizados de nuestra casa y terminó funcionando como un imán, pues fue solo cuestión de ponerlo para cautivar su atención, así nunca hubiese hecho el intento de treparse en uno de estos tubos.

Verla cautiva con el tubo me animó a meterle mano, y ella, para mi sorpresa, me lo permitió. Había logrado el cometido, había despertado el apetito sexual de mi señora.

Claro que solo fue algo de esa ocasión, pero lo que valió la pena no fue ese insulso polvo, sino lo que el tubo desencadenó.

Adriana, viéndose torpe y carente de talento para la práctica del pole dance, se apuntó a unas clases, que terminarían despertando ese apetito sexual dormido por tanto tiempo, y que además nos permitirían relacionarnos con un nuevo universo de personas.

Los beneficios fueron casi que inmediatos. Recuerdo que Adriana, luego de la primera clase, llegó a casa entusiasta a practicar, y aunque solo había sido una lección, había sido suficiente para que aprendiese las bases para treparse y mantenerse sujeta al tubo, aunque sea por unos cortos segundos. Yo pude observarla en esa ocasión, y sinceramente me calentó verla allí, colgada, llevando a cabo su danza como si se tratase de un ritual de apareamiento, sintiéndose observada, diva y deseada.

Claro que al final terminó haciéndose la estrecha conmigo, pero en esa ocasión no me importó su desplante, pues la oportunidad de permitirme un sensual recuerdo de su cuerpo, fue suficiente para mi posterior orgasmo, obviamente provocado por mí, como fue costumbre durante esos tediosos años maritales.

Claro que mis tiempos de casado onanista estaban próximos a terminar. No sabía lo que le enseñaban en la academia de pole dance, pero Adriana regresaba a casa con una mentalidad completamente opuesta a la que habitualmente tenía. Era una mujer absolutamente sensual, y aparte decidida a realizarse sexualmente, decidida a someter a su pareja al deseo o fantasía sexual que tuviese ese día en mente.

A mí me encantaba ser su juguete hedonista, me encantaba ser el protagonista de sus fantasías, y mucho más el hecho de verle fascinada en su entrega a los placeres de la carne.

Pero lo mejor aún estaba por venir. El premio mayor no fue haber despertado el apetito sexual de mi mujer, realmente la recompensa de la adquisición del tubo fue el hecho de habernos relacionado con el entorno del pole dance, con esta comunidad que entrenaba todos los días a las seis de la tarde en un recinto al norte de la ciudad.

Especialmente con Luciana, la maestra del grupo. Ella fue la encargada de sacarme del engaño de la supuesta felicidad en el matrimonio. Luciana fue la encargada de mostrarme esa faceta que mi mujer tanto se negaba a mostrar, y Luciana fue una inspiración para una reprimida, como lo era mi esposa.

No la conocí de gratis. Fue un descubrimiento que valió la pena a cada puñetero segundo.

A medida que veía a Adriana llegar encendida y dominante a casa, me preguntaba el porqué de su cambio de actitud. Me cuestionaba a cada rato qué era eso que le podían estar enseñando en clases de pole dance, que pudiera hacerla llegar tan deseosa.

La primera vez que vi a Luciana fue un día que me animé a ir a recoger a mi mujer de sus clases. Básicamente por curiosidad, por ver con quién entrenaba, quién les enseñaba, cuántos eran, entre un largo listado de cuestionamientos que puede tener un esposo acomplejado.

Lo primero que evidencié fue que no había hombres entrenando. El pole dance es una práctica deportiva destinada a las mujeres, pero nunca falta encontrarse con uno de esos personajes de gustos singulares, una maricota reprimida. El caso es que no lo había, afortunadamente, porque también habría sido traumático el tener que verlo forrado en mallas.

Lo otro que aprendí de inmediato es que Luciana era una escultura de mujer. Era una mujer de unos 40 años, aunque difícilmente aparentaba esa edad. Su piel era tersa y lucía suave, sin arrugas en su rostro, o sin notorias estrías en sus piernas. Era una mujer supremamente conservada, a la que fácilmente podrían calcularse diez o hasta veinte años menos.

Su piel era blanca, realmente muy pálida, de apariencia delicada. Sus piernas estaban perfectamente torneadas, eran de un considerable grosor, pero sin llegar a ese punto de lucir desmedidas, deformes o celulíticas. Lo suficientemente tonificadas como para lucir un bikini con orgullo, y lo suficientemente blandas para evocar esa sensación tan femenina como lo es la de unos muslos esponjosos y blandujos en su cara interna. Sinceramente eran unas piernas que, de ser expuestas, estaban destinadas a provocar miles de erecciones.

Y si bien sus piernas eran todo un monumento, allí no moría su sensualidad. Su trasero era otro espectáculo digno de provocar mil y un fantasías. Era carnoso, macizo, muy curvilíneo, con un tatuaje de una manzana en una de sus blancas y aparentemente delicadas nalguitas, y otro de una gárgola o demonio a la altura del coxis. Era un culo pulposo, que quedaba expuesto al vestir esas mallitas con las que dictaba su clase; un culo que se sacudía al ritmo de su baile, o al estrellar fuertemente contra el suelo.



