Follé con mi novia, su madre y sus hermanas
Capítulo VII: Fantasía cumplida, sueños destrozados
El
paseo terminó siendo tan espectacular como me lo esperaba, incluso más, no solo
porque me di el lujo de probar la hasta entonces enigmática vagina de Karla,
sino porque di rienda suelta a mi obsesiva pasión por fornicar con Majo en
sitios públicos.
Regresamos
ciertamente agotados, o por lo menos yo, sintiendo que no quedaba en mi gota de
semen, que todo había sido disparado en el sensual vientre de mi novia delgada
y veinteañera.
Pero
la lascivia reapareció en mí con el paso de los días, y esta vez acompañada de
una obsesión: de un deseo que se hizo incontenible, que adquirió en mi mente el
carácter de innegociable e irrenunciable: follar con todas las féminas de esta
familia.
La
tarea estaba prácticamente hecha, solo me faltaba Mariajosé, la sensual madura
a la que alguien como yo debía hacerle un monumento, pues se había atrevido a
parir a cuatro de las responsables de mis más exquisitos orgasmos ¿Y qué
homenaje podía ser mejor que el de penetrarla?
Me
obsesioné con eso, con encontrar la manera de follar con ella. Pero no iba a
ser fácil, no iba a ser sencillo que esta mujer aceptara fornicar con su
proyecto de yerno.
Era
de alguna manera diferente a lo ocurrido hasta ahora con las demás mujeres de
esta familia. Con Esperanza se dio porque ella presionó para que se diera así,
llegando a chantajearme en búsqueda de su silencio. Con Laura fue al contrario,
fui yo quien la sometió a chantajes, los cuales nunca estuvo dispuesta a
revelar porque habría puesto en juego su matrimonio y posiblemente su relación
con Majo. Lo de Karla fue algo extraño, quizá un calentón puntual del cual ella
no pretendía hablar públicamente jamás.
Pero
con Mariajosé todo parecía distinto, pues una simple insinuación de mi parte
podía ser suficiente detonante para que ella advirtiera a Majo de mi pérfido
comportamiento.
Sin
embargo, yo no estaba dispuesto a resignarme. Sentía que debía cumplir ese
anhelo sí o sí. No contemplaba terminar mi existencia en este mundo sin haber
probado las carnes tentadoras de este clan de mujeres delgadas.
Y
si bien pasé noches enteras maquinando la forma de conseguir mi cometido, nunca
conseguir plasmar un plan verdaderamente confiable y apegado a la realidad.
Afortunadamente
para mí, esa anhelada fornicación iba a llegar, de forma imprevista, pero iba a
terminar dándose.
Ocurrió
una noche, entre semana, en la que fui a visitar a Majo a su apartamento.
Decidí llegar sin avisar, para darle una sorpresa, luego de un día seguramente
estresante.
Pero
la sorpresa me la llevé yo. Cuando llegué, Mariajosé me dijo que Majo estaba
muy enferma, que estaba en cama con fiebre y escalofríos. Le pedí dejarme
entrar a saludarla, y una vez allí me ofrecí para ayudarle a cuidar a mi bella
y frágil Majo. Mariajosé aceptó mi ayuda sin titubear, me alcanzó una toalla
humedecida y me pidió frotarla suavemente por el bello rostro de mi novia.
Majo
no quise verse vulnerable ante mí, y aparentó en más de una ocasión estar mejor
de lo que su cara evidenciaba. Yo acariciaba su cabello, también sus mejillas,
y le daba besitos en la frente tratando de conseguir su tranquilidad. Majo se
quedó dormida mientras mis dedos acariciaban su pelo a la vez que me sujetaba
mi otra mano. No había nadie más en casa esa noche, y una vez vi a Majo
profunda, supe que era ahora o nunca, había llegado la hora de cumplir la más
grande de mis fantasías.
Me
retiré del cuarto sigilosamente, cerré la puerta, y de nuevo caminé
sigilosamente mientras buscaba a Mariajosé. Estaba en la cocina, distraída,
ensimismada cocinando algo.
La
aceché tras el marco de la puerta, ella no había notado mi presencia, y yo
pretendía que siguiera siendo así, por lo menos por unos instantes.
No
tenía planeado, y sabía que, si no se me había ocurrido a lo largo de estos
meses, mucho menos se me iba a ocurrir en ese instante. Lo único que se me vino
en mente fue asaltarla.
Así
fue. Entré silenciosamente a la cocina, me situé tras ella, y en un rápido
movimiento tapé su boca con una de mis manos. Con mi otra mano empecé a acariciar
de inmediato sus senos, todavía sobre su camisa.
Eran
de un tamaño considerable, blandos y aparentemente caídos, aunque era
comprensible que fuese así, pues haber amamantado a cuatro hijas seguramente
trae consecuencias como esas.
Ella
barbotaba, no se le entendía muy bien con mi mano sobre su boca. Pero verla
así, presa de la ira, de la desesperación y del asombro, solo lograba excitarme
más.
Fui
atrevido desde un comienzo, no solo agarrándole sus senos, sino estrujándolos,
magullándolos. También me di la licencia de manosearle el culo a mi antojo.
Mariajosé
llevaba puesta su pijama, lo que facilitó las sensaciones, pues la delgada tela
no era barrera suficiente para el tacto de sus carnes que, inconscientemente
iban entrando en una espiral de ardor.
