La novia de Andrés
Comérsele
la novia a un amigo es motivo suficiente para sepultar esa amistad.
Afortunadamente a mí no me ocurrió tal cosa. Yo pude disfrutar de los ardores
uterinos de la novia de mi mejor amigo, Andrés, y él continuó brindándome su amistad
incondicional. Claro que no lo hizo porque estuviera de acuerdo con compartir a
su pareja, sino más bien porque hasta ahora no se ha enterado de dicha
traición.
Sé
que este relato puede terminar siendo la confesión indeseada y el detonante del
fin de nuestra amistad, pero hoy más que nunca siento la necesidad de
desahogarme respecto a lo que ocurrió en aquel viaje de fin de curso.
Han
pasado ya tres años desde eso, pero yo tengo el recuerdo fresco de aquella
noche en que me comí a Laura, la exquisita novia de Andrés. Ella estaba ebria,
pero tengo la seguridad de que, a pesar de eso, ella tiene un recuerdo de lo
ocurrido. Es que aquella noche no me medí, la forniqué como si de una vulgar y
corriente puta se tratara, y obviamente al día siguiente las dolencias y el
cansancio en su cuerpo le habrán hecho saber o por lo menos sospechar de lo
ocurrido horas atrás.
Nuestro
viaje de fin de curso seguramente fue muy similar al de cualquier otro grupo de
jóvenes que finalizan sus estudios secundarios; mucho consumo de licor, alguno
que otro consumiendo drogas blandas, demasiado descontrol, y especialmente sexo
adolescente.
Nuestro
destino fue la bella ciudad de Santa Marta, en el atlántico colombiano. Allí
nos hospedamos en un complejo turístico compuesto de varias cabañas, amplias
zonas verdes, espacios dispuestos para la recreación y el entretenimiento como
billares y piscinas, entre otras tantas comodidades.
Andrés,
que fue uno de mis grandes amigos desde muy niño, no pudo asistir al viaje
porque sus padres no le dieron permiso, fue uno de los pocos de aquella
generación que no compartió con todos los demás en aquel viaje que dejó
diversos recuerdos para unos y otros.
Fue
una noticia lamentable para todos los que nos considerábamos sus amigos
cercanos. Entendíamos que esta era una experiencia que sería inolvidable, y nos
causaba tristeza que Andrés no fuera a hacer parte del recuerdo colectivo.
Un
día antes de partir, Andrés me recomendó cuidar a su noviecita, que era una
chica a todas luces bella, con un cuerpo escultural, y seguramente apetecida
por varios de los que irían al viaje. Ella era una chica juiciosa, destacada
estudiante, y aparentemente muy enamorada de su novio, por lo que no habría
mayores problemas con ella. Pero de todas formas Andrés, concibiéndome como su
mejor amigo, depositó su confianza en mí para que fuera yo el encargado de
vigilar su buen comportamiento.
A
mí ella siempre me pareció atractiva, es que era delgada, con una curvatura muy
bien definida, unas caderas considerablemente anchas, muy provocativas, y una
cintura muy pequeña, que hacía resaltar todavía más sus portentosas caderas, y
su escaso pecho; parecía una de aquellas cinturas hechas en quirófano, de esas
que han necesitado de la extracción de costillas para lucir todavía más
pequeñas y perfectas, aunque este no era el caso, Laura era una chica
absolutamente natural. Sus piernas eran igualmente esbeltas y bien torneadas,
recubiertas por aquella piel blanca que aumentaba esa percepción de fragilidad
que tanto inspiraba. Su trasero era portentoso, absolutamente apetecible, era
la redondez hecha carne, era blanco, tierno, un tanto tembloroso, llamativo a
todo momento. Sus senos, como ya advertí, son pequeños, casi inexistentes, pero
otro es el sentir cuando se les contempla al desnudo, igualmente pálidos, de
pezón rosa y pequeño, una auténtica delicatesen. Y ni hablar de su abdomen, que
es escultural, que fácilmente podría ser utilizado para campañas
publicitarias.
Su
rostro era también muy bello. De apariencia delicada con ese recubrimiento tan
blanco y fino, de ojos color miel y almendrados, con una nariz pequeña y
respingada, con unos labios de un siempre tenue rosa y un tamaño promedio, y
cobijado bajo aquella cabellera de un color castaño claro, tendiendo al rubio,
larga y lisa, siempre sedosa, dando todavía más personalidad a una chica nacida
para deslumbrar por su apariencia.