Claro que cuando se habla de su vestimenta, no todos los elogios van destinados a su despampanante trasero, también habrá fanáticos de verle la marcada forma de su coño dibujada por las apretadas telas de su trusa. Se trata de un coño carnoso, notorio a la vista, y apetitosamente palpable. Luciana tiene una vagina destinada a llamar la atención, pues otra de las cosas de sus sensuales bailes, es su constante apertura de piernas, lo que expone a la vista y con frecuencia su suculenta vulva.

Sus caderas se corresponden con el grosor de sus piernas y de su trasero, son considerablemente macizas, blancas y de carnes lo suficientemente flácidas para sacudirse al ritmo de sus bailes. Su abdomen era relativamente plano, con uno que otro exceso adiposo, pero nada que fuera descomunal o desagradable a la vista. Es más, para la edad que tenía, diría que tenía una zona abdominal más que aceptable. Su cintura estaba bien definida, tanto así que con solo verla era toda una tentación agarrarla de allí, aunque es innegable que, al igual que su abdomen, tendría algún exceso de grasa, pero nada de que escandalizarse.

Luciana era una mujer de senos pequeños, pero era una obsesa por estarlos mostrando. Obviamente no allí, en las clases, aunque en estas llegaba a usar una que otra trusa con ciertas transparencias. Pero donde realmente gustaba de exhibirlos era en sus redes sociales. Yo vine a enterarme a medida que mi obsesión por ella fue creciendo, lo que, sinceramente, fue cuestión de días.

Su blanca y frágil piel estaba decorada con unos cuantos tatuajes. Al de la manzana en su nalga derecha, y al del demonio de su coxis, se suman el de un dragón en su espalda, una pareja fornicando en uno de sus hombros, un tribal en uno de sus antebrazos, un sol en el otro, entre tantos otros en el extenso listado de marcas en su piel. Eso le daba una apariencia de chica ruda a una mujer que venía en envoltura de porcelana.

Y esto lo complementaba con su rostro. Era ahí justamente donde concentraba su encanto. Era una mujer verdaderamente bella. Sus ojos eran grandes y de un negro intenso, su nariz fina y sin irregularidades a la vista, sus labios ciertamente pequeños, pero de un rosa intenso y de una apariencia de humedad constante, provocativos sin duda alguna. Sus cejas delgadas y perfiladas resaltaban aún más sus bellos ojos, y complementaban a la perfección su cabello de un intenso negro. Lo llevaba relativamente corto, a la altura de los hombros, habitualmente suelto y desordenado.

Su rostro no lograba ser extraordinario por su apariencia, eran sus gestos los que lo hacían una auténtica joya de admirar.

Luciana tenía la capacidad de dibujar el deseo a la perfección en su cara. Era una mujer supremamente hábil para provocar por medio de sus gestos, a través de sus miradas y de sus siempre pícaras sonrisas, su rostro era sinónimo de tentación, era la apertura a un universo de fantasías donde se le podía imaginar siempre pervertida, siempre impúdica.

Capítulo II: La virginidad de Luciana

La primera vez que la vi fue de pasada, un día que me aventuré a recoger a Adriana. La vi solo por unos segundos, pues cuando llegué, ella estaba finalizando la clase. Abandonó el recinto en cuestión de segundos. No tuve la oportunidad de presentarme o de saludarla. Tampoco de detallarla, aunque ese primer vistazo fue más que suficiente para crear una imagen permanente de ella en mi cabeza...



jueves, 21 de enero de 2021

Hermanitas de sangre y leche (Capítulo X)

 Hermanitas de sangre y leche


Capítulo X: La joya de la corona



La noticia no cayó bien entre su familia ya que Katherine era una chica joven, que tendría que interrumpir sus estudios y que dar un giro de 180 grados a su vida. Yo estaba a punto de terminar mis estudios, pero eso no aseguraba que fuera a conseguir un gran trabajo. El que tenía hasta entonces no me daba para mantener un hogar, por lo que tendría que empezar a buscar otro.

Pero a pesar del malestar y el rechazo familiar, tanto sus padres como sus hermanos tuvieron que aceptar la situación. El único apoyo con el que yo contaba, además del de Katherine, era el de Camilo, que era mi amigo y confiaba en mí. Con el resto de su familia lo iba a tener un poco más difícil.

Con la llegada del fin de año llegaron los planes de compartir con la familia del uno y del otro. Pasaríamos navidad con mi familia mientras que el fin de año lo pasaríamos con la suya.

Para ese entonces Katherine tenía unos  seis meses de embarazo. Su esbelta figura se había deformado ligeramente. A mí me seguía pareciendo atractiva y sensual, pero lo que no soportaba en ese entonces era su forma de ser, que se había tornado en la de una mujer autoritaria, dominante, irritable y mandona.

Era evidente el desgaste como pareja, había terminado el periodo que yo denominé como el de los “50 polvos bien echados”. Ahora era más obligación y compromiso que cualquier otra cosa.

Las navidades las pasamos, como dije antes, con mi familia, acá en Bogotá. Fue una noche bastante común a pesar de la nueva invitada a la cena familiar. Mis padres, en ese entonces no veían con buenos ojos el rumbo que había dado a mi vida, pero nada podían hacer. Así que para esa noche omitieron cualquier molestia que les pudiera generar mi novia y toda la situación que nos rodeaba.

El fin de año lo pasamos junto a su familia en el pueblo del que ellos son originarios.

