Capítulo XX: Fiebre de sábado
Y
ahí estaba una vez más solo y a mi suerte, y esta vez sí que podía llegar a ser
doloroso. No habría un próximo hola, ni ocasión nueva para vernos a los ojos y
ser confesos de nuestro deseo mutuo con solo esa mirada, nuestros genitales no
volverían a encontrarse, no volverían a sudar y a combinarse cara a cara; eso
sí que podía llegar a ser deprimente, de hecho, lo fue, pero siento que logré
superarlo más pronto de lo que esperaba. Luego de tanto que amé y desee a
Luciana, haberla superado en un abrir y cerrar de ojos era una verdadera
muestra de carácter, pues pienso que en otra época de mi vida no habría sido
así de fuerte con una pérdida.
Sencillamente
Luciana me había transformado, me había convertido en un nuevo Fernando, en uno
que era consciente de su adicción al sexo, que la disfrutaba, que quizá alguna
vez haya sentido remordimiento por esa condición, pero que siempre se ha
sentido más cómodo aceptando y disfrutando esa parte de su ser.
Fue
en esa época que decidí disfrutar lo que el prematuro matrimonio me negó en mí
juventud. La primera metamorfosis fue al putero de fin de semana. Pero luego
quise combinar a esa personalidad de fornicario de pago con la de casanova, y a
pesar de estar ya rondando los 40, me daba mis mañas para galantear y ligar en
cuanto lugar me fuera posible.
No
había viernes que faltara a un bar, cantina, whiskería, pub, discoteca o lo que
fuese con la misión de seducir a una mujer. Y cuando esa misión fallaba,
terminaba el sábado, pasando la tarde entera entre lupanares hediondos, entre
putas baratas, entre borrachines de rostro difuso al interior de los burdeles e
indigentes que “hacían la calle” en los alrededores; buscando esa sensación de
gozo y júbilo que tanto me hizo conocer Luciana.
Hubo
jornadas para el recuerdo, pero también para el olvido, tanto entre putas como
entre ligues pasajeros. Es más, diría que fueron más las malas vivencias, los
polvos sosos e intrascendentes que los verdaderamente dignos de rememorar. Y
eso que fue polvo tras polvo, fueron unos años de mucho agite. Era como si
tuviese un trabajo adicional durante los sábados, solo que en este yo pagaba
por “trabajar”.
En
esos tiempos jamás hice cuentas, y el tiempo fue pasando y mi conocer de esos
andenes colindantes a fachadas coloridas fue en aumento. Y Solo un tiempo
después, unos buenos cuantos meses después vine a tratar de hacer memoria sobre
la cantidad de piernas femeninas en las que me había enterrado, pero me fue
imposible. Me resigné a saberlo, y solo vine a reflexionar nuevamente en ello
escribiendo estas líneas.
Han
pasado un par de años desde que adquirí esa rutina sabatina, asumiendo que hay
uno que otro sábado en el que no pude ir porque tenía que trabajar, porque
algún inconveniente se me presentó, o por el simple hecho de no sentir la
necesidad luego de haber ligado la noche anterior.
He
de suponer que de las 52 semanas que tiene un año, haya terminado pasando por
lo menos 30 tardes-noches de sábado alquilando carnes femeninas. Lo habitual
era entrar unas tres o cuatro veces a lo largo de la jornada, casi siempre
variando de mujerzuela, aunque he de admitir que hubo algunas que fueron tan
profesionales prestando sus amores, que ameritaron repetir culeada.
Lo
mínimo era entrar tres veces en una jornada, pero cuando el cuerpo respondía y
el fervor desbordaba, podía llegar a entrar hasta cinco veces. Me preguntaba
qué tanto podría haber hecho esto si esa hubiese sido mi rutina en mis 20,
misterio que ya no podré resolver.