Laura
siempre me pareció encantadora, pero desde aquel momento en que inició su
relación con Andrés, la concebí como un fruto prohibido.
Hasta
aquel paseo que me dejó el inolvidable recuerdo del ardor de su entrepierna y
del disfrute de su alma. No fue que yo lo hubiese planeado, sencillamente se
dio.
Fue
una noche en la que todos estábamos dispersos en varios grupos. Para mí parecía
iba a ser una noche tranquila. Yo había logrado lo que parecía ser mi gran
cometido en el viaje, cogerme a Camila, que era otra de mis compañeras de
clase, con la que siempre hubo cierta atracción, cierta tensión sexual; y el
desahogo de ese sentir lo habíamos logrado el día anterior. Por eso, esa noche
me senté a compartir unos tragos con los chicos con los que compartía cabaña
sin tener otro plan en mente. Hasta que apareció Miguel, otro de nuestros
compañeros, quien me comentó que Laura estaba completamente ebria, tanto así
que no se podía sostener, y que necesitaba de mi ayuda para llevarla a su
cabaña, pues ella así lo había solicitado.
A
mí me extrañó de alguna manera el pedido de la tiznada señorita, pues no éramos
grandes amigos, ni siquiera grandes confidentes, lo único que nos unía realmente
era la amistad con Andrés.
Me
acerqué a la zona del jacuzzi y allí la encontré, tirada en los alrededores,
vomitando y llorando por la ausencia de su amado novio. Me senté a su lado un
rato, ella así lo quiso. Necesitaba desahogar su frustración por la falta de su
amado Andrés. Ambos nos lamentamos por no contar allí con su presencia, y
cuando la sentí un poco más calmada, le propuse irse a dormir. Ella aceptó,
aunque me pidió que la llevara a su habitación, pues estaba tan mareada que no
podía mantener el equilibrio. Yo acepté y le pedí ayuda a Miguel, pero de
inmediato ella interrumpió, pidiendo que fuera exclusivamente yo el que la
cargase hasta su cabaña.
No
vi mayor problema en ello, Laura era una chica delgada, así que me sentí en
capacidad de llevarla yo solo hasta su habitación. La tomé cruzando un brazo
por debajo de sus piernas y el otro por debajo de su espalda. Debo aceptar que
sentir sus piernas me calentó en exceso, aunque hasta ahí no paraba de ser algo
coyuntural, algo producto de un tocamiento incidental.
Pero
luego, cuando por fin entramos a la cabaña en que ella se alojaba, me poseyó la
malicia y la perversión. El sitio estaba despejado, no había ni una sola de sus
compañeras de hospedaje allí, y a eso he de sumarle que ella estaba en bikini y
completamente ebria.
Claro
que yo traté de luchar contra la tentación. La acosté en una de las camas, la
cobijé con una sábana, y me despedí, pero ella me agarró de la mano y me
retuvo, aduciendo que tenía aún ganas de hablar y desahogarse. De nuevo el tema
se concentró en la ausencia de su novio y sus consecuentes lamentos. Yo la
acariciaba las mejillas y por ratos su cabello, como queriendo tranquilizarla
con eso. A la vez me daba un banquete visual al observar sus escasos senos
recubiertos por aquel top multicolor, y especialmente su vientre concebido para
el pecado.
Y
así permanecimos por un buen rato hasta que me animé a besarla, y para mi
sorpresa, ese fue el punto de quiebre aquella noche, pues a partir del beso sus
sollozos culminaron. Su boca tenía un fuerte sabor a cerveza, whisky y ron. Sus
labios se sentían mucho más carnosos de lo que aparentaban ser a simple vista,
y seguramente su estado alterado de consciencia por el licor, la hizo ser más
desinhibida, pues no tardó mucho en arrojar sus manos hacia mis genitales. Es
más, con su otra mano, tomó una de las mías, y la posó sobre sus diminutos
senos.
Eso
fue motivo suficiente para trastornarme, para hacerme olvidar cualquier pacto
de lealtad, para hacerme perder la cordura y disfrutar de la situación.
Desde
aquel primer beso, no paraos de juntar nuestros labios, de mordernos y de
intercambiar nuestra saliva, y mientras tanto yo aproveché para meter una de
mis manos bajo su bikini, y de esa manera al fin sentir esa vagina que
posiblemente era motivo de codicia para todos en el salón.
Yo
no era un experto en materia sexual, había copulado como mucho una decena de
veces en mi vida. Carecía de experticia, especialmente en el tema de la
masturbación hacia una mujer, pero siento que el alto estado de ebriedad de
Laura aquella noche, me permitió realizar una buena práctica.