Allí me presenté con mi mejor sonrisa y actitud, pero de entrada tuve la hostilidad de Diana y de su padre. Los demás miembros de su familia parecieron ir aceptándome poco a poco.

Esa noche, la de fin de año, hicimos una fogata en la parte trasera de la casa, que era una especie de huerta. Allí, luego de la cena, bebimos y contamos anécdotas alrededor del fuego.

Katherine no podía consumir licor por su embarazo, así que fue de las primeras en irse a dormir. Yo me la estaba pasando realmente bien, así que le dije que más tarde la alcanzaría en la cama.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había tenido una conversación tan relajada con Camilo.

Sus padres fueron los siguientes en irse a dormir, así que solo quedamos Camilo, Diana, Alexandra y su novio, y yo. Licor había de sobra, por lo que se avizoraba que la charla podía extenderse por un largo rato.

Esa noche tuve la fortuna de tener una gran resistencia al alcohol. No sé si era el calor o lo que había comido antes de empezar a beber, lo cierto es que conté con la fortuna de no verme perdido en una borrachera. Y digo fortuna porque al final saqué provecho de esta situación.

Debo advertir que desde un comienzo fui calculador, y no se trató solo de resistencia al alcohol, sino de encontrar los momentos justos para hacer como que tomaba a la par de los demás, pero sin hacerlo realmente. Mi idea era mantenerme más sobrio que ellos, pues de  sucumbir a los efectos del alcohol, mis planes no iban a fructificar.

Mi plan era en cierta medida descabellado. Se me había ocurrido con tan solo sentarme a compartir con la familia de mi novia. Quería follarme a Diana. Esa noche lucía un vestido negro, muy cortito y extremadamente ajustado al cuerpo. La escasa tela de su vestido me permitió contemplar sus piernas en todo su esplendor. Eran gruesas, macizas, bien torneadas; su piel lucía tersa, limpia, delicada y muy blanca. A la vez, el ceñido vestido permitía contemplar su exquisita y esbelta figura, el ancho de sus caderas, su definida y muy curvada cintura, sus prominentes pechos, que además estaban cubiertos exclusivamente por la tela del vestido. Diana era la tentación enfrascada en 1,60 m de mujer.


Y digo que era descabellado pensar en follarla porque no sabía cómo iba a hacerlo, entendiendo que estaba en medio de toda su familia, que a la vez era la de mi novia; contemplando que yo no era del agrado de Diana, y además del enorme riesgo de lograrlo pero ser sorprendido.

De todas formas fue algo que me propuse y que me obsesionó, no contemplaba dejar pasar la oportunidad de poseerla luego de esas horas viéndola en ese vestido que exaltaba su sensualidad. A esto debo sumarle que durante el tiempo que estuvimos allí, sentados alrededor del fuego, fueron varias las ocasiones en las que ella se cruzó de piernas, permitiéndome fantasear una y otra vez con el tesoro que guardaba entre estas.

Como dije antes, Katherine fue la primera en irse a dormir. Luego se fueron sus padres. El siguiente fue Camilo, que había bebido en grandes proporciones y los efectos eran notorios. Yo lo llevé a su cuarto, lo acosté y regresé al sitio de la fogata.

Luego fueron Alexandra y su novio los que hicieron el anuncio de que se irían a dormir, con esto llegaba el fin de la velada, pues ni Diana ni yo nos veíamos allí bebiendo los dos.

Sin embargo, cuando Diana se fue a poner en pie para partir rumbo a su habitación, el alcohol hizo su efecto y ella terminó cayendo estrepitosamente. Alexandra me pidió el favor de que la llevara a su cuarto, pues ella estaba muy ebria y necesitaba ayuda.

Yo vi mi oportunidad servida en bandeja de plata y accedí gustosamente a acompañar a la muy alicorada señorita a sus aposentos.
Posé uno de sus brazos por sobre mis hombros, en la habitual posición de cargar borrachos, mientras que yo la rodeaba con uno de mis brazos por su cintura. El solo sentir sus carnes, dimensionar su cintura y sentir su abdomen, me causó una inevitable erección. De todas formas no había problema, pues no había nadie más allí y ella estaba muy ebria como para notarlo.

Camino a su habitación, Diana balbuceó lo mal que yo le caía, aunque decía estar agradecida por lo que estaba haciendo: llevarla a su cuarto. Yo permanecía en silencio, escuchando sus delirios de ebriedad y pensando en el culeadón que le iba a pegar.

Al entrar en su habitación, la dejé caer sobre la cama, y luego di un par de pasos atrás para cerrar la puerta.

Su cuerpo quedó ahí tendido sobre el colchón. Ella calló allí casi que inconsciente, inicialmente solo abrió la boca para expresar lo mareada que se sentía, pero un par de minutos después entró en un profundo sueño.

Yo subí ligeramente su vestido. Lo suficiente como para dejar expuesta toda la zona de su pubis. Empecé a palparla por sobre sus bragas, a la vez que miraba constantemente su cara. Quería saber si estaba dormida y, en caso de no estarlo, saber que reacción tendría al percibir que la estaba tocando.

Continué acariciando sus gruesos muslos, arañando ligeramente la cara interna de estos. Luego volví a palpar su vagina por sobre su ropa interior, pero esta vez me apasioné tanto con ello, que terminé introduciendo uno de mis dedos, aún sin quitarle las bragas; es decir, le estaba hundiendo parte de sus bragas entre su concha.