Sus
nalgas no eran macizas, ni de una redondez ejemplar, es más, estaban
ciertamente flácidas y celulíticas, pero tenían el morbo de ser las nalgas de
la madre de mi novia. Qué festín que me di sintiéndolas a la vez que la besaba
por el cuello.
Ella
buscó resistirse por un buen rato, pero aquello de besarla por el cuello fue un
acierto, pues fue con esta acción que ella bajó sus defensas, disminuyó su
hostilidad, y al final terminó entregándose a una fornicación prohibida en
cualquiera de los manuales familiares.
Tras
una larga lucha, Mariajosé dejó caer sus manos sobre la encimera de la cocina.
Ya no le interesaba tratar de quitar mi mano de su boca, o alejar mi cuerpo del
suyo. Mi miembro erecto se recargaba contra sus nalgas, aunque todavía los dos
seguíamos bajo el resguardo de nuestras prendas.
Pero
no iba a pasar mucho tiempo para que esto dejara de ser así. Bajé el
pantaloncito de su pijama de un tirón, y acto seguido me agaché y enterré mi
rostro entre sus muslos.
Su
vagina no era atractiva a la vista, o por lo menos no para el común de los
gustos. Estaba sin depilar, sus labios le colgaban, eran más que notorios, pero
yo estaba tan obseso con esta mujer, que poco y nada me importó meterlos en mi
boca, saborearlos, deleitarme, y especialmente asegurarme de provocarle el
placer suficiente para que le fuese imposible arrepentirse a mitad de camino de
esta relación prohibida.
Tampoco
fue que yo le dedicara mucho tiempo al sexo oral, solo el suficiente para
advertir la humedad de su veterano coño. Una vez sentí ese ardor creciente, esa
humedad notoria, me puse en pie, desabroché mi pantalón, lo dejé caer un poco,
más o menos hasta la altura de mis rodillas, y acto seguido le introduje mi
miembro a fondo.
Fue
simplemente exquisito eso de sentir mi pene enterrándose entre sus piernas,
escucharle ese primer gemido, verla recostar su cabeza hacia atrás en un gesto
de completa sumisión.
No
hubo nunca delicadeza por mi parte, siempre pretendí penetrarla de forma
brutal. A todo momento fueron empellones que buscaban enterrarme en ella a más
no poder.
La
sonoridad de sus gemidos fue en aumento rápidamente, por lo que mi mano volvió
a situarse en su boca.
Mariajosé
era de contextura delgada, como sus hijas, pero seguramente el paso de los años
y la ralentización de su metabolismo le hizo perder esa magra figura. Al
penetrarla con vehemencia no podía sentir los huesos de su pelvis lastimándome,
como si me ocurría habitualmente con Majo.
Claro
que yo no podía dejar pasar esta oportunidad sin penetrarla a la vez que la
veía a los ojos. Así que le di vuelta, la subí en la encimera, y le volví a
penetrar su descolgada vagina.
El
ardor de su coño peludo era una sensación placentera, pero lo era todavía más
el hecho de poder ver su cara de viciosa. Sus dientes apretados, dejando
escapar suspiros y gemidos, sus ojos maliciosos clavados en los míos, su boca
ocasionalmente abierta, dejando escapar quejidos que eran ahogados con mis
besos.
Confieso
que a Mariajosé la follé como a una vulgar puta. La penetré con cierta
belicosidad, sin importarme en lo más mínimo el bienestar de sus paredes
vaginales. Me apasioné escuchando nuestros cuerpos chocar y especialmente
contemplando sus gestos de cincuentona calentorra ¡Qué golfa resultó ser la
madre de mi bella Majo!
No
tardé mucho en estallar de placer, en descargar mi esperma al interior de su
caliente y desgastado coño. Ella permaneció durante unos segundos más sentada
allí sobre la encimera, con la respiración agitada, y con un notorio gesto de
incredulidad.
Me
vestí rápidamente y le advertí que no debía soltar ni una sola palabra de esto,
pues de lo contrario podría afectar psicológicamente a su frágil hija.
Lastimosamente
para mí, esa advertencia, con visos de amenaza, resultó insuficiente para la
debacle. Mariajosé optó por contarle a Majo lo ocurrido, y a pesar de que ella
parecía negarse a creerlo, no podía asumir como falso el hecho de que su madre
le contara que yo le había forzado. Obviamente esto precipitó el fin de nuestra
relación, y a pesar de que yo luché por recuperarla, no hubo manera de que eso
ocurriera.
Podría
decir que me doy por bien servido al haber cumplido mi fantasía de fornicar con
las cinco mujeres de esta familia, pero eso no se equipara con lo que perdí, mi
bella Majo. Extraño todo de ella, su dulce forma de ser, su emotividad para
asumir el día a día, su suave y delicada piel, sus bellos y expresivos ojos,
pero especialmente lo que más extraño de ella es su forma de culear; esa
fogosidad que la alentaba a sostener relaciones en cualquier lugar, público o
privado, esa insaciable forma de ser que la llevaba a copular sin descanso a lo
largo de una noche, el estrangulamiento al que sometía su estrecha vagina a mi
pene, lo pervertida que se ponía bajo el efecto de los porros, sus besos
profundos capaces de provocar orgasmos. Eso lo perdí para siempre, y hoy, a
pesar de que han pasado unos cuantos años, la sigo extrañando como el mismo día
que me dejó.
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