La profe Luciana
Capítulo XIV: Regocijo dominical
Su casa era un lugar
prácticamente prohibido para nuestros fornicios por la casi habitual presencia
de su marido y su hijo. Solo dos veces habíamos copulado allí, la de la
profanación del santuario de Luis Gabriel y la de la fiesta.
Nunca más habíamos
encontrado la oportunidad de desatar nuestras pasiones al interior de su hogar.
Lo peor de todo es que la tuvimos frente a nuestros ojos durante mucho tiempo,
pero fuimos incapaces de advertirlo.
Los domingos fueron
siempre un día muy especial en nuestra relación. Al cometer casi todos nuestros
adulterios las ardientes noches de los sábados, fueron muchos los domingos que
nos vieron amanecer juntos. Y a medida que nos hicimos más íntimos, se nos hizo
cada vez más extraño el hecho de no amanecer un domingo el uno al lado del
otro. Veíamos con cierta melancolía esos domingos en que cada uno despertaba
por separado.
Luciana y yo fuimos
creando, inconscientemente, una rutina para esos domingos que nos encontraban
separados. Básicamente compuesta por el envío de mensajes calientes acompañados
de sus respectivas fotos y videos. Era una genuina jornada de ‘sexting’ que
desataba nuestra lujuria durante casi toda la mañana de los domingos.
Luciana aprovechaba que
su esposo y su hijo iban a misa, y con la casa solo para ella, se paseaba al
desnudo, registrando todo con la cámara de su celular para mi deleite.
“Estoy sin bragas”, me
escribió a las 6:30 de la mañana de uno de tantos domingos. El mensaje venía
acompañado de una foto de ella, estando en la cama, bajo las cobijas, en el
lecho que comparte con su marido, que se encuentra de espalda, aparentemente aún
dormido. A partir de ahí toda la mañana se convirtió en un trueque de
provocaciones.
“Clamo por sexo
descarnado”, arrancó otra mañana de domingo con una de sus insinuantes
imágenes. El desenlace para mí, ante la imposibilidad de vernos, era un pajazo.
Pero uno bien echado, un pajazo producto de la perversión desatada durante toda
una mañana, con su consecuente registro fílmico y fotográfico. Sendos pajazos
me pegué viendo sus tentadoras carnes e imaginándole esa carita chorreada.
“Los pezones se me
inflaman de puro deseo”, escribió de nuevo un domingo muy temprano. Esta vez
sobre las seis de la mañana aproximadamente. Su mensaje venía acompañado de una
foto en la que lucía una blusa manga sisa, de la cual parecía que sus pechos
iban a escapar. Luciana era una verdadera maestra de la seducción, utilizando
incluso el menor de sus atributos conseguía provocarme hasta sacarme de quicio.
Esa vez me propuso que
fuese a su casa, que aprovecháramos el rato que su esposo y su hijo se ausentan
para dar gusto a nuestras pasiones. No era mucho tiempo, una hora, quizá hora y
media si se distraían en el camino de vuelta a casa. Acepté de todas formas.
Teníamos que ser muy
meticulosos para llevar a cabo nuestro furtivo encuentro. El tiempo era limitado,
a diferencia del riesgo, que era mucho. Teníamos que calcular todo a la
perfección. Yo no podía llegar antes de que Luis Gabriel hubiese abandonado la
casa, tampoco podía llegar mucho después, pues perdería invaluables minutos
para satisfacer un instinto pasional que parecía insaciable.
No pasó mucho tiempo
entre que Luciana me envió su provocativo mensaje y el instante en que
acordamos que iría a su casa. Me puse en pie rápidamente, tomé un baño y un
desayuno rápido, y partí hacia su hogar. La eucaristía era a las diez, y como
Luis Gabriel iba a un templo que le quedaba cerca de casa, estaría partiendo
sobre la hora, faltando quince o quizás diez minutos.
Yo llegué sobre las
nueve de la mañana, pero no fui directamente a su casa, sino que me quedé en
una zona comercial aledaña al barrio, esperando a que Luciana me diera el
afirmativo vía Whatsapp.
Faltando un cuarto para
la diez llegó el anhelado mensaje, tenía vía libre para ir a fornicar a Luciana
en una mañana de domingo. Era toda una novedad, pues en todas nuestras
amanecidas dominicales nunca nos permitimos copular.
Todavía en pijama,
despeinada y con gestos de galbana, Luciana me recibió, me abrió la puerta y me
invitó a seguir, evitando perder tiempo, para así poder echar un polvo lo suficientemente
placentero, pero que no podía extenderse más de la cuenta.
Nos fuimos directo al
santuario de Luis Gabriel. Allí Luciana tenía acomodada una colchoneta en el
piso, por si hacía falta. Empezó a desvestirse no más al entrar. Hice lo mismo,
y una vez desnudos dejamos nuestras prendas sobre un atril dispuesto para
apoyar biblias.
Luciana adoptó posición
canina, abrió sus piernas y me invitó a deleitarme con ese postre exquisito que
tiene entre sus muslos. Clavé mi rostro allí, me deleité con los sabores de sus
labios internos, a la vez que con mis dedos acariciaba su clítoris.
Sus jadeos se hicieron
poco a poco más notorios. Lo que si apareció rápidamente fue su humedad, que
abundantemente fue colmando mi barbilla.
Luciana y yo
pretendíamos placer exprés, y si hay una forma de garantizar eso para ambas
partes es con una empotrada. Retiré mi rostro de su coño, para hundir mi
miembro entre sus carnes.
Que desfogue ese primer
instante de contacto carnal, de auténtica complicidad en el placer, ese primer
encuentro de dos almas. Encantador ese primer suspiro, jadeo o gemido que emana
una ninfa cuyas carnes arden del gusto.
Eso de vernos cómplices
una mañana de domingo fue maravilloso. Este coito dominguero tenía un sabor
especial, un no sé qué, imposible de definir, con un evidente gusto a prohibido.
Busqué no precipitarme
con mis movimientos, pero Luciana me agarraba de las piernas para orientarme,
para hacer de mi empuje algo cada vez más notorio y contundente.
Un rayo de sol entraba
por la ventana y me daba a la cara, mientras que yo solo tenía ojos para ver
sus ostentosas nalgas rebotando contra mí. La agarraba fuertemente de sus
caderas, y la sometía cada vez con más fuerza a mis abrumadoras embestidas.
El desenlace fue una
notoria corrida en su siempre hambriento coño. Ella se apoyó en sus rodillas y
echó su cuerpo hacia atrás, hasta dejarlo recostar contra el mío, para luego
recompensarme con un largo beso.
Creo que, hasta ese
entonces, ese había sido el beso más romántico y más sentido en nuestra ya
consolidada relación adúltera.
Eran las 10:30
aproximadamente. Estábamos justos de tiempo. Me vestí, la besé de nuevo, y salí
de su casa, deseando, ilusamente, que pasara el resto del día conmigo. Eso no
iba a pasar, tendría que conformarme con el delicioso recuerdo del beso con el
que remató esta faena de amancebamiento dominguero.
Era extraño eso de
verme una mañana de domingo caminando por una de las desoladas calles de la
ciudad, bajo ese sol tan característico de las jornadas dominicales, mientras
mis pensamientos se perdían en el recuerdo de lo recientemente vivido.
Capítulo XV: Adictos de lo prohibido
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