Ella seguía dormida, pero su vagina parecía conocer todo lo que estaba ocurriendo. Rápidamente se calentó y humedeció, aunque debo decir que en esta materia estaba por debajo de Katherine, pues su vagina estaba lejos de tener la misma capacidad de lubricación.

Muy delicadamente y con bastante paciencia y detenimiento fui bajando sus braguitas. Las dejé a la altura de sus rodillas para por fin ponerme cara a cara con su vagina. Era espectacular, pues no llevaba un matojo de pelo tapándola, pero tampoco la tenía depilada al ras; estaba apenas cubierta por unos pequeños bellos, que estaban tan cortos como para dejar apreciar la forma y el intenso rosa de su precioso coño.
Empecé a tocarla suavemente, vigilando siempre si seguía dormida o no. Ella reaccionó retorciéndose ligeramente, también con unos pequeños jadeos, pero sus ojos seguían cerrados. Era como si se tratara de un sueño húmedo.

Poco a poco me fui tomando confianza, lo que llevó a que mis manos y mis dedos se movieran cada vez con más rapidez y furor. Ella seguía sin expresar una reacción consciente.

Ya no era uno, sino dos los dedos que exploraban al interior de su vagina. Trataba de hacerlo con cierta delicadeza a pesar de mi alto estado de excitación. Cuando los saqué de allí, salieron empapados, recubiertos de una buena cantidad de sus fluidos.

Luego procedí a darle la merecida sesión de lengüetazos. Sabía que esto implicaba no poder vigilar más sus reacciones, pero a esta altura ya no me importaba nada, así que me agaché y hundí mi cara entre sus piernas. Pasé mis labios y mi lengua por su vagina a la vez que me ayudaba con las manos para separar sus piernas, también para acariciarlas.

De repente ella empezó a empujar mi cabeza hacia abajo. Yo no podía ver si había despertado o era otra de sus reacciones en medio de un sueño húmedo, pero en últimas no me importó, pues más allá de cualquiera de los dos escenarios, era evidente que ella estaba disfrutando.

Cuando levanté mi cabeza, mi barbilla estaba empapada por sus fluidos. Ella seguía retorciéndose a pesar de que ya no le tocaba.
Me bajé el pantalón rápidamente y sin dudarlo la penetré. De nuevo buscando ser suave y despacioso, pues no quería despertarla, ni tampoco quería hacer ruidos que pudieran despertar a alguien más en la casa.

Claro que el deseo de ser cauteloso me duró unos escasos minutos, pues me fue inevitable incurrir en una fuerte penetración, en un movimiento más contundente y rabioso.

Ella despertó, ahora era un hecho, pues sus ojos estaban abiertos. Pero no hubo reproche alguno a lo que hacía, solo una mirada cómplice que me pedía no detenerme, que me rogaba penetrarla cada vez más fuerte.

Así lo hice. La agarré fuerte de sus piernas, me paré estable en el suelo, y empecé a jalonarla y a empujarla a mi antojo.


Sus jadeos fueron convirtiéndose en gemidos, que yo solo pude silenciar con besos y posando mi mano sobre su boca. Ella quería ser ruidosa, y lamía la palma de mi mano, buscando hacerme cosquillas para así lograr que yo quitara mi mano.

Contando a estas alturas con su beneplácito, bajé la parte de arriba de su vestido, dejando sus tetas expuestas. Por fin, luego de tantos años fantaseando con ellas, de tanto tiempo de haberlas imaginado, al fin las podía ver. Eran de buen tamaño, naturales y decoradas por un hermoso y delicado pezón rosa. Pezón que una vez estuvo expuesto, difícilmente salió de mi boca.

Las apreté, las estruje, incluso las cachetee, y al final sirvieron para recibir la descarga de semen que tenía reservada para esta chica.
Ella cayó dormida de inmediato. No hubo tiempo para charlas, reflexiones ni nada que se le parezca, solo fue derrotada una vez más por su alto estado de alicoramiento. Aproveché para terminar de sacarle la tanga, ese iba a ser mi premio para recordarla por la eternidad.
Salí silenciosamente de su cuarto y me dirigí al mío, en el que me esperaba Katherine en medio de un profundo sueño. Antes de acostarme fui al baño a lavarme la cara, pues el fuerte olor a coño podría delatarme.

Al día siguiente sentí miedo de que alguien nos hubiese escuchado, o de que Diana abriera la boca. Afortunadamente para mí eso no pasó. Nadie nos oyó, y Diana no dijo nada, es más, creo que ni se acordaba, pues su trato hacia mí volvió a ser como el de siempre; no hubo comentario alguno, un llamado a la confidencialidad, ni amenazas, ni nada.

De todas formas, el fin de mi relación con Katherine iba a llegar pronto.  No porque se hubiera enterado de lo de la noche de fin de año con Diana, sino porque yo me enteré de que ella también me había sido infiel. Es más, lo hizo estando ya embarazada y con uno de mis amigos, pero eso es una historia que amerita ser contada en otra ocasión.

