El maravilloso mundo de las drogas
Fumar porros es una de
las grandes dicotomías con las que tienen que lidiar los jóvenes. Están
aquellos que pasan su vida entera sin conocer la sensación de estar colocado.
Creen que la marihuana es una aliada estratégica del demonio, que causa
alucinaciones, que genera una adicción incontrolable que vuelve incluso
agresivos a quienes la consumen. Compadezco a estas personas, pues morirán
envueltas en su engaño, en medio de ignorantes suposiciones. Luego están aquellos
que abiertamente dijeron que sí desde siempre, aquellos que no se lo pensaron y
sucumbieron ante la tentación de la hierba a temprana edad. Y un último grupo
es el de aquellos que en su infancia y en su adolescencia juraron nunca iban a
consumirla, y años después terminaron cambiando de opinión.
En ese tercer grupo
estoy yo, y creo que la mayoría de los que terminan convirtiéndose en unos
consagrados “mariguaneros”. Yo la terminé probando por no querer pasar por beato
ante una chica que me gustaba.
Nos conocíamos desde
niños, de aquellas amistades que se forman en el barrio. Aunque luego nos
fuimos alejando, y nuestros encuentros se hicieron cada vez más esporádicos.
Una tarde de un día
cualquiera nos dimos cita para charlar y ponernos al día, y por el devenir de
la conversación terminamos hablando de la hierba. Ella me preguntó si yo
alguna vez había fumado, a lo que yo respondí afirmativamente, a pesar de que
no era así.
Ella se entusiasmó, me
reveló que también lo había hecho, y me propuso encontrarnos ese mismo fin
de semana para compartir nuestro primer porro juntos. Yo no quería quedar como
un mentiroso, así que acepté.
Esa primera experiencia
fue ciertamente traumática, pues ella notó que yo no había consumido marihuana
jamás en mi vida. Pero fue una buena compañía para mí en ese primer viaje, pues
se encargó de tranquilizarme en esos instantes de paranoia, y me hizo más
llevadera mi primera traba.
Nunca pude concretar mi
cometido de conquistarla, o por lo menos echarle un polvo, pero su
amistad me sirvió para introducirme en el mundo de las drogas, o por lo menos
del cannabis, pues sinceramente nunca consumí nada más.
Cuando recién probé la
marihuana, quedé enamorado de sus efectos; de la relajación, de la dispersión y
levitación de la mente que hace aparecer tanta idea y pensamiento de la nada.
Me acerqué a mi amiga como en aquellos años de infancia, pero ahora porque ella era
quien me facilitaba la hierba para fumar.
Claro que llegó un
momento en que yo entendí que no podía ser dependiente de ella para conseguir
hierba, así que le pedí me presentara a su “camello” para así poder conseguir marihuana
por mi propia cuenta.
“Frisby” le decían a
aquel distribuidor. Era un tipo raro. De complexión delgada, pelo largo hasta
los hombros y ondulado, tez blanca y un constante y misterioso silencio.
Comprarle hierba a
Frisby era toda una odisea. Me citaba tanto en callejones solitarios, como en
calles de mucho tránsito peatonal. En ocasiones me hacía esperar largos ratos
en soledad, y otras tantas me citaba en su apartamento. Nunca fue cómodo
comprarle hierba al tal “Frisby”.
Pero afortunadamente
pude cambiar de dealer a medida que me fui adentrando en el mundo de los
consumidores del cannabis. Juanito, un compañero de universidad, y consagrado
porrero, me facilitó el contacto de Ana. Es más, me presentó con ella y me
recomendó como un gran cliente.
Yo quedé cautivado con
ella. No solo por su gran servicio, pues ella solía entregar la mercancía en la
puerta de la casa del cliente, ofrecía gran variedad de flores, y era sumamente
amable; también quedé encantado con su apariencia.
Ana era una de esas chicas
de abundantes carnes. Sus piernas eran gruesas, verdaderamente anchas, aunque
no desentonaban para nada, no eran gordas, grasientas o celulíticas, eran
perfectamente voluminosas. De igual forma eran sus caderas, anchas, macizas,
bien definidas; toda una tentación a la vista, y más todavía cuando las sacudía
al caminar.
Su zona púbica lucía
siempre ajustada, siempre carnosa, provocativa e insinuante. Ana era una de
esas chicas con labios gruesos, evidentes a la vista, de esos que se asoman
siempre en cualquier pantalón.
No puedo mentir, Ana
era un poco gordita, o por lo menos tendía a la obesidad. Su abdomen no era
exactamente un monumento al ejercicio y la tonificación, pero tampoco lucía
desproporcionado o grasiento, apenas flácido. Es más, Ana no tenía panza, solo
las carnes blandas en aquella zona.
A pesar de ser una
chica gruesa, su cintura estaba bastante bien delineada. Ana era una de esas
chicas que lograba esa silueta similar a la forma de una guitarra.
Sus senos eran de un
tamaño medio. No eran abundantes, aunque tampoco diminutos. Quizá podían verse
pequeños en un cuerpo generoso en casi todas partes.
Su piel era blanca y se
apreciaba suave y delicada a la vista. Su cabello era de un color castaño claro
y lo llevaba largo, hasta su cintura, a escasos centímetros de sus nalgas.
Su rostro también era
muy bello, empezando por su extrema palidez, lo que le daba un aire de
delicadeza e inocencia. Sus labios no eran muy notorios, ni por su tamaño ni
por su color, eran de un bello y tenue rosa que solo es apreciable si te
enfocas en estos al hablar con ella. Su dentadura estaba completamente
alineada, blanca y bien cuidada, era un deleite verla sonreír.
Sus cachetes se
correspondían con su cuerpo, estaban ciertamente rellenitos, sin hacer lucir
gordo su rostro, aunque lo suficiente para hacerla ver más tierna de lo que
realmente era.
Sus ojos eran
relativamente pequeños, de un verde hermoso. Aunque lo realmente atrapante era
su mirada, pues si algo sabía hacer Ana era mirar directamente a los ojos a su
contraparte y sostener su mirada.
Claro que el mayor
atributo de esta chica era su culo. Eso sí que era un monumento a la lascivia
¡Qué tremendo par de nalgas! Monumentales, gigantes, curvilíneas, notorias a la
vista en cualquier circunstancia. Era uno de esos culos que resaltan bajo la
prenda que sea: Jeans, leggins, sudaderas, faldas, bikinis, shorts; fuese lo que
fuese lo que las recubriera, esas eran unas nalgas destinadas a robarse todas
las miradas, por lo menos las de los hombres.
Ana cobraba un recargo
por entregar la hierba a domicilio, pero era un costo que yo estaba dispuesto a
pagar, no solo por la comodidad de recibir el encargo en la puerta de mi casa,
sino por apreciarle ese maravilloso y abultado par de nalgas.
Lo mejor de Ana es que
era una chica muy abierta a socializar con sus clientes. Siempre y cuando no
fuera viernes o sábado, pues en esos días se disparaba el consumo y por ende su
trabajo.
Poco a poco, y tras
varios domicilios, me fui haciendo cada vez más cercano a ella. La primera vez
fue una que me vendió un poco de “Pink Kush”, o marihuana morada, como yo la llamaba
en esos tiempos de ignorancia cannábica.
Esa vez ella me la
anunció como una exclusividad, pero terminó siendo decepcionante, pues los
efectos de este tipo de hierba tienden más al relajamiento que a otra cosa. Lo
bueno fue que compartí un porro con ella. Me di la oportunidad de charlar con
Ana, saber un poco más de su trabajo, de sus aspiraciones en la vida, así como
de su día a día.
Y eso de compartir
porros se nos fue volviendo tradición. Siempre que la llamaba para comprarle,
terminábamos fumando y charlando por un considerable rato.
Yo lo hacía para grabar
en mi retina un mejor recuerdo de su cuerpo, especialmente de ese ostentoso
culo. Trataba de coquetear con ella, pero mis intentos eran infructuosos. No
sabía si Ana ignoraba a propósito mis señales, o si sencillamente no las
captaba. Me fui resignando, pues entendía que no tenía posibilidades con ella.
Pero la vida me tenía
guardada una jugosa recompensa. Llamé a Ana la tarde de un lunes. Había
presentado ese día lo que iba a ser el último examen de mi vida universitaria.
Merecía relajarme, así que llamé a la bella Anita para que me facilitara un
poco de su rico cannabis.
Pensé que al ser lunes
iba a llegar pronto, pero no fue así, se demoró un par de horas en llegar. Yo
estaba con un amigo, también consumidor de la hierba sagrada. Pero como Ana no
llegaba con el encargo, decidimos esperarla bebiendo unas cervezas.
Ana llegó en su moto
sobre las siete de la noche. Me llamó al celular y me avisó que estaba en
portería. Le pregunté si tenía apuro, a lo que me contestó que no, por lo que
la terminé invitando a entrar y compartir un porro con nosotros. También le
brindé una cerveza nomás al verla cruzar la puerta.
Ella fue la encargada
del ensamble del canuto, era una chica supremamente talentosa para el armado de
los porros. No tardó más que un par de minutos para tener uno listo. No tenía
bultos o turupes, era parejo, no había zonas más delgadas o más gruesas, era
simplemente perfecto, casi tanto como su hermoso culo.
Anita no solo fumó el
churrito con nosotros, sino que se quedó a beber. Inicialmente por un rato,
pero luego, al verse afectada por el licor y por el THC, prefirió quedarse,
pues no era conveniente conducir en ese estado.
Les propuse entonces
que fuéramos al supermercado, antes de que lo cerraran, para comprar algo más
fuerte con que mojar el cogote. Nos decidimos por un ron. Ron que se convirtió
en la mejor decisión de mi vida.
No solo porque se
encargó de embriagar y dormir a mi amigo, sino porque le aflojó y le abrió las
piernas a Anita.
En esa época yo tenía
una gran capacidad de aguante para el ron. No me ocurría igual con otros
licores, whisky, vino, aguardiente, vodka; todos me embriagaban con cierta
facilidad, pero el ron no.
Cuando mi amigo cayó
dormido sobre la mesa, le propuse a Ana que fumáramos otro porro, a lo que ella
accedió gustosamente. A pesar de su evidente estado de embriaguez, Ana se dio
mañas para armar y pegar un nuevo porro, de nuevo perfectamente concebido. Lo
fumamos en el balcón. Ella se retiró por un instante, adujo ir al baño. Yo me
quedé solo en el balcón consumiendo lo que quedaba del canuto.
Mi sorpresa fue total
cuando entré de nuevo a la sala. Allí estaba ella, completamente desnuda, ardiente,
empelotica, clamando por sexo descarnado mientras se apoyaba con sus manos
sobre uno de los sillones.
Mi erección fue
cuestión de milisegundos, me bastó solo con ver sus carnes al desnudo para que
la sangre recorriera rápidamente mi cuerpo hasta hacer inflamar mi pene.
Ella no pronunció
palabra, solo me miró, se tambaleó un poco, y antes de que abriera la boca, ya
estaba yo abalanzándome sobre ella para besarla.
La agarré delicadamente
de la cara y la besé. Nuestro intercambio de aliento, saliva y hormonas fue
realmente duradero; Ana supo excitarme todavía más con su manera de besar.
Mis manos no tardaron
en posarse en las generosas carnes de sus nalgas. Eran todavía más perfectas al
desnudo. Tan monumentales eran que no me cabía una sola de sus nalgas entre mis
dos manos.
Luego me atreví a posar
una de mis manos sobre su vulva, que estaba absolutamente ardiente a pesar de
que solo habíamos intercambiado un beso y unos escasos manoseos.
Empecé a sacarme la
ropa casi que con desespero. Una vez estuve desnudo, ella lanzó una de sus
manos a mi miembro. Me masturbó mientras seguimos besándonos allí de pie en la
sala ¡Qué excepcional forma de besar tenía Anita!
Los primeros instantes
de mi mano sobre su vulva fueron eso sencillamente, un tacto, no una
intromisión. La palpé y acaricié los tejidos blandos de esa zona que ella
llevaba sin el menor rastro de bello.
Era una vulva
auténticamente carnosa, tal y como lo había avizorado tantas veces a través de
sus prendas. Su clítoris también era generoso en tamaño, o por lo menos lo fue
durante esos minutos, lo que me hizo más fácil aquello de manipularlo entre mis
dedos.
Ana no era una chica
reservada. Cuando se le antojó gemir, lo hizo. Yo me derretí ante cada uno de
sus gemidos, eran exquisitos, aunque aún lo era más la sensación de ardor y
humedad de su entrepierna.
Me resigné a dejar de
recibir sus ricos besos, pues ahora eran sus otros labios los que me interesaba
besar. Ella permaneció de pie, yo me agaché y empecé a lamerle con lentitud y
suavidad aquella zona caliente que me tenía al borde de la locura.
