La mujer de un tombo
Carolina
es la mujer de un Mayor de la Policía que no tiene remordimiento alguno a la
hora de faltar al sexto de los mandamientos de Dios: No cometerás adulterio. Es
más, Carolina es una adultera consagrada, y yo he tenido la maravillosa
oportunidad de ser su juguete sexual de turno.
Su
apetito es voraz, insaciable. Hoy son pocos los muchachitos del barrio que no
conocen las delicias de las que es capaz esta mujer. Lleva engañando al Mayor
Espitia durante una década aproximadamente, y es una auténtica maestra del
sigilo, la reserva y la traición. Es obvio que él todavía no lo sabe, a pesar
de que lleva años y años siendo el cornudo del barrio, pues de saberlo es muy
probable que hubiera buscado a cada uno de los amantes de su querida Carolina
para hacer justicia por mano propia, al igual que habría sido muy probable que
hubiera “ajuiciado” a su mujer a golpes o incluso a bala, pues en sus maneras
se nota que ese es su proceder.
A
Carolina la conocí en una peluquería que funcionaba en el barrio. Yo viví toda
mi vida en este lugar, por lo que era un cliente habitual de aquella
peluquería, es más, solo a doña Sandra era capaz de confiarle algo tan sagrado
como la manipulación y el corte de mi pelo.
Esa
tarde, la que conocí a Carolina, ella estaba siendo atendida mientras que yo
esperaba en aquel recordado sofá negro, de cuero, en el que muchos nos sentamos
alguna vez a ojear revistas viejas mientras esperábamos el turno.
Carolina
le contaba a Sandra de sus andanzas extramatrimoniales. Lo hacía con total
desparpajo, incluso con algo de orgullo por aquello de ser toda una maestra del
ocultamiento. Se reía, se señalaba el culo o sus pechos, mientras Sandra apenas
asentía con la cabeza mientras movía el cepillo y el secador de pelo.
Yo
pude escuchar solo una parte de la conversación, en la que la aventurera
mujercita le admitía a la estilista su predilección por los hombres jóvenes, pero
el ruido del secador me hizo imposible de captar algunos apartes de aquella
confesión. Claro que lo realmente valioso no fue solo escuchar esta charla,
sino el hecho de haber coqueteado con ella por primera vez.
Nos
veíamos a través del espejo, y a pesar de que no nos conocíamos de nada, de que
no nos habíamos visto nunca, de que no habíamos siquiera cruzado palabra
alguna; no importó nada de eso, pues lo que primó fue la intención mutua de
coquetear, de hacer saber el deseo que profesaba el uno al otro.
En
esos tiempos Carolina no tenía todavía consolidado ese expediente amatorio por
el que hoy la conocemos en el barrio, estaba recién llegada. Ella apenas se
había dado el lujo de cometer uno o un par de sus adulterios, aunque deseos no
le faltaban por hacer crecer el listado de queridos.
Y
fue así que logré mi oportunidad, con tan solo 18 añitos me di el gusto de
probar las delicias de aquella mujer orgullo y trofeo de aquel Mayor.
Se
notaba que Carolina era de aquellas mujeres a las que la cabeza no les sirvió
para el estudio, para formarse y para prosperar por si misma, sino que encontró
como alternativa para su sustento aquello de abrirle las piernas a uno de esos
seres de formación castrense, cuyo imaginario es el de ser el del hombre de la
casa que es capaz de mantener contenta a su mujercita, mientras ella le sirve
de trofeo en eventos sociales, a la vez que gasta y gasta.
Carolina
tendría unos 27 años para ese entonces. No trabajaba y dedicaba su vida a las
labores del hogar y al cotorreo por el barrio.
Yo,
por el contrario, soñaba con estudiar ingeniería mecatrónica, pero mi familia
carecía de los recursos para pagar mis estudios en aquel saber, así que tuve
que conseguir un trabajo que me permitiese darme la oportunidad de formarme.
Conseguí uno como ayudante de uno de los comerciantes del barrio. Tendría que
estar pendiente del abastecimiento del local, de cerrar caja y entregar cuentas
a diario, de cargar y ordenar cajas y productos que constantemente llegaban al
comercio, y por supuesto, tenía la tarea de atender a la clientela, que de
hecho era la labor principal.
Este
trabajo no solo me iba a dar la oportunidad de ahorrar unos pesos para luego
pagarme los primeros semestres de la carrera, sino que también me brindaría la
oportunidad de socializar con la gente del barrio, incluida Carolina.
Ella
era una habitual cliente de la tienda. Iba prácticamente a diario para adquirir
huevos, leche, pan o cualquier otro producto que hiciese falta en su hogar en
el día a día. Yo disfrutaba con cada una de sus apariciones por la tienda, me
daba el gusto de apreciarle ese culo regordete, esas caderas anchas, y
especialmente esas piernas talladas por los mismísimos dioses.
Es
que, sinceramente, sus piernas eran cosa sería. Eran largas, perfectamente
torneadas, carnosas, macizas; apetecibles con cualquiera atuendo, pantalones
ajustados u holgados, faldas, leggins, shorts; en fin, eran una eterna tentación.
Su
culo igualmente era portentoso, ancho y de una linda y redonda forma. Lucía
algo tembloroso cuando ella caminaba, atributo que por lo menos a mí me hacía
perder la razón, y a eso ha de sumársele su generoso tamaño.
Sus
caderas se correspondían con tan imponentes piernas y con tan deslumbrante
trasero; eran verdaderamente macizas, de un ancho más que suficiente para
acentuar su condición de fémina fértil.
En
general su cuerpo estaba muy bien concebido, su piel trigueña, su cintura
pequeñita y su abdomen plano y trabajado. Quizá sus senos eran su atributo
corporal menos llamativo, pues eran pequeños y habitualmente pasaban
desapercibidos por su forma de vestir.
Su
rostro tampoco era de enmarcar. De hecho, su cara era un poco fea. Su nariz era
considerablemente grande, con alguna irregularidad a la altura del tabique. Sus
ojos eran negros, grandes y expresivos, realmente muy bellos. Sus labios a
pesar de ser ciertamente carnosos, no lograban lucir llamativos. Claro que
había un detalle en su rostro que lo hacía lucir mejor, o por lo menos que le
entregaba esa característica de picardía que tanto buscamos los hombres.
Carolina poseía un lunar en inmediaciones de sus labios.
Su
cabello también era muy lindo, largo y muy negro. Lucia siempre limpio y
peinado, y acentuaba lo oscuro de sus ojos.
Yo
fui uno de sus primeros amantes en el barrio, pues la inevitable interacción
cliente-tendero, sumado a mi constante coqueteo y su insaciable apetito carnal,
me iban a garantizar ese placer de privilegiados.
La
primera vez que copulamos ella se apareció por la tienda, compró un par de
víveres y preguntó si nosotros hacíamos domicilios, a lo que Ramiro, el dueño,
respondió que sí. Al día siguiente Carolina hizo su primer pedido: una bandeja
de pechugas deshuesadas, un sobre de queso parmesano de 100 gramos y un frasco
de cúrcuma en polvo.
Yo
sabía que iba para su casa, no porque yo hubiese tomado el pedido y hubiese
escuchado su voz, sino porque Ramiro me lo dijo. Me entusiasmé porque por fin
iba a saber dónde vivía esta delicia de mujer.
Toqué
el timbre. Ella se tardó un poco en abrir, pero he de admitir que la espera
valió la pena. Carolina llevaba una bata (albornoz) al momento de abrir la
puerta, prenda que además permitía apreciar sus piernas casi por completo.
“Pasa, pasa y me ayudas a colocar las cosas”, dijo ella como si se tratara de
un gran mercado.
A
esa altura yo ya tenía claro que esta mujer tenía entre sus planes devorarme, y
yo no tenía motivo alguno para oponerme. Aunque tenía que dejar que fuese ella
quien se insinuara, pues por más sugerente que resultara la situación, podía
equivocarme.
Su
forma de llevar las cosas al punto deseado fue ciertamente pobre, carente de
creatividad. “Antes de que te vayas asesórame con cuál de estos vestidos de
baño luzco mejor para mi marido”, algo así dijo ella para retenerme unos
minutos más allí y lograr su objetivo. Sinceramente habría sido más sencillo
que me lo hubiera dicho, yo habría accedido de inmediato, pero quizá no se
atrevía a ser tan directa.
Claro
que yo no le di la oportunidad de mostrarme los dichosos vestidos. Cuando se
puso el primero de estos, de dos piezas, ambas negras; me acerqué a ella en un
instante que me dio la espalda, y le metí mano en su entrepierna. Ella dio un
pequeño brinco, revelando su sorpresa por mi atrevida y directa respuesta. Y
entendiendo que no hacía falta más indirectas o provocaciones, se dio vuelta y
empezamos a besarnos.
Recuerdo
muy bien esa sensación de ardor que emanaba de su entrepierna, incluso en
aquellos instantes cuando todavía estaba resguardada bajo aquel bikini negro.
Claro que yo no me concentré exclusivamente en su entrepierna, habría sido un
completo desperdicio. Me tomé el tiempo necesario para acariciar sus piernas, para
hacerla disfrutar con el paso de mis dedos, mis labios y mi lengua, lo cual no
solo provocó su disfrute, sino también el mío.
Es
que ahora que tenía aquellas piernas en mis manos, las sentía más carnosas de
lo que aparentaban a simple vista, las concebía todavía más imponentes, mucho
más majestuosas, delicadas y provocativas.
Ella
permanecía allí en pie, recostada contra la pared, supervisando el recorrido de
mis manos y de mi boca por sus piernas. No escatimó a la hora de suspirar y de
jadear, es más, vociferar su gozo era una de las situaciones que más
disfrutaba, le encantaba ser abiertamente calentorra.
Realmente
me apasioné besando sus piernas, tanto así que me olvidé del resto de su ser,
me concentré por completo en tan perfectas extremidades con las que había sido
bendecida esta mujer.
Ella
no se opuso, sino que complementó el paso de mis labios por sus piernas, con el
inicio de sus tocamientos. Para el momento que me animé a correr hacia un
costado la pieza inferior de su bikini, ese coño estaba en completo ardor.
Era
una verdadera caldera, de la cual me animé a beber directamente tan delicioso
néctar. Pero mi oportunidad de degustar esos fluidos de sabor sanguíneo y
salado se vio interrumpida por el apuro de la adultera mujer. “Házmelo pronto,
que mi marido viene a almorzar”.
Hasta
ese entonces yo no sabía mucho de su marido, es más, no sabía nada aparte de
que ella lo engañaba con chicos jóvenes. Pero esa mañana ella no solo me hizo
saber que su esposo era policía, sino que era un celoso patológico, capaz de
matar por salvar su honor.
Me
puso algo nervioso esa revelación, pero sinceramente lo que más me generó fue
morbo. Me entraron unas ganas incontenibles de follarla, ahora más que nunca.
Y
fue así que me bajé el pantalón a toda máquina, sin perder el más mínimo
segundo. Tomé mi miembro entre las manos y lo conduje para ingresar en aquella
acalorada vagina.
Follamos
allí de pie, recostados contra aquella pared blanca. Carolina no escatimó en gemidos
y otras expresiones de disfrute, me hablaba al oído y me incitaba a follarla
como me diera la gana.
Yo
la tomaba por las nalgas para dirigir el azote de sus caderas contra las mías.
Veía sus carnes temblorosas ante cada uno de las embestidas de mi cuerpo.
Igualmente me daba el gusto de ver su fea carita llena de gestos de fruición.
Sus
besos eran lentos, verdaderamente despaciosos, acompañados de una gran e
inquietante actividad de su lengua. Sus senos se aplastaban contra mi pecho. A
pesar de que estaban todavía reprimidos bajo su top, se sentían duros, con su
pezón apuntando directamente hacia adelante.
Ella
me preguntaba constantemente si me gustaba como lo estábamos haciendo, y yo estaba
tan encarnizado penetrándola, que me limitaba a responderle asintiendo con la
cabeza.
Yo
por el contrario no me tomé la delicadeza de preguntarle por su disfrute,
aunque realmente no hizo falta, pues no hay nada más sincero como la humedad de
una vagina.
Fueron
aproximadamente 15 minutos los que duramos allí, en pie, recostados contra
aquella pared, amancebándonos obsesamente. Y cuando me sentí al borde del
frenesí, retiré mi pene de su cuerpo para disparar mi esperma contra su
abdomen.
Fue
sublime, tanto para ella como para mí. Por lo que acordamos que esta no sería
la última vez que nos compenetraríamos en uno solo. Seguimos viéndonos a
escondidas para fornicar a placer, aunque poco a poco ella fue aumentando la
baraja de compañeros de adulterio, por lo que yo terminé por convertirme en uno
más de aquel largo listado.
Más
temprano que tarde Carolina terminó encinta. La identidad del padre de aquel
niño es toda una incógnita en el barrio. Muchos fuimos los que nos la cogimos,
e igualmente varios fuimos los que nos dimos el gusto de arrojar nuestro
material genético en su interior, aunque seguramente ella se tomó el trabajo de
hacer pasar al niño como hijo del Mayor Espitia.
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