 



miércoles, 20 de enero de 2021

Hermanitas de sangre y leche (Capítulo IX)

 Hermanitas de sangre y leche


Capítulo IX: La noche de los lechazos




El amor que sentía por Katherine crecía inversamente proporcional a mi relación de amistad con Camilo, que había ido enfriándose. Antes solía contarme los detalles del sexo con la novia de turno, me mostraba las fotos que ellas le enviaban, y hasta se animaba a fantasear con tríos e invitarme a alguno de ellos. Pero ahora, todo era diferente. Yo tampoco le daba mayores detalles de mi relación, evidentemente porque iba a ser demasiado incómodo contarle lo que hacía con su hermana, especialmente el gusto que estaba desarrollando por correrme en ella.

 

No era cuestión de infortunio o de falta de precaución, era una conducta premeditada, pues desde esa tarde del polvo en el auto de Pedro había desarrollado un gran morbo por dejarle colgando mi esperma en sus paredes vaginales, me excitaba tanto como echársela en la cara. Ella prefería más esta última opción, pues le evitaba hacer uso de la píldora del día después y los horribles malestares que estas le desataban.

De todas formas Katherine y yo íbamos a aprender la lección del uso abusivo de la píldora del día después. Lo íbamos a aprender de la manera más tortuosa posible: una falla.

Recuerdo que la noche de la debacle o “noche de los lechazos” fue en el último de los feriados de junio de ese año. Katherine me invitó a un paseo con algunos de sus compañeros universitarios, plan al que no solo no le vi problema, sino que me causó cierto entusiasmo, pues era una época de demasiado estrés para mí, ya que al contar con menos días laborales en la semana (hay tres feriados en junio en este país), la carga se acumulaba. Era la ocasión ideal para descansar, para dispersar un poco la mente, y para compartir con Katherine, quien para ese entonces me tenía completamente cautivado.

Esa vez viajamos la noche del viernes en el auto de Edwin, uno de los compañeros de clase de Katherine. Íbamos con él, su novia. En otro auto iba un muchacho llamado Juan y otras dos chicas. Nuestro destino era Melgar, un pequeño municipio a unas dos horas de Bogotá. Allí llegaríamos a la finca de Juan.

Fue nada más llegar para empezar a consumir licor en los alrededores de la piscina y en esta misma. Tanto la novia de Edwin como las otras dos chicas que iban con nosotros eran atractivas, por lo menos merecían un buen recorrido con la vista de arriba a abajo. Aunque no podía excederme en apreciaciones, pues Katherine estaba conmigo y de perderme contemplando a alguna de estas chicas, seguramente lo notaría y vendría una discusión.

Esa noche, la del viernes, Katherine se embriagó rápidamente, y yo no tuve más opción que alzarla, y llevarla a dormir. Me quedé junto a ella, me sentía agotado por el viaje y ciertamente porque también había consumido una buena cantidad de licor, así que decidí que era hora de dormir.

Al siguiente día fue un poco más de lo mismo, conversaciones, anécdotas, risas y licor en la piscina. Para mí, ver a toda hora a estas chicas en vestido de baño fue motivo suficiente para estar deseoso a cada instante. Katherine iba a pagar por ello, pues mi calentura era total. Entrada la noche le propuse a Katherine fumar un porro, pero como no lo quería compartir con los demás, le dije que fuéramos al respaldo de la casa.

Nos fuimos a este sitio oscuro y abandonado mientras escuchábamos las voces, las risas y los gritos de los compañeros de Katherine, que continuaban divirtiéndose en la piscina. Encendimos el porro y charlamos un poco mientras lo fumamos. Todo estaba tan oscuro que le propuse a Katherine que lo hiciéramos allí. No había cama, ni colchón, ni luz; solo el piso mugriento y el deseo de fornicar el uno con el otro. Como antes estábamos en la piscina, íbamos ligeros de ropa: la pantaloneta en mi caso y el bikini en el caso de ella. Eso facilitó muchos las cosas, pues fue cuestión de correrlo hacia un costado para penetrarla. Lo hicimos allí, de pie, recostados contra una pared, viéndonos a la cara.

La luz era casi inexistente en esta zona, pero suficiente como para apreciar el lindo rostro de Katherine. Sus sensuales labios rosas que se apretaban en el uno con el otro para sofocar cualquier gemido o ruido y sus grandes ojos oscuros, que clavaban su mirada en los míos en búsqueda de complicidad.

Los dos buscábamos ser silenciosos, pero no lo lográbamos del todo cuando nuestros cuerpos chocaban. Poco a poco eso iba importándonos cada vez menos. Llegó un momento en el que no tuvimos reparo en hacer el ruido que nos fuera necesario. Al fin y al cabo, el sexo seguramente estaba entre los planes de todos los que fuimos a este paseo. Ser descubiertos no nos importó mucho, pues estaba lo suficientemente oscuro como para que alguien pudiese apreciar más de la cuenta.

En esta ocasión no hubo chance para el sexo oral, tan apetecido por ese entonces por mi viciosa novia. El polvo fue relativamente largo, unos 15 minutos calculo yo, pero no nos dimos la oportunidad de variar de posición. Solo lo hicimos allí, recostados contra esa pared, siendo mis empellones cada vez más fuertes.

Para hacerlos aún más intensos, agarré a Katherine de las caderas y empecé a sacudirla fuertemente contra mí, como si su cuerpo fuera un juguetito diseñado para hacerme una paja. Tanto me entusiasmé que la descarga no tardó en llegar. Fue brutal dado que yo llevaba cerca de tres semanas sin sexo o masturbación. Inicialmente ella se molestó por haberme corrido en ella, pero entendiendo que no había opción diferente a recurrir a la tan bendita píldora del día después, omitió la molestia que le había generado mi exceso de confianza. De hecho lo superó rápidamente, pues con solo volver a la piscina con los demás, olvidó el malestar que tenía conmigo.
 