A
ese ritmo, y siendo por lo menos dos los años que dediqué a esto, habría
fornicado con cerca de 160 señoritas, a las que he de sumar las que fueron
producto de la conquista en la noche de un viernes cualquiera.
Casi
todas desconocidas, solo exceptuando aquellas putas con las que repetí; casi
todas almas nuevas por conocer, casi todas con su vagina inédita y misteriosa
para mí. Y he de decir que hubo coitos maravillosos, aunque difícilmente alguno
se asemeje a los exquisitos placeres otorgados por Luciana.
Claro
que hay dos mujeres que se han hecho dignas de recordación en esta época
post-Luciana, sin que ello implique que la hubiesen superado, siquiera
igualado, pues de haber sido así me habría ofrecido a brindarles una vida
diferente a la del puterío.
La
primera de ellas es Tania, o por lo menos así se hacía conocer en ese submundo
del placer al menudeo. Ella era una chica joven, entre 18 y 25 años tendría en
ese entonces. Era delgada y pequeñita, posiblemente no superaba el 1,60 m.
Tenía una apariencia muy frágil. Claro que esa delicadeza que aparentaba su
cuerpo contrastaba con su rostro, en el cual siempre podían encontrarse esos
gestos tan sugestivos, esas muestras continuas de coquetería.
Claro
que su cara no destacaba exclusivamente por esa actitud provocadora, se trataba
de un rostro realmente bello. Sus ojos eran muy grandes, oscuros, y estaban
perfectamente complementados con esas pestañas que tanto sabía mover a la hora
de seducir a sus presas. Su piel blanca contrastaba perfectamente con ese
cabello negro, que además era liso y considerablemente largo. Su nariz estaba
perfectamente tallada, era pequeña y acrecentaba esa apariencia delicada. Sobre
su boca no puedo mentir, pues era evidente que su dentadura habría requerido un
buen tratamiento de ortodoncia. Claro que no se trataba de algo monstruoso, no
es que tuviera un diente a la altura de la frente y otro en el mentón, pero si
había cierto desorden entre estos. Pero no por ello Tania dejaba de sonreír,
era uno de sus sellos personales, esa capacidad de sonreír a todo mundo y a
toda hora. Sus labios eran delgados, pero lucían habitualmente rosas y húmedos.
Su
cuerpo era más bien discreto. No tenía grandes atributos. Sus senos eran
diminutos, casi que inexistentes. Su culo igualmente era pequeño, aunque tenía
buena forma, era muy curvo y notorio. Sus piernas eran delgadas y realmente
solo destacaban cuando Tania decidía usar faldas y exponerlas. Claro que esa
delgadez jugaba a su favor en lo que refiere a su abdomen y su cintura, que
estaba muy bien delineada, que remarcaba esa silueta femenina que no podían
destacar sus pechos o su trasero.
Tania
logró ser una de mis favoritas en aquellas tardes sabatinas de sexo barato.
Básicamente porque le ponía ganas. Si ella me veía cansado, tomaba la
iniciativa, se restregaba y se sacudía lo que hiciera falta por complacerme.
Aunque no era esta su única virtud. De ella me fascinaba esa manía que tenía
por mirar a los ojos a la hora de copular, lo hacía a todo momento, que no es
poca cosa, pues entre la gran mayoría de las meretrices, por lo menos las que
yo frecuenté, no era muy habitual eso de sostenerle la mirada al cliente a la
hora de la penetración. Ella no solo lo hacía, sino que gesticulaba, te hacía
creer que había verdadera química. Pero lo que más me gustaba de ella no era el
empeño que le ponía o la complicidad que me hacía sentir, lo mejor de Tania era
que me hacía recordar a Luciana. Me la hizo recordar en más de una ocasión con
su excesiva humedad.

Tania
era una chica poco expresiva a nivel sonoro. Sus coitos estaban caracterizados
por el silencio. Poco se le escuchaba jadear, poco se le escuchaba gemir o
resoplar, el encargado de expresar el gozo en ese cuerpo era exclusivamente el
coño, y bien que lo hacía.
