Capítulo VII: Entrando
por el garaje
La excitación del polvo mañanero y sabatino había
pasado. Ahora caminaba de lado a lado en ese apartamento, pensando en la
reacción que iba a tener mi mejor amigo. También entendiendo que, si Katherine
estaba dispuesta a revelar esto a su familia era porque consideraba que yo era
su pareja. Ella y yo veníamos follando desde hace unos meses, pero nunca
charlamos acerca de nosotros, ni salimos en plan de novios, ni nada parecido,
hasta ahora se había tratado solo de sexo ocasional.
Yo había quedado bastante golpeado de mis anteriores
relaciones, y me había jurado a mí mismo permanecer solo de por vida. Claro que
era un juramento que había hecho bajo el dolor que implica una traición, y
habían pasado varios años desde ello. Amaba follar con Katherine, y sentía
por ella una especie de ternura, quizá una necesidad por protegerle, así que
tampoco me disgustaba la idea de salir con ella. Pero todo esto era, hasta
ahora, un delirio mío. Quise despejar dudas y lo hablé con ella, pues solo ella
podía ratificarme lo que éramos.
- ¿Qué crees que le vamos
a contar a mis hermanos? ...pues obvio que somos novios, me respondió con algo
de ironía
- ¿Y desde cuándo? Yo me
acabo de enterar
- No nos van a pedir esos
detalles. Tú asume que desde hoy, aunque déjame y hablo yo
Pintaba un poco mal este inicio de
relación para mí, pues desde un comienzo ella estaba imponiéndome reglas.
Camilo y Diana regresaron al apartamento, y el momento
de confesar mi amorío con la más pequeña de la casa había llegado. Estaba
nervioso, me sudaban un poco las manos, se me aceleraban las palpitaciones y
tragaba saliva. Me esperaba incluso una reacción agresiva por parte de Camilo,
pues en cientos de ocasiones lo escuché decirme “el que haga sufrir a mis
hermanas lo mato”. Yo no había hecho sufrir a Katherine, al contrario, pero
cualquier cosa podía esperarme.
Sin embargo, fue una sorpresa para mí el modo en que
se lo tomó Camilo, pues en ningún momento demostró malestar por la noticia,
quizá algo de sorpresa, pero no molestia. A la que no le cayó muy bien la
noticia fue a Diana, pues seguramente me tenía en un concepto de vago,
mariguanero, inútil y quién sabe qué más. Pero nada podía hacer. Conocía el
carácter de su hermana y entendía que no había forma de hacerla cambiar de
parecer.
Habiéndome quitado el peso de ocultar la verdad, di
rienda suelta a la relación que acabábamos de formalizar con Katherine. Esa
misma noche la llevé a cenar a La Ventana, un afamado
restaurante de la ciudad por su ambiente perfecto para el romanticismo.
Aunque Katherine para esa época no estaba muy enfocada
en el romanticismo, sino más bien en complacer sus instintos más básicos. Así
que después de cenar nos fuimos para Amarte, un motel seguramente
muy conocido para los que frecuentan estos sitios.
Allí llegamos casi en medio del desespero, como si no
lo hubiéramos hecho esa misma mañana; era una época en que ambos profesábamos
un gran deseo por el otro.
Fue nada más cerrar la puerta de la
habitación para tumbar a Katherine en la cama, sacarle el pantalón y su tanga,
y empezar una vez más a consentir su tierna vagina con mi boca. Era evidente
que a ella le apetecía, pues polvo a polvo se había ido volviendo adicta al
sexo oral que yo le daba.
No sé en qué momento me volví tan hábil para complacer
a una mujer con mis labios, mis manos y mi lengua, pues mi experiencia no era
muy amplia. Con las dos novias que tuve anteriormente no lo practiqué tantas
veces, y luego de ellas me experiencia se limitó a putas y Alexandra, y con
ninguna de ellas lo hice.
El caso es que Katherine deliraba con mi boca
consintiendo su vagina, que además tenía esa particularidad de humedecerse en
exceso; lo que a mí de paso me calentaba más y más.
Claro que mi anhelo esa noche era completar lo que
había empezado esa misma mañana. Esa exploración de mi dedo en su culo, pero
ahora no quería que fuera simplemente con el dedo, sino que quería inaugurar su
entrada trasera. Había llevado conmigo lubricante para facilitar la labor,
estaba ansioso por llegar a ese momento. Pero sabía que antes debía hacer
delirar a Katherine.
La penetración vaginal no tardó en llegar, pues cuando
Katherine alcanzó su primer clímax, empezó a pedirme que la follara. Sin
mayores complicaciones o arandelas empezamos, allí, en la posee del misionero.
Katherine me agarraba por las nalgas mientras que me pedía que la follara cada
vez más duro.
Así lo hice, la penetré a fondo y la sacudí
fuertemente con cada uno de mis movimientos. La besaba por el cuello y
ocasionalmente mordía sus labios. Ella se limitaba a dejarse llevar por mis
movimientos mientras me arañaba la espalda.
Luego le di vuelta, ella quedó boca abajo tendida
sobre la cama. Volví a penetrarla por su hermosa y rosadita concha, que a
esa altura de la noche lucía y se sentía totalmente empapada.
En esa posición empezamos muy despacio y poco a poco
fuimos incrementando el ritmo. Ella fue levantándose hasta quedar apoyada en
sus rodillas y en sus manos, es decir, hasta quedar en la tradicional posición
de perrito o en cuatro.
A mí me encantaba follarla en esta posición, pues a
pesar de que sus nalgas eran pequeñas, en esta posición se veían prominentes, espectaculares.
También me encantaba ver en alta definición la forma en que mi pene entraba y
salía por su tierna vagina. Pero lo que más me gustaba de follarla en esta
posición era el hecho de poder ver su ojete, haciéndome “ojitos” para que lo
penetrara.
Se la saqué y dirigí mi pene hacia el agujero de su
culo. Ella se sorprendió, apretó las nalgas y dio un par de pasitos hacia
adelante; giro su cara y me miró con asombro, no pronunció palabra.
Yo busqué tranquilizarla, le pedí que se animara a
hacerlo pues yo iría muy despacito, “incluso traje lubricante”, le dije
tratando de convencerla.
Ella cedió, aunque me dijo que si no le gustaba, yo
debía parar. Acepté e inmediatamente empecé a echarle el lubricante. Luego le
metí mi dedo índice y posteriormente se sumó el dedo corazón. Viendo que no
hubo mayor molestia, saqué mis dedos, tomé mi pene entre mi mano y lo dirigí a
su ano. Empecé a enterrarlo lentamente. Al comienzo ella permaneció en
silencio, no demostró gusto ni fastidio, solo agachó su cabeza y permaneció
estática mientras mi pene se hundía lentamente en su ojete. Pero cuando ya iba
adentro aproximadamente la mitad, soltó su primer gemido.
Yo lo introducía gradualmente. A medida que ingresaba
un poco más, lo sacaba y repetía el proceso hasta hundir un poco más.
Finalmente llegó el momento en que lo tuvo todo adentro. Ella se agarraba
fuertemente de las cobijas. Luego dejó caer la parte alta de su torso y su
cabeza sobre la cama, de modo que su culo permanecía en alto, pero el resto de
su cuerpo se apoyaba en el colchón.
Poco a poco empecé a incrementar el ritmo. Noté como
mi pene fue untándose un poco de mierda, pero no me importó, mi excitación
superaba cualquier sensación de asco.
Ella mordía las cobijas y la almohada, y yo juraba
para mis adentros que le encantaba. Así que decidí de nuevo incrementar un poco
el ritmo, pero ahí fue cuando todo cambio.
Vi cómo se le escurría una lágrima, así que decidí
detenerme, con mi pene aún dentro de su culo, para preguntarle “¿Te gusta?’”.
Ella, sin duda alguna dijo “no, sácamelo”.
Así lo hice, limpie sus lágrimas y acaricie sus
mejillas. Le pedí perdón, pues mi objetivo nunca fue ese. Ella lo entendió y no
me hizo reproche alguno. Fue al baño, se lavó un poco y volvió para continuar
la faena de sexo convencional.
La besé y a modo de disculpa le ofrecí hacerle sexo
oral de nuevo. Ella, ni corta ni perezosa accedió. Así que de nuevo hundí mi
cara en su vagina y pasé otro rato con su clítoris entre mi boca.
Ella lo disfrutaba, pero esta vez en silencio. Agarraba
mi cabeza para hundirla y restregarla contra su vagina. Luego, al sentirse
nuevamente al borde del orgasmo, me pidió que la penetrara.
Cumplí sus deseos, cabalgué de nuevo entre sus
piernas, frente a frente, cara a cara. También disfrutaba mucho de
hacerlo así con ella, pues podía ver su hermoso rostro a la vez que la cogía. Y
en ese polvo descubrí algo esencial para la relación de pareja que hasta ahora
emprendíamos. Katherine disfrutaba más del sexo en silencio, pues siempre que
era así, terminaba con alguna sorpresa. Primero fue con el charquito de fluidos
en el piso. Esta vez fue con un espasmo incontrolable de sus piernas, pues con
un nuevo orgasmo de su parte, llegó esta reacción.
A mí me pareció bastante curioso, también excitante,
debo aceptarlo, pues ver esa reacción involuntaria de su cuerpo solo revelaba
su fragilidad y el disfrute inocultable.
Pero a pesar de que este había sido
un polvo largo, yo aún no había llegado al orgasmo, mientras que ella lo había
alcanzado en varias ocasiones. Ella decidió que me lo iba a provocar con una
buena mamada.
Así fue, con sus ojitos seductores mirándome a medida
que introducía mi pene con más vehemencia entre su boca, deslizando sus
sensuales labios sobre mi miembro que sin control estalló de placer al interior
de sus fauces. En ese entonces ella sentía un poco de asco por cosas como esta,
pero luego fue afinando sus dotes de viciosilla y se convirtió en una
tragaleche de tiempo completo.
Capítulo VIII: Adrenalina de sábado
Como casi todas las relaciones, la nuestra fue
maravillosa en un comienzo. Pero el paso del tiempo es devastador. Empiezan los
celos, los reproches, las pataletas, los intentos de dominación del uno sobre
el otro. Bien decía Confucio “los años son escobas que nos van barriendo
hacia la fosa”. Yo sabía que iba a ser así, y aún no entendía por qué había
aceptado empezar un noviazgo con Katherine. Pero lo hecho, hecho está. Pensaba
para mis adentros, “echaremos 50 polvos buenos y desaparecerá la magia”...
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