Pero para mí ese polvo fue solo un abrebocas, estaba desatado y ahora solo quería más. No hallaba el momento de echar otro polvo, claro que debía controlarme, pues había que compartir con los demás, todavía más cuando eres un invitado.

Claro que llegó un momento en el que yo consideré suficiente el tiempo de esparcimiento y diversión con todo el grupo, entendía que había llegado el momento de la privacidad y la pasión con mi novia. Pero ella parecía estar divirtiéndose con todos los demás, no quería presionarla, así que empecé a insinuarme con el mayor disimulo que me fue posible.

Estábamos sentados en círculo al interior de la piscina, obviamente yo estaba junto a Katherine. Aproveché para empezar a tocar sus piernas bajo el agua, asumiendo que nadie se daba cuenta de lo que hacía, aunque era evidente que si lo hacía, así como seguramente también se habían dado cuenta de que minutos atrás habíamos follado en la parte trasera de la casa.

Era delicado al hacerlo, mi objetivo era excitarle, y sabía que debía ser muy paciente para hacerlo. Deslizaba mi mano por sus piernas lentamente. Ocasionalmente por su zona púbica, aunque por encima de su bikini. Claro que a lo que más tiempo dediqué fue a la entrepierna, no solo porque sabía que iba a obtener el resultado deseado, sino porque a mí también me calentaba sobremanera acariciar la cara interna de sus muslos.

No tardé mucho en lograr mi objetivo. Katherine explicó a sus amigos estar cansada, me tomó de la mano y me condujo a la habitación. Era evidente que ninguno le había creído, que seguramente todos sabían que íbamos a follar, pero, ¿Qué más da? Ni a mí ni a ella nos importaba lo que ellos pensaran o creyeran, solo teníamos en mente complacer nuestros instintos más básicos.

“Ahora si me vas a recompensar con el cunnilingus que me quedaste debiendo”, dijo Katherine apenas cerró la puerta de la habitación. Yo la acosté sobre la cama, le saqué la parte baja de su bikini y de nuevo me puse cara a cara con su vagina. Antes de empezar a meter mano, dedique un buen rato a besar y acariciar su entrepierna, al fin y al cabo entendía que allí estaba la clave para empezar una buena sesión de sexo oral con Katherine.

Para ese entonces el sexo oral era casi tan habitual como darle un beso. Conocía casi que a la perfección lo que le gustaba y lo que no, el ritmo que debía llevar, cuando utilizar mis dedos, cuando acariciar superficialmente su vagina con la palma de mi mano, cuándo y cómo utilizar mi lengua. Me sentía todo un artista del sexo oral, por lo menos así me hacía sentir ella, pues lo disfrutaba más de la cuenta. Incluso llegué a popularizar mi perspectiva sobre el sexo oral entre mis conocidos: “Si no bajas al pozo, otro viene y se te toma el agua”, les decía a mis amigos para hacerles notar mi fascinación sobre esta práctica.

Supongo que la ingesta de alcohol hizo que Katherine estuviera un poco más desinhibida. Generalmente era una chica de poco ruido durante el sexo, pero esa vez, solo con el sexo oral levantó la casa a punta de gemidos. Su coño se humedeció rápidamente, como era habitual en ella; sus fluidos empezaron a correr por la cara interna de sus muslos, con los que a su vez apretaba mi cabeza ocasionalmente.

Fue una extensa sesión de sexo oral, pues me sentía en deuda con ella porque en el primer polvo de la noche no se había dado la oportunidad para complacerla como se debe. De todas formas no me incomodaba hacerlo ya que era una chica bastante aseada en su zona íntima, generalmente depilada e incluso perfumada; además del placer delirante que ya he mencionado le ocasionaba el transitar de mi lengua por su coño.

“Házmelo, fóllame ya”, dijo ella al interrumpir la sesión de sexo oral tomándome del pelo y levantando mi cabeza. Yo, ni corto ni perezoso, introduje mi pene en ella. Siempre, después de estas sesiones de caricias, besos y lengüetazos en su zona íntima, era todo un placer follarla, pues se humedecía tanto que mi pene se deslizaba en ella con especial facilidad.

Empecé con un movimiento de cadera lento pero profundo, mirándola constantemente a los ojos y comiéndole la boca ocasionalmente. A esa altura de la noche Katherine conservaba la parte alta de su bikini. Tanta era mi excitación que no me dio tiempo para quitárselo, me limité a bajarlo, dejando al descubierto sus pequeños pero hermosos senos. Para ese momento estábamos follando en la clásica posición del misionero, pero eso iba a terminar rápidamente, ya que ella pidió parar para hacerme una mamada.

Yo disfrutaba totalmente de ver su carita mientras metía mi pene entre su boca, pero en ese momento solo quería follarla, así que no duró mucho su mamada.

La puse de rodillas sobre la cama y empecé a penetrarla en cuatro, tomándola fuertemente de las caderas y embistiéndola con fuerza. Ocasionalmente la tomaba de los hombros para jalarla contra mí y hacer más profunda y contundente la penetración.