La
primera vez fue en un coito que coincidió con el ocaso, entramos a la
habitación acompañados por la luz del sol y terminamos en medio de la
oscuridad. Debo aceptar que esa vez no me di cuenta de su escape urofílico
durante la cópula. Fue cuando terminamos de fornicar, cuando encendimos la luz,
que vi esa sábana empapada. Ella solo río y se disculpó conmigo. Yo la
tranquilicé, le aseguré que a mí no tenía que darme explicaciones ante una
reacción completamente humana. Es más, la felicité por dejarse llevar por su
gozo. Y desde ese polvo ella no paró de hacer lo mismo: mojar las sábanas o mi
cuerpo con sus ricos fluidos. Eso me generó una obsesión por ella, pues no
sabía bien si era yo el que le generaba esa reacción, o si era una manía que
ella tenía. El caso es que a mí me encantaba.
Lastimosamente
para mí, Tania dejó de ir a estos lupanares. No sé si algo le pasó, si enfermó,
si encontró una mejor alternativa de ingreso económico o si sencillamente
cambió su lugar de oficio. Lo cierto es que no la volví a ver. Fue una pérdida
sustancial, aunque sinceramente nada extraordinario, pues bien me había
propuesto no enamorarme, y mucho menos de una prostituta. Es más, a esa altura
de mi vida ya tenía descartado el enamoramiento, a no ser que Luciana reculara
y me diera una nueva y exclusiva oportunidad.
La
otra ramerita que me siento en obligación de destacar es Dafne, que fue todo un
hallazgo.
En
aquellos burdeles baratos que yo solía frecuentar, podía encontrarse de todo,
pero para hallar una verdadera joya había que tener suerte. Y yo sí que la tuve
con Dafne.
La
encontré una tarde de sábado que no prometía para mucho. El movimiento en el
lugar era escaso, que no era lo habitual de una jornada sabatina en esos
lugares.
A
la hora que yo llegué, había pocas señoritas, y en general no había una sola
que se salvara. Me senté, pedí una cerveza, y decidí esperar a ver si mejoraba
la tarde ¡Y vaya que mejoró!
Dafne
llegó, se recostó contra una mesa en la que no había clientes, y empezó a echar
ojo de cual podía ser su posible presa. Y prácticamente de inmediato, yo caí en
sus garras.
Ella
me miró, se me insinuó solo con la mirada, no tuvo necesidad de abrir la boca,
mucho menos de acercarse o de mostrarme su escote. Tanto así que fui yo quien
se acercó a ella, y fue tal el calentón que me generó, que no me tomé la delicadeza
de invitarle una bebida y una charla amena antes de ir a copular. Solo tuve
cabeza para preguntarle por el valor de sus servicios, y una vez me dijo el
monto, accedí sin rechistar.
No
era yo muy amigo de aquello de negociar con las meretrices, pues convencerlas
de una rebaja en sus servicios pasionales, frecuentemente termina en un polvo
mal echado, en un servicio prestado de mala gana. Y con Dafne fue tal la
fascinación, que no solo no le negocié, sino que accedí de inmediato al valor
que ella me dijo. Que de todas formas era el habitual entre las señoritas que
alquilaban sus placeres en ese lugar.
En
ese entonces Dafne tendría entre 40 y 45 años. Era una mujer madura pero
realmente bien conservada. Sus piernas eran gruesas, eran un tributo a la definición
de la palabra “carnosa”, tanto así que dicha definición, en uno de esos viejos
diccionarios de Larousse, tendría que venir acompañada de una fotografía de
esas piernas. Su culo también era muy macizo, bien definido, y muy en su sitio,
toda una tentación. El ancho de sus caderas era consecuente con las dimensiones
de sus apoteósicas piernas y con su descomunal trasero. Para tener cuarenta y
tantos, su abdomen estaba más que bien, era ejemplar, de anuncio, una tabla. Su
silueta estaba acentuada por su pequeña cintura, que a su vez contrastaba con
el ancho de sus caderas y de sus pechos. Estos últimos era un par de globos
bien erectos. Estaban operados, aunque yo vine a enterarme de eso solamente al
momento del tacto. Esta sí que era una mujer en todo el sentido de la palabra.