Ella
nunca me advirtió con palabras si le estaba gustando o no, pero sus jadeos, sus
gemidos, y especialmente el creciente ardor de su vagina me sirvieron como seña
de que estaba realizando bien las cosas.
Es
más, creo que esa fue la primera vez que masturbé a una exquisita señorita. Fue
algo que realmente disfruté pues tuve la oportunidad de comprender el
incremento de su excitación. Cuando comencé a tocarle su carnosa vulva, era
leve el calor que de allí emanaba, apenas perceptible. Pero con el paso de los
minutos y con la variación de mis movimientos, empecé a notar el incremento de
sus ardores.
También
fue la primera vez que me di el gusto de saborear una vagina sin asquearme.
Saberla tan excitada me pareció sumamente excitante para mí. Y entonces no hubo
asco u olor que pudiera detenerme. Quité la sábana que minutos atrás le había
puesto encima, la liberé de su bikini, y posé mi cara a la altura de su coño.
Y
fue así que percibí, en primer plano, los vapores que expulsa una vagina cuando
está hambrienta. Me fascinó percibir el aumento de sus fluidos, y especialmente
me encantó verla retorcerse del gusto.
No
sabía en ese entonces ni siquiera cuál era el clítoris, pero algo estaba
haciendo bien, pues Laura no paraba de curvarse por el deleite, y tampoco de
gemir. De hecho, lo hacía sin pena alguna, y yo, viendo que no había nadie más
allí, y disfrutando de la escena, procuré proporcionarle el suficiente disfrute
para que el concierto de su gozo no encontrara fin.
Ella
apenas podía coordinar sus movimientos para empujar mi cabeza, con ambas manos,
hacia su exquisito coño. Yo estaba extasiado al atragantarme con las carnes de
su vulva y con los fluidos que las sazonaban.
Y
al percibirla tan casquivana y tan calentorra, no pude aguantar las ganas de
deslizarle mi miembro por aquella exquisita cavidad del placer.
No
tuve tiempo ni cabeza para pensar en protección, y mucho menos en promesas de
lealtad y de amistad, solo me supe esclavo de la necesidad de cogérmela.
Ella
cerró sus ojos, abrió ligeramente su boquita, y me permitió comandar el
zarandeo de nuestros cuerpos al unísono. Se le notaba su alto estado de
embriaguez, se le percibía incapaz de tomar la iniciativa, estaba completamente
entregada, así que fui yo quien dominó la situación de principio a fin.
Y
como la vi tan desbocada y tan puta, no tuve reparo alguno en cogérmela con
agresividad. Azotándole ese coño como queriendo castigarla por borracha y por
libertina.
Disfruté
a más no poder del sonido de nuestros cuerpos calientes y pegajosos al chocar,
de sus exquisitos y sonoros gemidos de señorita disoluta.
La
agarré fuertemente de sus caderas y se las sacudí a mi antojo con el ánimo de
enterrar y desenterrar mi pene a voluntad. Cuando la sentía demasiado
escandalosa, interrumpía su ópera de gozo con un beso de esos que se dan con
rudeza y excesivo apasionamiento.
Y
al final, ese cóctel de incesantes fluidos, de gemidos sonoros, y de choques
brutales entre nuestros cuerpos, me hizo estallar de placer. Tuve la delicadeza
de retirarle mi miembro a tiempo, para luego cubrir su tan demarcado y
exquisito vientre con mi esperma.
Al
terminar la besé, y posteriormente le comenté que iría al baño por un poco de
papel para limpiarle mi material genético de su bonito abdomen. Entré al baño,
me quedé observándome en el espejo por unos cuantos segundos, aún incrédulo por
lo que acababa de ocurrir, me lavé la cara para retirarme un poco ese tufillo a
coño, tomé un poco de papel y regresé. Ella ya se encontraba dormida. No tuve
la oportunidad de cruzar palabra con ella, ni siquiera para pedirle que
guardase el secreto de lo ocurrido. Me limité a limpiarla, volví a taparla con
la sábana y salí de allí.
Al
siguiente día los dos actuamos como si nada hubiese ocurrido. Nunca tuve la
oportunidad de sentarme con ella a solas para hablar de aquella noche. Tampoco
tuve mayores intenciones, pues no sabía si ella lo recordaba, y no quería
arriesgarme a ser yo quien le recordarse de una situación sobre la que ella, al
parecer, no guarda recuerdo alguno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario