La profe Luciana
Capítulo VII: Desvirgue "motelero"
Al día siguiente le
escribí. Además de saludarle y preguntarle por su día, le consulté por la
velada que había pasado junto a su esposo, a lo que me respondió sin complejo
alguno que se lo había tenido que tirar.
“Desafortunadamente el
pobre ya no responde como se debe, y yo, que tengo mi apetito en constante
aumento y mi deseo resurgiendo una y otra vez, sigo con ganas de saciar mis
fuegos internos”, escribió ella en un chat de Whatasapp que minutos después iba
a ser eliminado, por aquello de las apariencias que hay que guardar.
Le confesé que estaba
ansioso por ser nuevamente el protagonista de sus depravaciones, pero me
sinceré al contarle que no estaba en la plenitud de forma, que necesitaba de un
par de días, por lo menos, para que mis testículos se recuperaran del drenaje
al que habían sido sometidos gracias a su exuberante sensualidad.
Luciana entendió mi
respuesta, y me alentó a recuperar mi mejor estado de forma, pues según ella,
tenía una sorpresa guardada para mí. “Las
cosas buenas toman tiempo”, dijo en un escueto mensaje que pretendió calmarme,
pero que no lo logró.
Es más, dicho anuncio
no hizo más que elevar mi ansiedad, creó en mí una dificultad adicional en
aquel objetivo de dejar pasar el tiempo necesario para recargar la líbido. El
paso de las horas me hacía desear contactarla para tener el gusto de degustar
la sorpresa prometida, me sentía como aquel adicto que cuenta el paso de las
horas y de los días, que se contiene cuando está a punto de ceder ante aquello
que lo envicia.
Conocía a la perfección
esa sensación, pues en alguna época de mi vida fui un apestoso adicto al
tabaco. Varias veces me propuse dejarlo, y en la gran mayoría de ellas fallé,
claudiqué en el intento. Pero luego hubo una ocasión en que mi fuerza de
voluntad fue superior a cualquier otra cosa. No fue nada sencillo, pues era tan
dependiente de la nicotina que contaba el paso de las horas para agrandar el
logro, y cuando contar horas ya no era razonable, empecé a contar los días, y
luego los meses, hasta que por fin lo di por superado.
Y ahora, una vez más en
mi vida, tenía esa sensación, aquella de estar luchando contra la ansiedad,
contra los demonios de la mente, para no entregarme a algo que no valía la
pena. No precisamente porque Luciana no lo valiera, sino porque al no estar en
plenitud de condiciones, era todo un desperdicio. Para volver a estar con ella
necesitaba estar desbordado de deseo, lleno de vigor, solo así podría ponerme a
la altura de una divinidad de los placeres mundanos y sacarle el máximo
provecho a un coito que venía con el enigmático anuncio de sorpresa.
Le propuse que nos
viéramos el sábado de la siguiente semana. Ella accedió, proponiéndome
recordarle un par de días antes, pues quería garantizar hasta el último de los
detalles de la sorpresa que tenía para mí. Me revolcaba en mi “crapulencia” al
imaginar lo que su retorcida mente tenía planeado para mí.
Verme ansioso y
desesperado, y contrastar ese estado con la poca atención que nos brindábamos
con Adriana, me hizo notar por primera vez en diez años, que mi matrimonio
estaba llegando a su fin. Era el principio del fin. Y si bien a mi poco y nada
me importaba perder a Adriana, no dejaba de causarme angustia lo que iba a
pasar con los niños y con nuestros bienes.
Especialmente con los
niños, pues el divorcio traería consigo el consecuente alejamiento de ellos,
por aquello de que los jueces habitualmente prefieren que los niños se queden
con su madre.
En eso me puse a
pensar, me puse a quemarme la cabeza imaginando uno y otro escenario, en el que
yo siempre salía perdedor de la separación. Pero con todo y eso no me
importaba, pues era consciente de que no era auténticamente feliz compartiendo
mi vida con Adriana. Diez años atrás no me había imaginado así, y ni que hablar
de lo que pensaría mi yo de hace 15 años, que como mínimo me conectaría un buen
sopapo por ser el típico huevón sometido, el clásico calzonazos.
Con Luciana no volví a
hablar sino hasta el miércoles de la siguiente semana, a tres días del
encuentro prometido. Fui yo quien inició la conversación en esta ocasión,
dejándome ganar por la ansiedad, evidenciando mi desespero por aquel encuentro
pactado.
Luciana, que ya era
toda una experta en llevar a cabo sus adulterios, me tranquilizó con un mensaje
en el que comentaba tener todo finiquitado para el gran encuentro sabatino. De
nuevo iba a ser en la noche, básicamente por esa complicidad que propician las
sombras. Lo único que me adelantó es que tenía que recogerla a las ocho y media
de la noche, de nuevo, en la academia.
El sábado llegó y a mí
me carcomía la desesperación. Desperté con una erección digna de mencionar. En
ese entresueño de los primeros segundos de la mente buscando recuperar la
consciencia, me imaginé enterrándome en la entrepierna de Luciana; Adriana
estaba a mi lado, y yo tenía mi pene en un estado tan febril que pensé en
penetrarla a traición, mientras dormía. Es más, si a mi lado hubiese estado un
ladrillo, habría pensado igual en penetrarlo a las malas.
Pero no lo hice. No
valía la pena. No iba yo a desperdiciar una bala para matar a un indigente
cuando horas más tarde tendría que enfrentarme al capo de los coños.
Ya casi que ni me
acordaba de cómo era que se sentía el coño de mi mujer. Solo podía recordar que
sus polvos eran insípidos y vulgares, y que no había recompensa en ella que
pudiera equiparar lo que por obra del destino había hallado fuera de casa.
Me di una ducha fría
para aliviar tensiones, para recobrar un poco la cordura, para aliviar esa
sensación que el exceso de testosterona estaba causando en mí. Es que yo estaba
muy salaz.
En la mañana, luego de
desayunar, y para distraer de nuevo a mi mente lasciva, salí a mercar unos
artículos de primera necesidad para la familia. Pero esa diligencia, se me
convirtió en un paseo del deseo. Mujer que me cruzaba, mujer a la que trataba
de vislumbrarle la entrepierna. A todas buscaba imaginarles el coño, y siempre
los comparaba mentalmente con el recuerdo que tenía del de Luciana. No había
manera, eso era una obra de arte, era una vagina sin igual y siempre igual. No
veía el momento para tenerla de nuevo ante mis ojos, entre mis manos y entre mi
boca.
Pues sí, estuve preso
del deseo, pero especialmente del agobio; ese que se apodera de los hombres
cuando se espera con anhelo por la llegada de alguien o algo ¡Todo el verraco
día arrecho!
Es que hasta pensé en
clavarme una paja en la tarde, horas antes de partir, pues sentía que así podía
estar más calmo, más centrado a la hora de conversar con Luciana. Pero no,
terminé por aceptar que esa idea era más producto del deseo de desfogar más
temprano que tarde. Quedó del todo descartada.
Y la hora señalada
llegó. Salí casi con dos horas de anticipación, por aquello de los atascos
imposibles de esta ciudad, esos que te atrapan entre luces, botellas de
Vive100, indigentes que te extorsionan con un trapo y un poco de jabón, o les
das o te vuelven mierda el panorámico, y en alerta por si cualquier malandro de
este edén de la delincuencia está acechando por los alrededores.
Aun saliendo con tanta
anticipación, terminé llegando justo, sobre la hora. El tráfico de esta ciudad
es cosa seria, y un sábado en la tarde ni qué hablar. Especialmente por la
vitoreada vía rápida, que solo es rápida para taponarse. Los sábados, en países
de trópico y páramo simultáneo, tienen un efecto alborotador del populacho, y
todos los que sobreviven con la miseria que aquí se tiene por mínimo, se siente
con la autonomía de salir a despilfarrarlo en una de esas tardes de sábado con
cielo azul y el sol brillando a tope, una tarde sabatina y capitalina por
excelencia, disfrute solo comprensible en estos parajes del subdesarrollo.
Me agradecí eso de ser
previsor, de ser frío y calculador. Mi anticipo me había garantizado cumplir
con una cita que jamás me habría perdonado perder.
Al fin estaba allí,
estacionado frente a la academia, ahora un poco más calmo porque la espera
estaba a punto de terminar. Mentalizándome para disfrutar de cada instante con
Luciana, incluso los que no implicaban sexo. Ella me intrigaba, aún era lo
suficientemente desconocida para mí como para suponer una u otra cosa de ella,
era todavía un enigma, un delicioso enigma.
La vislumbré entre la
niebla y la oscuridad, la vi venir hacia el auto de nuevo resguardada bajo un
largo y grueso gabán. Subió al coche, nos saludamos con un beso, cual pareja, y
emprendimos el viaje.
La invité a cenar al Mediterránea de Andreí, pues estábamos
cerca de allí. No es que yo amara este tipo de lugares, es más, se me hacía
esta zona como el clásico lugar de reunión de pretenciosos, mantenidos y
esnobs. Pero una buena cena con sabores del mediterráneo acompañada de un buen
vino siempre es un buen preámbulo de una noche pasional. Luciana aceptó. “Esta
noche la de los planes era yo, pero esta invitación te la aceptó, de todas
formas, pagas tú”.
El trayecto en el coche
hasta el restaurante fue relativamente corto, pero nos dio tiempo para
contarnos un par de asuntos, entre esos las excusas que le habíamos dado a
nuestras parejas para evadir las responsabilidades familiares por esa noche.
-
Yo le
dije que iba verme con unos viejos amigos, y como ella no los soporta, menos
estando alicorados, me da vía libre para irme con ellos. Además, no es que le
importe mucho lo que pase conmigo últimamente.
-
Yo en
cambio le dije a mi marido que me iría de viaje, necesitaba desconectar de
tanto trabajo, y de tanta casa, y de tanta disputa conyugal.
-
¿Y no
te propone acompañarte?
-
Noooooooo.
ja, ja, ja, ese aprovecha para meter a una cualquiera en casa. Lo que no sé es
si son de pago o son amigas que tiene, pero eso me tiene sin cuidado
-
¿No te
da miedo que te pegue algo?
-
No. Vivo
haciéndome exámenes de ETS a toda hora, cuando llevas 20 años cachonenado a tu
pareja es una costumbre que se adquiere. ¿Por qué crees que te dejé follarme a
pelo la vez pasada? Soy la némesis número uno del condón, pero no es algo que
haga de gratis ¿Tú no haces lo mismo?
-
La
verdad no. Yo como a la única que follaba era a mi mujer, y ni eso. Y luego la
única distinta a ella has sido tú.
-
¿Y tu
mujer si es de confiar?
-
Sí. No
se la come ni satán. Es una frígida consagrada. Tanto así que desde que parió a
Lucía, nuestra segunda hija, me obliga a ponerme condón. Yo no me puedo creer
eso, estando casado y usando preservativo. Nunca entendí por qué no fue ella
quien tomó las medidas de planificación, por qué he de ser yo quien lo haga,
pero bueno, así ha sido, ella ha puesto esa regla y no hay manera de
convencerla de otra cosa.
-
Proponle
un trío conmigo y yo te la ablando
-
Ya no
me interesa, aparte no creo que la frígida de Adriana se preste para algo como
eso. Con que me ablandes el pene de varios orgasmos es suficiente para mí
-
Ja,
ja, ja ¡Qué sutil!
-
Por
cierto ¿Qué tienes planeado para mí?
-
Hacerte
delirar. Devolverte el gozo que me regalaste la vez pasada. Te voy a doblar de
tanto placer, quiero hacerte quedar pleno de gusto, y quiero ver si tú eres
capaz de causar lo mismo en mí.
Lo mejor de todo fue
que dijo todo esto mientras sonreía maliciosamente. Me trastornó un poco
escucharle decir eso, pues eso era justo lo que yo había tenido en mente por
los últimos 15 días, fornicarla hasta que su vagina succionara toda mi esencia
vital.
-
¿Y a
dónde iremos luego de cenar? - Pregunté
-
Al Rocamar
Yo, en esa época era un
absoluto ignorante en materia de moteles. Tan triste era mi vida sexual con Adriana
que hace años habíamos dejado de follar fuera de casa. Luego, con el paso de
los meses y unos cuantos polvos con Luciana, me iba a convertir en un conocedor
del tema. Es más, esa noche en el Rocamar fue algo revelador para mí, pues
desde ahí me entró un anhelo por conocer hasta el último motel de la ciudad,
desde el más barato hasta el más exquisito; desde el Temptation, el Blue Moon,
el Amarte, el Calipso, en el viejo confiable Chapinero, o el Portobelo y Los Alpes un
poco más al sur, y ni hablar de los muy silenciosos al norte, el Rocamar, La Cita; una verdadera escapada turística y fornicaria que todo
rolo de corazón tiene que hacer.
Del Rocamar me encantó esa noche el detalle
de tener esa habitación llena de espejos, levantaba uno el tapete y había un
espejo. Y eso de verse culear por todo lado sí que me pareció morboso.
-
¿Y eso
qué es?
-
No va
a ser un museo...
-
Ah ok,
ja, ja, ja, entiendo
-
¿De
verdad nunca has ido?
-
A ese
no. Hace mucho que no voy a un motel. Ni recuerdo el nombre de alguno al que
haya ido, ha pasado tanto tiempo desde eso…
-
Bueno,
hoy estás invitadísimo al Rocamar. Ya
vas a ver lo bien que nos lo vamos a pasar. Eso sí, yo invito, pero tú pagas.
-
Ni más
faltaba
Salimos del Mediterránea de Andreí, subimos al coche
y emprendimos viaje por la séptima, que para mí fortuna estaba mucho más
desolada de lo habitual. Tardamos como diez minutos en llegar.
El detalle de los
múltiples espejos me encantó, pero no fue lo único, ese cabecero gigante de la
cama terminó siendo toda una herramienta para variar posiciones en una larga
noche de intercambio de fluidos. La luminosidad del cuarto era abundante y
adecuada, era un ambiente ideado para apreciar hasta el más mínimo detalle. No
vayan a creer que esto se trata de un publirreportaje o cosa parecida, es simplemente
cuestión de honestidad, el Rocamar
tiene su encanto. Yo conocí otras habitaciones diferentes a esta, todas muy
buenas, pero esta había sido el génesis de esa afición, de esa idílica relación
que sostuve con los moteles. Sinceramente, yo estaba obseso con el tema, y
podía apasionarme hasta con el motel más cochambroso, es más, creo que tengo
una fascinación con ello, con fornicar en un ambiente hostil, puerco y cochino,
como el mismo sexo.
Y si bien el ambiente
era idóneo para la perversión, la sorpresa de Luciana no había terminado allí,
no se trataba de la simple invitación a “motelear”, para nada, la sorpresa era
la envoltura en la que venía ella.
Luciana abrió y se despojó de su grueso gabán por primera vez en la noche. Debajo traía un vestido hecho en mallas, como si se hubiese envuelto en una red. Los pezones se escapaban por entre los huequitos de las mallas. Era un vestido pensado para que resaltara la tonalidad piel, la tonalidad carne y la tonalidad deseo.
Qué fascinación ver
otra vez esas carnes, tan blanquitas, tan indefensas, tan provocativas. Que
delicia aquello de verla nuevamente a la cara, mientras me insinúa pecar con
cada uno de sus gestos. Qué encanto eso de ver reflejada esa escena por todos
los alrededores. No sabía si iba a ser capaz de cumplirle el desafío de hacerla
gozar hasta el hartazgo, pues con solo esto yo ya estaba a punto de explotar.
Capítulo VIII: Épica batalla
Sinceramente estaba
enloquecido, era víctima de esa sensación tan animal, tan instintiva, y tan
humana. Pero entendí que debía calmarme un poco, la idea de estar con una mujer
como esta es disfrutarla hasta más no poder. Para enfriar un poco las cosas, le
pregunté a Luciana si había traído consigo algo de marihuana, pues se me antojaba
fumar un poco antes de entregarnos a la pasión...
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