Claro
que tan elogiosa descripción solo es atribuible a su cuerpo y no a su rostro,
que es más bien común. Ojos oscuros, de tamaño medio y ligeramente alargados;
cejas oscuras, delgadas, curvas y delineadas; nariz de tabique recto y un poco
ancho, pómulos que resaltan y restan delicadeza a su cara, labios igualmente de
tamaño medio, sin defectos notorios, pero sin grandes atributos para resaltar,
frente ciertamente ancha, en contraste de una zona mandibular delgada, que
termina por agregar algo de fragilidad a un rostro que no destaca por su
delicadeza. Su piel es trigueña y su cabello rubio, aunque sus marcadas raíces
oscuras evidencian que es más producto de un tinte que de otra cosa.
Ella
estaba vestida con una blusa de tela ligera y oscura,
sinceramente no sé el material, lo cierto es que se apreciaba delgadita. Blusa
que además era generosamente escotada, aunque hasta ese momento yo solo había
apreciado superficialmente sus pechos a la hora de ir a negociar el polvo. Su
tren inferior estaba recubierto apenas por un pequeño short, de jean, que
permitía maravillar a los presentes con tan suculentas piernas. Short que
además facilitó mi apreciación de su ostentoso culo al momento de subir las
escalares del burdel.
Mientras
fui a lavarme las manos, ella se desnudó, de modo que la encontré empelotica y
dispuesta en la cama. Me desnudé a toda prisa, me le acerqué y ella me deleitó
con una rica mamada, que, a pesar de tener el desencanto del preservativo de
por medio, estuvo adornada por el acompañamiento del desliz de mi miembro
erecto entre sus bellas y siliconadas tetas.
Dafne
posó sobre sus rodillas y sus manos y me invitó a penetrarla en cuatro. Yo lo
hice con un alto grado de entusiasmo, de vehemencia, y no era para menos, pues
tener tan espectacular culo de frente a mí y entre mis manos fue motivo
suficiente para inaugurarla con una de mis más enérgicas fornicaciones.
Su
veteranía no fue obstáculo para el humedecer de su coño, que ya estaba
ciertamente lubricado antes del ingreso de mi falo, y que fue en aumento con el
pasar de los minutos de mi miembro en su interior. Por momentos ella se apoyaba
solamente en sus rodillas, reclinando su cuerpo para permitirse acercar su
rostro al mío. Dafne me besaba como buscando que con eso yo disminuyera la
vehemencia de mis movimientos, y realmente lo logró.
Si
bien penetrarla en cuatro fue una verdadera delicia, lo mejor estaba por venir.
Ella se dio vuelta, se acostó y me invitó de nuevo a penetrarla. Alzó sus
jubilosas piernas permitiendo mayor profundidad en la penetración. Esto estuvo
acompañado de sus besos, que no eran algo menor, pues si algo hacia bien esta
mujer era eso, besar. El paseo de su lengua entre mi boca, jugando con la mía,
aumentó mi disfrute, pero lo que realmente me hizo delirar fue su pedido para
que le acariciara y le chupara los senos. Eran duros, como todo seno operado,
pero eran perfectamente redondos, muy provocativos, de pezón café, duro y
grande.
Dafne
era auténticamente licenciosa, su carita podía no ser bella, pero bien
provocadores eran sus gestos. Hacía los clásicos ademanes de una buena fulana,
y eso sí que me pudo. El orgasmo me lo provocó con eso, con su gesticulación de
libertina.
Al
llegar al clímax retiré mi miembro de ella para sacarme el preservativo y
limpiarme. Su cuerpo seguía sumergido en el gozo, era poseso de esporádicos e
incontrolables espasmos que no podía y no quería disimular. Ella acompañó ese
momento dirigiendo su mano hacia su coño para seguir tocándose.
- ¿A usted quién le enseñó a culear así de rico? - dijo ella con voz
entrecortada mientras se masturbaba
- Si te contara…
- ¿Nos echamos otro? Mire que no se lo cobro, si acaso lo de la
habitación, por si nos la llegan a pedir
Al
escuchar eso no había forma ni deseo de negarme. Es más, se me fue poniendo
dura de solo escuchar su propuesta. Obviamente accedí, y fue una acertada
decisión, pues me di el gusto de tirármela en otras posiciones. Tan encantado
estuve, que el tercer polvo de la jornada volvió a ser con ella. Ese si se lo
tuve que pagar, pero no hubo arrepentimiento alguno en ello, pues había hecho
mi mejor descubrimiento desde que frecuentaba aquel mundo del placer de pago.
Dafne
me dio su número y me invitó a recurrir a sus servicios cuantas veces me
apeteciera. Ella tenía una gran obsesión por el bienestar y el
acondicionamiento físico, y el gimnasio que frecuentaba se convirtió en más de
una ocasión en la guarida de nuestras fornicaciones.
Viví
una época de encanto con esta exquisita cualquierita, pues ella me permitía besarla,
que no es del todo habitual entre las putas; me permitía meterle mano en
cualquier parte de su cuerpo, me permitía darle por su estrecho ano, y me salía
muy barata. Pero tanto recurrí a sus servicios que terminé hartándome de ella.
Es
más, terminé hartándome de las putas en general. No era para menos, llevaba dos
años frecuentándolas y entre todas juntas no habían sido capaces de brindarme
el deleite que si había logrado Luciana, aunque ciertamente me salía más barato
frecuentar prostitutas que consentir los caprichos y los gustos de Luciana.
Hubo
una tercera mujer con la que llegué a obsesionarme luego de mi ruptura con
Luciana. Consolidado mi hartazgo alrededor del mundo de las putas, y
ciertamente agotado de salir a probar suerte durante las noches de los viernes,
decidí que era hora de revisar mi agenda y hacer un exhaustivo estudio entre
mis viejos contactos para ver qué podía sacar de allí.
No
es que hubiese muchas mujeres en mi vida. Había dilapidado mi juventud con mi
extenso noviazgo y posterior matrimonio con Adriana. El resto eran compañeras
de trabajo que poco y nada me resultaban atractivas, alguna vieja conocida de
la universidad, que de seguro se habría extrañado y habría rechazado cualquier
invitación que le hiciese, más todavía cuando no habíamos tenido contacto en 20
años. Era realmente pobre mi agenda, por lo menos en lo que refiere a mis
pretensiones fornicarias. Aunque hubo alguien que realmente ameritaba que yo
hiciera el intento: Alejandra, la abogada que me había llevado el divorcio.
Era
algo ciertamente impensado, ella y yo solo nos habíamos relacionado como
abogada y cliente, y habíamos perdido contacto desde que se cerró el caso. La
relación había finalizado en buen término, pues ella había defendido con éxito
mis pretensiones a la hora de separarme de Adriana.
Por
eso seguramente se vio sorprendida aquella tarde en que la llamé. Le dije que
nunca le había agradecido como se debía aquella victoria en los juzgados, por
lo que pretendía hacerle una invitación a cenar o por lo menos a tomar un café,
pues lo cierto es que para mí era importante manifestarle mi agradecimiento.
Ella inicialmente se negó, pero yo insistí tanto que luego no tuvo opción.
Alejandra
es una mujer hermosa, aunque se le escapa esa posibilidad de ser un estandarte de
la belleza femenina por su notoria tendencia a la obesidad. No es que sea una
gorda desproporcionada, pero es posible que un día, más temprano que tarde, lo
termine siendo.
Claro
que para el momento en que la vida nos permitió juntarnos, Alejandra no había
llegado a esa sobredimensionada apariencia, apenas ostentaba un par de kilos de
más, lograba aquella contextura de mujer gruesa, y a mí eso me enloquecía; esos
excesos de carne blanca y temblorosa que la hacían lucir más mujer y menos
niña.
Alejandra
tendría para ese entonces unos 25 años, que por su ya mencionada tendencia a la
obesidad y por su forma de maquillarse, parecían ser más.
A
mí me encantaban esas piernas gruesas, que lucían ajustadas casi que bajo
cualquier pantalón. Pero lo que más me fascinaba de ella era su generoso
trasero. Era un auténtico culazo: ancho, gordo, carnoso, redondo, blando,
frágil, tembloroso. Es más, fue al recordar su culo que decidí llamarla.
Claro
que su atractivo no se limitaba a un culo con personalidad, Alejandra también
destacaba por aquellas caderas macizas, que igualmente lucían llamativas bajo
aquellos pantalones ajustados. Sus senos eran más bien pequeños, sinceramente
no muy notorios. Contrario a su rostro, que era muy bello. De tez blanca y
apariencia delicada, de cachetes rellenos, de labios rosas, relativamente
grandes y carnosos, de hermosos ojos verdes, con aquella sonrisa tan
perfectamente delineada, y con aquel cabello oscuro, ondulado, que contrastaba
con lo blanco de su piel.
Acceder
a sus placeres no fue mayor proeza, pues bastó con aquella salida para que
termináramos copulando por primera vez. Alejandra era tan obsesa con su trabajo
que casi siempre se negaba a socializar y tener auténticos espacios de
dispersión. Igualmente era una chica de poca fortuna en el amor, por lo que
unos cuantos cumplidos y una buena cantidad de copas bastaron para que me
permitiera disfrutar de sus delicias.
Esa
noche, viéndola tan ebria, no sentí remordimiento alguno por fornicarla como a
una vulgar puta. Me la llevé para el Temptation
y la follé como seguramente no la habían follado jamás en su vida.
Pero
luego me di cuenta que aquella relación tan brutal no había sido producto de
los efectos del alcohol. Con o sin licor corriendo por sus venas, Alejandra era
una adicta al sexo duro. Eso fue lo que inicialmente me hizo obsesionarme con
ella, pues nunca había reparo alguno por un polvo echado con excesos de
brusquedad. Me daba el gusto de agarrarla del pelo y dominarla por completo, le
azotaba sus inmensas nalgas y le pellizcaba y le jalonaba sus pequeñas tetitas,
y ella siempre pedía más. Llegué incluso a abofetearla, y ella pedía más.
Es
más, íbamos apenas en nuestra tercera salida y por consiguiente en nuestra
tercera fornicación, cuando me di el gusto y el atrevimiento de meterle un dedo
en el ojete, y ella me lo permitió. Pero eso terminó siendo un error, pues una
vez que ella me entregó su ano, se sintió en confianza para tratarme como su
pareja. Yo no habría tenido problema con ello, pero resultó ser una mujer
intensa y controladora, por lo que no solo tuve que desestimar aquello de
seguir saliendo con ella, sino que también tuve que cambiar de línea
telefónica.
Tras
este largo itinerario de placeres y fluidos terminé por comprobar que no había
superado aún la ausencia de Luciana.
Capítulo XXI: Un baile de Luciana
Era
inevitable e irreparable. Esa sensación de oquedad, de orfandad, esa congoja
que me generaba su ausencia era algo hasta ahora imposible de asimilar para mí.
No me interesaba encontrar el amor de cualquiera, solo me valía el de Luciana...