“Agárrame de las caderas, como ahorita”, me pidió ella en momentos en los que la tomaba por los hombros. Así que deslicé mis manos hasta llegar a sus caderas no sin antes dejar marcas de mis uñas en su espalda. Claro que se trató de algo muy leve, además de que su piel era sensible y seguramente estaba un poco más vulnerable luego de tantas horas en la piscina.

La agarré nuevamente de las caderas, con firmeza y buscando guiar sus movimientos para que la penetración fuera cada vez más fuerte. También aprovechaba la posición de mis pulgares para separar levemente sus nalgas, de modo que hacía más notorio, más visible su pequeño ojete, ese que alguna vez penetré pero que no fue de su agrado.

Nunca había sido agresivo con Katherine, pues ella, por su apariencia débil, delicada y todavía con rasgos de niña; me producía ternura más que cualquier otra cosa. Pero esa noche no sé qué pasó, pero en medio del furor, empecé a cachetear sus nalgas. Ella no dijo nada, evidentemente lo disfrutó, pues una vez que yo paré de azotar sus nalgas, ella misma las golpeó, como invitándome a seguir. No pasó mucho tiempo para que sus blancas y tiernas nalguitas se pusieran coloradas. Al verlas tan rojas, detuve los cachetazos.


A esa altura de la noche ella ya no tenía reparo alguno en gemir, ya no le importaba que sus amigos pudiesen escucharnos, solo le interesaba disfrutar del momento.

Katherine sintió el agotamiento de estar en esa posición y me pidió retomar la posición del misionero, que para ella era la de menor esfuerzo. Yo accedí, pues al estar en cuatro me perdía de la oportunidad de disfrutar de sus gestos. Así que sin perder tiempo le di vuelta, la acosté y la volví a penetrar.

Mientras volvía a introducir mi pene en ella, la besaba y acariciaba la cara externa de sus piernas. Por ratos me alejaba un poco, sin dejar de penetrarla, con el ánimo de contemplar su cuerpo y no solo su cara; con la intención de ver como mi pene se deslizaba entre su delgado y frágil cuerpo. También para tener la oportunidad de ver, tocar y acariciar su abdomen; que estaba muy bien concebido: plano, lo suficientemente tonificado para lucir sexy, sin llegar a la exagerada tonificación.

Empecé a arañar suavemente su abdomen mientras mis manos subían hacia sus senos, los cuales se sacudían bruscamente con cada empellón que le daba. Los tomé entre mis manos y jugué por un rato con sus pequeños pezones, que en ese instante estaban duros y deseosos de ser acariciados. Luego apreté sus pequeños senos, creo que como nunca antes lo había hecho, pues no era mi gran pasión hacerlo, sin embargo, esa noche sentí un fuerte deseo por tomarlos y estrujarlos entre mis manos. La mirada cómplice de Katherine también contribuyó a que lo hiciera.

Estuvimos follando en esa posición por largo rato. No puedo decir cuánto pues no lo sé, no lo contabilicé. Solo sé que llegó un momento en que mis brazos estaban completamente agotados, por lo que dejé caer mi cuerpo sobre el de Katherine. De todas formas, continué follándola, aunque sin el exquisito placer de ver su rostro. Pero eso se equiparó al dejar mi cara al lado de la suya, pues escuché con mayor intensidad su agitada respiración, sus ricos gemidos, que esa noche estuvieron más presentes que nunca; a la vez que me permitía sentir mucho más su cuerpo sudando, así como los acelerados latidos de su corazón.

Ella me abrazó, tanto con brazos y piernas. Los movimientos quizá se dificultaron, pero su humedad siguió en aumento. El saber de su excitación y el entender que ella estaba viviendo un nuevo orgasmo, hizo que yo llegara al mío. Y como previamente me había corrido en ella, esta vez tampoco tendría reparo o remordimiento alguno en hacerlo. La besé mientras alcanzaba el éxtasis, y aún después de haber alcanzado el orgasmo, continué besándola.

Su orgasmo no terminó con el mío, sino que se prolongó durante unos segundos más, tanto así que una vez que se la saqué, ella siguió suspirando levemente, y su cuerpo fue víctima de unos pequeños pero incontrolables espasmos. Las sábanas de la cama también estaban mojadas, en cierta medida por el sudor, y en cierto grado por los fluidos que Katherine dejó escapar durante el coito.

Mientras recuperaba el aliento me quedé arrodillado allí en la cama, viendo a Katherine aún acostada, que miraba hacia el techo mientras el semen escurría de su vagina.

Una vez que se recompuso, me pidió no vestirme, pues su deseo era que durmiéramos abrazados y desnudos. Yo accedí, pues también me apetecía que fuese así. Sin embargo, eso me iba a jugar en contra. 
Pasaron unas horas, yo desperté en la madrugada, concretamente a las tres de la mañana. Y al encontrarme desnudo, abrazado a Katherine, en medio de la oscuridad, no pude evitar excitarme. Empecé a besarla suavemente por el cuello, pero no iban a ser mis besos los encargados de despertarla sino me erección contra sus nalgas.

-         Hagámoslo otra vez, le susurré al oído
-         Dale
-         Pero vamos a hacerlo en la piscina
-         No, en la piscina no, que me puede dar una infección
-         Bueno, entonces al borde de la piscina
-         ¿Y si nos ven?
-         Esa es la idea, tentar al peligro. No nos van a ver…

Nos vestimos como si realmente fuéramos a entrar a la piscina, por si alguien llegaba, le diríamos que habíamos ido a echar un chapuzón de madrugada. Salimos de la habitación tratando de ser lo más sigilosos que pudimos, nos movimos en medio de la oscuridad hasta que por fin llegamos a la zona de la piscina.

Empezamos a besarnos y luego yo me tumbé en el suelo. Ella corrió su bikini hacia un costado y guió mi pene hacia su interior. Empezó a moverse lentamente sobre mí. Yo la dejaba llevar toda la iniciativa, quería disfrutar de verla imponer el ritmo.

Pero la tentación me venció más temprano que tarde y fue ahí cuando lancé mis manos hacia sus tetitas. Las acaricié inicialmente por sobre su bikini, y luego metí mis manos bajo este. Ella me miraba fijamente a la cara a medida que incrementaba el ritmo de sus movimientos.

La agarré de las caderas para sacudirla con más fuerza sobre mí, pero ella me dio una cachetada e inmediatamente me tomó de las manos, las dirigió por sobre mi cabeza y allí las mantuvo. Katherine deseaba tener completo dominio de la situación y yo se lo permití. Al fin y al cabo, lo estaba haciendo a la perfección. Sus movimientos su fueron tornando cada vez más contundentes, cada vez más frenéticos.

Poco a poco fue dejando escapar uno que otro gemido, aunque trataba de reprimirse para que nadie nos fuera a encontrar follando ahí. Su vagina rápidamente se humedeció, lo que facilitó sus bruscos movimientos sobre mí.
Pero rápidamente su condición física le iba a vencer, cediéndome la oportunidad de tener la iniciativa. Yo me puse en pie, la tomé de una mano y la llevé hacia una zona de árboles que había en inmediaciones de la piscina. La apoyé contra uno de estos, y la penetré por detrás, por su vagina, pero por detrás.

El tronco del árbol era grueso y parecía sólido, así que no dudé al momento de incrementar la intensidad de los movimientos. La tomaba por el abdomen, como con una especie de abrazo bajo; lo acariciaba y poco apoco deslizaba una de mis manos hacia su vagina, para jugar con su clítoris entre mis dedos a la vez que la penetraba.

Eso tuvo un alto costo, pues Katherine empezó a dejar escapar unos gemidos cada vez más fuertes. Pero a mí no me importó, pues disfrutaba con su excitación, con su placer y con sus ganas de gozar.

 

Ocasionalmente daba vuelta a su cara para besarla, aunque la mayor parte del tiempo lo que vi fueron sus redonditas e indefensas nalgas rebotando contra mi humanidad.

A esa altura de la noche el cansancio me estaba pasando factura, las piernas me temblaban del agotamiento e incluso llegó un momento en que sentí un calambrazo en el posterior de uno de mis muslos. Eso me llevó a concentrarme en terminar lo antes posible, pues ya estaba en las últimas. No dudé en ningún momento en volver a dejarle el coño lleno de semen a mi tierna novia, que esa noche había recibido más esperma que en cualquier otro momento de su vida.

Cuando se la saqué, ella se quedó recostada un par de segundos contra el tronco del árbol, dándome la oportunidad de ver mi semen correr pierna abajo por su humanidad.

Rápidamente y ya sin temor alguno, nos dirigimos de nuevo a la habitación para por fin descansar. Al otro día teníamos que ir a la zona urbana del municipio para comprar una píldora del día después. Claro que al día siguiente lo postergamos, pues estas pastillas tienen efecto durante las 72 horas siguientes, y entendimos que consumirla en medio del paseo solo lo arruinaría. Así que esperamos a volver a Bogotá para comprarla y para que Katherine la tomara. Desafortunadamente para nosotros, la píldora iba a fallar, y de ese modo nuestras vidas iban a cambiar drásticamente.
Fue una noticia que tardó en llegar, especialmente para mí. La pastilla entre sus diversos efectos tiene el desajuste de los periodos menstruales, por lo que un retraso no tiene que ser necesariamente un motivo de preocupación. Claro que no debería ser así, un retraso ha de ser motivo de alarma siempre, bajo cualquier contexto.

Durante el primer mes de retraso Katherine no quiso alarmarse, lo tomó como una situación normal, pero los días fueron pasando y su preocupación creciendo. Al final decidió hacerse una prueba de embarazo casera, consiguiendo un resultado positivo. Durante todo ese tiempo yo desconocí la situación, y fue ese día, el de la prueba casera, cuando por primera vez me enteré de lo que ocurría.

Luego recurrimos a un examen más fiable, confirmando lo que tanto temíamos. De todas formas, no había marcha atrás. Katherine nunca contempló el aborto como alternativa, por lo que las cartas estaban echadas. El siguiente paso era contárselo a su familia.


Capítulo X: La joya de la corona 

La noticia no cayó bien entre su familia ya que Katherine era una chica joven, que tendría que interrumpir sus estudios y que dar un giro de 180 grados a su vida. Yo estaba a punto de terminar mis estudios, pero eso no aseguraba que fuera a conseguir un gran trabajo. El que tenía hasta entonces no me daba para mantener un hogar, por lo que tendría que empezar a buscar otro...

 


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