Su vagina se fue humedeciendo
cada vez más, y ese incremento fue proporcional al de su expresión oral, pues a
medida que se iba excitando, el volumen de sus gemidos también iba en aumento.
Ana no se guardaba
nada. Así como se daba completa libertad para jadear y gemir, tampoco
escatimaba en improperios o expresiones lujuriosas. De su bella boca oí salir
un repetitivo “cómeme la cuquita”, también un frecuente “¡qué rico!”, y un más
escaso “métemelo ya”, que al final terminó convirtiéndose en realidad.
Cuando la sentí completamente
empapada, cuando la vi perdida de la calentura, me puse en pie y conduje mi
miembro erecto por esa carnosa y ardiente vagina. Comenzó siendo un coito un
poco lento, quizá delicado, pero ella me fue animando para que fuera cada vez
más agresivo. Primero con sus manos posadas en mis nalgas para empujarme hacia
ella, y luego alentándome para fornicarla como a mí me diera la gana. “Eso,
eso”, era lo que más repetía, aunque también utilizó expresiones un poco menos
sutiles como “métamela así” o el clásico “duro, duro”.
Pero lo que más me
enloqueció, en lo que refiere a sus expresiones, fue aquel momento en que
recostó su rostro sobre uno de mis hombros, juntó su boca a una de mis orejas y
empezó a susurrarme “rico, rico, eso, eso”.
Para ese entonces yo la
penetraba no solo a profundidad, sino ejerciendo castigo con brutales
movimientos. Pero ella parecía disfrutarlos, ella deliraba con mi miembro
clavándose a fondo, mientras que yo enloquecía escuchando nuestros cuerpos
calientes y húmedos al chocar.
Claro que la faena no
iba a estar completa sino me daba el gusto de penetrarla mientras ese
portentoso culo me miraba a la cara. Le di vuelta, ella quedó de espaldas a mí,
y acto seguido le volví a hundir mi pene por su caliente coñito.
Deslizaba con una
facilidad digna de reseñar, esa vagina era un tobogán del placer.
Mientras la penetraba,
la besaba por el cuello. Ella me hacía espacio para que así fuera, yo la
rodeaba con mis brazos por su cintura, agarraba su pequeña pancita y me
deleitaba con ello.
En ese momento despertó
mi amigo, posiblemente por el ruido que hacíamos. Pensé que se iba a unir a la
fiesta, pero extrañamente se quedó ahí sentado, mirándonos. Eso sí, no hubo
instante alguno en que dejase de vernos.
Me dio mucho morbo que
nos viera fornicar. Eso me impulso a penetrar cada vez con mayor vehemencia a
Ana. Era exquisito ver sus nalgas temblorosas, gelatinosas ante cada uno de mis
empellones, eran todavía mejores de lo que las había imaginado.
Fue tal la excitación
que me generó ver ese culo regordete sucumbiendo ante mi castigo, que terminé
soltándole una considerable y generosa descarga de esperma al interior de su
coño.
Inicialmente Ana no lo
notó, pero cuando me vio disminuir la velocidad hasta el completo detenimiento,
sumado eso a mí evidente cara de goce; supo que mi orgasmo ya había tenido
lugar.
“¿Pero qué haces?
¿Acaso eres imbécil? ¿Quién te dijo que podías correrte en mí?”, dijo ella
antes de despegar su cuerpo del mío.
Emprendió caminó hacia
el baño, seguramente se limpió, y al instante volvió a la sala para recoger sus
prendas y vestirse. En ningún momento dejó de insultarme. Una vez que se
vistió, salió azotando la puerta.
Mi amigo seguía allí
sentado, sin moverse. Me acerqué a él para ver si estaba bien. “Tranquilo,
estoy bien. No sé qué me pasó, pero mientras ustedes culeaban no pude moverme”.
Lo ayudé a ponerse en pie para luego acostarlo en el sofá para que durmiera.
Afortunadamente mi
abusivo actuar no deterioró la relación cliente-dealer que tenía con Ana. Ella
siguió vendiéndome seguramente por la obligación de no perder a un buen
cliente. Pero lo de follar no volvió a repetirse jamás.
Muy bien narrado, felicitaciones.
ResponderEliminarMuy bien narrado, felicitaciones.
ResponderEliminarEeey felicidades impresionante deberas ven oxupo hablar
ResponderEliminarMuy buen relato, la verdad me encantó, y no pude dejar de pensar en mi compañera de trabajo de la que me estoy enamorando
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